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En toda existencia hay un apogeo, una época durante la cual las causas actúan y mantienen una relación cabal con los resultados. Ese mediodía de la vida, en que las fuerzas vivas se equilibran y acontecen con todo su esplendor, no sólo se da en todos los seres orgánicos, sino también en las ciudades, las naciones, las ideas, las instituciones, los comercios y las empresas que, de la misma forma que las razas nobles y de las dinastías, nacen, suben y caen. ¿De dónde procede la rigurosidad con que este tema del crecimiento y la mengua afecta a cuanto se organiza en este mundo? Pues la propia muerte tiene, en tiempos de plaga, progreso, decrecimiento, recrudescencia y sueño. Incluso este globo nuestro es quizá un cohete algo más duradero que los demás. La Historia, al referir las causas de la grandeza y la decadencia de todo cuanto aquí abajo existió, podría avisar al hombre del momento en que debe detener el juego de todas sus facultades; pero ni los conquistadores, ni los actores, ni las mujeres, ni los autores escuchan su salutífera voz.

Grandeza y decadencia de César Birotteau, perfumista

Honoré de Balzac

Me serenan sus súbitos gritos: no ha muerto aún; sobrevive en el descuidado y hediondo apartamento. Los insultos, el ajetreo violento y los golpes en el piso inferior -emprendidos por vez primera el mes pasado- han perturbado el descanso y la calma de cada residente del edificio. Guillermo (leí su nombre en la carta distribuida por la administración a inquilinos -su madre y él incluidos- y propietarios) es una figura omnipresente en nuestros días; sus iracundas súplicas a Dios -habituales y reiteradas- se manifiestan como seña de su frágil existencia; anhela morir: es ese su persistente ruego a la Providencia. Sé de su despertar a través del zumbido televisivo: programas de opinión, noticieros, concursos y novelas informan el término de sus fortuitas siestas. No ha habido trato directo: ni se han cruzado nuestras miradas, ni nuestros cuerpos se han aproximado en los pasillos, las escaleras o el ascensor; únicamente he percibido -al acercar parte de mi cuerpo por la ventana de la sala- su cabello largo, rubio y lacio y una parte mínima de su rostro: el pronunciado mentón poblado por la barba rojiza. He advertido, también, su dorso corpulento y parsimonioso -desde el baño, en el reflejo de la ventana del apartamento adverso- apagando el fogón eléctrico y batiendo -derrotado, con un trapo mugriento; acaso como uno- el humo de la comida que se chamusca cada noche.

Cavilo en sus preguntas -arrojadas al viento desde su sala: desfigurada y alternada habitación- y en las posibles respuestas que podría suministrarle; aborrece tanto a su Dios que, si aludiera al argumento popular de su inexistencia, el calvario -quizá- culminaría al instante: a quién le exigiría las numerosas respuestas, con quién se desquitaría colmado de fervor. Tendrías, Guillermo, que recrear la apariencia del ‘miserable parásito’ que has engendrado como culpable de tus desdichas; pero quién soy yo para cuestionar al responsable de tu desgracia y por qué habría de impulsar la incertidumbre: acaso tus maldiciones finalizarían y, francamente, me entretiene y estremece escucharte y dominarte sin siquiera verte. Si supieras aquello, tal vez sentirías mi remota compañía. Si lo permites, podría contribuir a tu causa: tú vociferarías todo aquello que avanza y corroe tu juicio mientras yo registro -por dos o tres horas; un lapso superior sería intolerable- las ofensas; a continuación, reflexionaríamos sobre ellas y, enriquecidas y renovadas, reanudarías el discurso con injurias depuradas. Me fastidia la reproducción involuntaria e instintiva de ciertos clamores: pierden su esencia provocativa; desperdicias el ardor y el ímpetu inicial.

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Hace unas semanas recibí la visita de Luz, la administradora; preguntó, consternada -siendo una de las afectadas directas de tu alboroto-, por mi estado. La tranquilicé: mencioné -mentí- que, a mi edad, es poco lo que se escucha con claridad; agregué que, ciertamente, había descifrado algunos lamentos y, descartado el griterío, me mortificaba tu salud: las tenaces pretensiones. (No me juzgues: he fingido por pudor). Quiso explicar tu condición a través de la información proporcionada por el dueño y tu madre, lo reportado por los celadores (Rodolfo y Elias: viejos exhaustos y piadosos que al aludir a tus quejidos se persignan) y las grabaciones enviadas por diferentes vecinos. Al parecer, la única forma de comunicarse contigo es a través del citófono; desde tu llegada no has recibido visita; y, de tu apartamento, te has ausentado en contadas ocasiones. Su conjetura original -meticulosa, comprometida e investigativa- ha sido: tu acudiente -quizá tu madre-, hastiada de tu equívoco proceder, decidió confinarte y aislarte en un piso -ajeno, parco, amparado en la senilidad- propiedad de Fernando, socio suyo -cómplice coyuntural-, como medida postrera: prueba y compromiso de un cambio conductual. La conclusión la conoces: ha fallado el estudio; la condición se ha agudizado y se evidencia la resistencia a un nuevo entorno. (Luz, como yo, perteneció a la academia: docente de Biología de la Universidad Nacional por treinta y cinco años; sus dos hijos residen en el exterior: una nieta, ciudadana canadiense; viuda reciente -Boris, su esposo, murió el año pasado a causa de las secuelas de una apoplejía-; 66 años). Sospecho que tu íntima contienda ha traído distracción y recreo al edificio. La soledad ha sido marginada y, arrinconada en tu domicilio, ha brotado una frágil, ambigua y discreta compañía: una fingida incomodidad; sé que aguardan, expectantes -como yo-, el momento en que, maniático y deshecho, te des muerte.

Supongamos, Guillermo, que me reste -poco más, poco menos- un lustro de vida, quizá un decenio; son infinitas las acciones a emprender, innumerables las ambiciones. Podría -si quisiera: irreflexiva e inconsciente- saciar caprichos aleatorios: alimento, bebida, vicio, compañía; salir a la calle y adoptar un gato vagabundo, comprar o robar un perro, incluso conquistar -¿alcanzar, adquirir?- una pareja y compartir con ella este último periodo: advertir una última presión en mi mano al agonizar. Sin embargo, te he antepuesto -escucha, muchacho-: a nadie he invitado desde tu encuentro -sin importar el brevísimo contenido de ese nadie: mi sobrina, su hija y Amparo: una amiga tan anciana como yo que vive a unas cuantas cuadras-. No ha sido vergüenza, es atención: acto, en apariencia, ordinario y sencillo mas imprescindible y subvalorado en su idea estricta. He querido gritarte desde la ventana, busco tu interés mediante ruidos caseros, susurros, silbidos, aromas; disculpa: la timidez me vence. Hay condiciones inmarcesibles; hay estados que nos siguen hasta el fin de los días: quizá a ti el dolor te acose y te persiga, como un buen perro de caza, por años, meses, días: lo que te quede; sólo tú lo sabes.

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Debo reconocer que esta gresca puede constituir un espectáculo orquestado: un alarido infantil de auxilio; el no haber tenido hijos no me impide identificar un berrinche: un antojo inmaduro y párvulo. En una visita reciente, Luz -obstinada en la firme actualización de tu caso- se refirió a tu comportamiento, apacible y sobrio, al ser interrogado por la policía y los funcionarios de sanidad del distrito: estrechaste manos, respondiste preguntas con diligencia, presentaste documentos, excusaste el desorden con tu condición de incipiente inquilino y citaste, incluso, tus derechos comprometidos al proponerte -y tú declinar- un examen en el centro de salud. Accediste al paseo en ambulancia a fin de revisar tus signos vitales -inspeccionaban tu cordura y lo sabías, embustero- y regresaste a casa como el chiquillo que se ha aprovisionado de caramelos. Hubo algo peculiar en la información: tienes treinta y tres años; te suponía mayor. Si murieras a esta edad lo harías a la misma edad de Jesucristo, el hijo de tu Dios: enemigo intangible, imaginario, fantasioso; también él, su hijo -según el catecismo católico-, responsable de tus desdichas: son uno y trino -escoltados por el Espíritu Santo-. Sin duda, al comparecer el juicio final, llamarías su atención: no habría espera en la entrevista; pasarías enseguida a su despacho y, estando a su lado o delante, podrías demandar las respuestas a tantísimas preguntas ignoradas en tierra.

Alteraste mis hábitos: la fascinación y el encanto de la música y la literatura -acompañantes frecuentes y absolutas- fue enterrado inesperadamente por tu vorágine: al excluir y purgar las blasfemias pueriles he hallado líneas sórdidamente seductoras, deliciosas. Despierto y me conduce el instinto: enciendo el audífono y preparo café; tomo asiento en la silla contigua a la ventana y atiendo tus ruidos matutinos: me satisface tu existencia, tu distante compañía. Me asomo al escuchar el discurrir de tu ventana y veo tu taza de café descansando en el vierteaguas -tragando la mugre y el polvo- y, tras diez o quince minutos, tu mano -grande, velluda, descarnada- atrapa el pocillo con el líquido frío y corrupto. Abro la ventana del baño y tomo la ducha diaria; el agua corre por mi cuerpo y estoy atenta al resueno de tu voz en la estructura de concreto, los metales, los vidrios. Ignoro si el silencio responde a la siesta o a la pausa; si te recuestas perplejo en el colchón repugnante y raído y te abandonas; si te irgues, elevas tus brazos y presionas tus dedos contra la cubierta, rozándome; si te encierras en el baño; si te ejercitas; si comes. Habiéndome vestido, me sirvo una copa de brandy y espero tu presentación: el despliegue de una muestra inédita; recorro el espacio: ojeo títulos y nombres en lomos y portadas, paso mi dedo por las hojas de las plantas, desplazo objetos ridículos hasta descubrir un sonido cualquiera y sé que estás ahí, custodiando el energúmeno aliento. 

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Dudo que haya persona más interesada en ti: los demás, probablemente, estén tan hartos de tu comportamiento que han hallado el modo de ignorarte: desdeñan tus súplicas y aguantan -minuto a minuto, rebasando cuentas de rosario- el surgimiento de tus bostezos, la merma de tus sollozos, la manifestación de tu sueño -principio de serenidad- tras tanto implorar; han adiestrado la postura de rechazo con sus mocosos malcriados repitiendo  -diariamente, frustrados y rendidos- el conocido: ‘Ya dormirá, ya comerá’. Acaso eso ha resuelto tu madre, acaso tu porvenir no le concierne. Luz me enseñó una fotografía suya: lozana, atractiva, rubia, pareciera una mujer acomodada; en la imagen rodea a un hombre guapo y refinado que besa su mejilla risueña y, una niña de unos diez años, sonríe envuelta entre los brazos de la pareja. Harás parte de una vida pasada, Guillermo. Ahí estás otra vez: te ha delatado la persistente tos seca. Es mi deber aconsejarte: inclínate por una muerte repentina y no por una gradual a causa de la enfermedad. Aunque quizá eso deseas: ’Cualquier mínima incomodidad es buena para mí, Dios’, has exclamado una de estas noches. Acaso precises la fragilidad para estimar la fortaleza: doliente y miserable le hallarás gusto a la respiración pacífica y al vigor juvenil. 

Dos niñas vigilan el paisaje en un edificio próximo: señalan árboles, saludan aves, llaman transeúntes. ¿Te habrán visto? Ciertamente han advertido tus movimientos: tu paso lento y cíclico, tus golpes a los muros, los puñetazos autoinfligidos, el rumor de tus disertaciones. Se han encontrado nuestras miradas: sorprendidas ríen en secreto; me saludan: levanto mi copa y brindo a la distancia. Lanzan una sábana por la ventana de su habitación -su camarote y el vidrio están adornados con serpentinas y banderolas coloridas-, la recogen y vuelven a arrojarla. ¿Las ves? Quizá estés tomando uno de tus regulares descansos. Agitan nuevamente sus manos mas esta vez las ignoro; deciden remedarme: deforman sus rostros infantiles con sus frescas manos, usan la extensa sábana sobre sus hombros y renquean. Me río y ellas lo notan: tiran la tela al suelo y sonríen hipócritas. Descubren su torso: exponen sus pechos desnudos: cándidos, inmaduros. Cubro mi rostro y alzo mi copa entreabriendo mis dedos: una de ellas se aparta y, al regresar, trae consigo dos vasos plásticos: los chocan y beben el líquido ficticio. Al apartar mi mano se dispersan. Me levanto y me sirvo una nueva copa de brandy, Guillermo. ¿Quién brindará por tu vida? Celebrarán tu partida indudablemente: según Luz, los del primer piso no han dormido en noches. En la última llamada tu madre ha dicho que sea Luz quien te entregue -la que hunda y retuerza la navaja- a la policía o a la entidad correspondiente. ‘Se encuentra en otra ciudad; imposible el desplazamiento’ ha mencionado su asistente en un mensaje posterior.

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Pienso en Fernando: su apartamento estuvo más de dos años desocupado; le habrá servido, a él y tu madre, la transacción. Naturalmente lo conoces o, más bien, él sabrá de ti: estaría al tanto de tu -empleemos el eufemismo- improcedencia. Le propongo -plantea Lucía- que me arriende el apartamento a mí: yo responderé legalmente por el inmueble mas no viviré en él, lo hará mi hijo Guillermo. ¿Su hijo? -inquiere Fernando-, ¿no es él el del -selección cortés- … comportamiento excéntrico?. El mismo -afirma Lucía enterrando la vergüenza: dispuesta a concretar el negocio-, me ha dicho que lleva más de dos años vacío. Fernando duda: se soba el mentón, cruza los brazos sobre su pecho. Lucía estruja la presa: ¿Le funciona, Fernando?. Hecho -confirma desfalleciente: lidiando con el anzuelo- pero qué haríamos -alude- con los vecinos en caso de… debo catorce meses de administración: no me estiman. Lucía estrecha la mano de Fernando: No se preocupe por eso, yo me encargo de dilatar el proceso el tiempo que sea necesario; es más: pagaré tres meses por adelantado. Y así habrá quedado zanjada tu residencia, Guillermo. Tal vez yo habría actuado de la misma manera; no lo sé. Te comercian y desplazan como un trasto viejo del cual no logran deshacerse: eres su cruz, su afección crónica, su lesión sangrante e irremediable. Pero de nuevo: quién soy yo para juzgar si apenas te conozco. 

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Hace unos días cumplí ochenta y tres años; mi sobrina y su hija anhelaban celebrar el aniversario a mi lado: mencioné una invitación -desde luego ficticia- realizada por Amparo, semanas atrás, a una hacienda propiedad de su hijo Manuel en San Francisco. Expliqué -cubriendo cualquier noble interpelación- que él pasaría por nosotras; y, para el día de mi cumpleaños, su esposa y Amparo, habían preparado una serie de actividades y reservado una mesa en un famoso restaurante del pueblo para la cena. Prometí enviarles imágenes y lamenté, al concluir la llamada, no haber avisado del plan con antelación. Ese día, Guillermo, recibí llamadas de las personas próximas -ya sabes: Amparo, Luz, mi sobrina y su hija; inventé en cada llamada una historia distinta-, de algunos de los músicos con los que alguna vez toqué -los otros han muerto- y de varios alumnos que guardaron mi número tras el forzado retiro de la facultad. Esperé tu presentación el día entero y fue la excepción quien acudió: evoqué tus gritos y golpes; te supuse dormido, imaginé tus pasos suaves, las caricias fisonómicas, la fricción de tus yemas por tus sienes. Intuía tu deambulación por el espacio y eso me alegraba, me entusiasmaba tu cercanía, tu silente compañía escoltando mi celebración. Te acompañé y fue este el mayor obsequio: ofrecerme y verme favorecida por la quietud, me vi poseída por el amparo.

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He conmemorado la muerte de mi padre escuchando las Sinfonías n.° 4, n.° 5 y n° 6 de Franz Schubert -su compositor predilecto- a lo largo del día. No recuerdo haber generado, a él o a mi madre, disgusto mayor en sus años de vida: no me atreví a llevarles la contraria o a actuar de manera inadecuada por un género de pena: un manto de imperturbabilidad pesarosa los cobijaba y los reveló siempre como especies frágiles. Atravesaron el dolor, y la congoja los marcó perpetuamente: cargaban una cicatriz diminuta en su puente nasal que se acentuaba en los momentos de alegría; su rictus exhibía su aliento identitario: el abatimiento y la dificultad; y, la gravedad de sus párpados, los sepultaba: se percibía sin esfuerzo su fatiga. En su estado me habría dado muerte bebiendo un vaso de veneno -purgando y aliviando mi espíritu- en el destierro, como Stefan Zweig y Charlotte Altmann.

En el 44 fueron encerrados en el Hotel Sabaneta, ubicado en el municipio de Fusagasugá, Cundinamarca -y, en su momento-, campo de concentración asignado por el gobierno colombiano -tras el hundimiento de una embarcación en el Caribe- a los residentes del eje nazi-japonés en el país. Mi padre fue considerado simpatizante sin serlo: integró la resistencia austriaca contra la invasión alemana y, tras ser amenazado de muerte en el 38, decide con su esposa y su hija de brazos, migrar del país a una nación incierta y, conocida por él -única y escasamente-, en su ámbito musical. Obtuvo una subvención en la Universidad de Salzburgo, gracias a un colega suyo, y partió.

Quizá porque en sus documentos se encontraba este estrecho vínculo institucional se estimó su inclinación. Mi padre mencionó, en varias ocasiones, que fue incluido en las listas negras por academias del interior fastidiadas con su presencia en el territorio y no precisamente por una clasificación estatal. Resolvieron -sin anhelo- residir en el país: al concluir la guerra y obtener su posterior liberación ignoraban si había país al cual regresar; asimismo, el gobierno colombiano había confiscado sus recursos económicos: disponían exclusivamente de sus cuerpos. (Así pues, Guillermo, tú y yo hemos sido marcados por la reclusión y el estigma, y, los dos, por disposición unilateral. Sin embargo, no puedo equiparar nuestras infancias, ¿o quizá sí?). Mi padre continuamente veló nuestra procedencia: despreciaba el vínculo con el eje y la guerra, el alemán se habló únicamente en la intimidad del hogar. Acaso por este motivo -por la necesidad de regresar a través de alusiones a un espacio que jamás volvería a pisar- insistió y estimulo nuestros estudios musicales: el de mi hermano -nacido en Colombia seis años después de su llegada- y el mío. Concluido el cautiverio no volvió a tocar una tecla de piano: habrá sido un temor inconsciente o la temprana artritis originada, según él, por la zozobra del campo.

Nadie lo sabrá; murió joven y mamá fue tras él un año después. Se amaban como se quiere en la adversidad: veraces y diáfanos; jamás conocí vínculo similar. En absoluto su relación pendía de nuestra existencia -como tanto sucede en la actualidad-, fundidos toleraban la desdicha y la limitada fortuna: un abrazo abrasado. En la adultez, tanteando una relación análoga, creé barreras y obstáculos, dejé y fui abandonada; me arraigué sin remordimiento a la música. Tanto quise el arte, y tanto más me excité, enamoré y seduje que, décadas más tarde, asistí a las diferentes citas médicas y el diagnóstico del reumatólogo, ginecólogo y neurólogo fue este y aquel; y así sin más, continué: me distraje, aplacé y olvidé. Hasta el día en que el medicamento, las terapias y las cirugías fueron inútiles. La distancia fue la constante única: fluctuante e incendiaria. Mis manos, gradualmente, se atrofiaron; vendí el piano, renuncié bruscamente a la facultad y me retiré de los escenarios.

No me faltó el amor, Guillermo. No obstante, desde cierta edad, las únicas parejas amenas y disponibles son hombres y mujeres que atraviesan el divorcio o la separación; personas, en muchos casos, estancadas, laceradas, deslucidas. Dejé de comunicarme con mi hermano al establecerse en Salzburgo. (Súbitamente decidió largarse en busca de una vida europea ventajosa. ¿Qué pretendía? Le bastó con cepillar los inodoros austriacos). Su hija decidió regresar, embarazada de un Münchner, que desapareció tras conocer la condición. Sé que él, mi hermano, está atento y de vez en cuando sé de su suerte por mi sobrina. Quiere morir en Austria, donde papá quiso y no pudo.

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Me gusta la ciudad: sé de la ilimitada corrupción -manantial y abastecimiento de perversión- mas le guardo estima por haberme proporcionado todo lo que poseo; es un patrimonio modesto pero no preciso mucho más. Si algo pudiera modificar sería su clima: me fatiga por temporadas, aún más a mi edad; ignoro si notas el desequilibrio: cinco de los siete días de la semana pasada fueron soleados, los otros dos lluviosos; ayer y hoy ha persistido la llovizna matutina -afilada e irritante- arruinando mi ánimo, tumbándome en cama. Sé que la disfrutas, te regocija: he visto, por la ventana del cuarto -oculta en la cortina-, tu cuerpo empapado y poseído por el júbilo, brincando en el agua que se estanca en tu pequeña terraza; quizá plácido y nadie lo note. Acaso no eres ser de este mundo: has caído por accidente a un territorio hostil, a una urbe mugrienta e inflexible con los de tu orden. Desearía observar tus gestos pero la dolencia me postra: las articulaciones se ciñen a los huesos, triunfan sobre mi empeño y debo volver a cama. Escucho distante tus alaridos: quizá lloras contra un poder arbitrario y exiges lo propio, reclamas aquello que se te ha arrebatado; tu condición corresponde al disgusto y la irreverencia, muele y calcina la sumisión. ¿Quién puede exigir un comportamiento apropiado, quién decreta lo adecuado? Acaso tus familiares y los míos, los residentes y la ciudadanía, transiten en el desacierto, y seas tú un hombre libre, emancipado. 

La lluvia me ha arrullado y, al despertar, he hallado la retirada; espero no hayas muerto. Me atemoriza tu silencio; desconfío de él así como se teme del sigilo de los niños inquietos y los cachorros. Su inusual discreción suscita la preocupación: se presiente el desarrollo del suceso en un terreno oculto y, en busca del maleante, se descubren los vestigios de la fechoría. Me perturba no advertir tu presencia: el café, los movimientos y sonidos de los trastos en la cocina, la apertura de las ventanas. Son las tres de la tarde y no sé nada de ti. ¿Habrás salido de casa? Escucho un estruendo en el pasillo: pasos suaves, rasguños, ladridos. Es Beatriz, mi vecina: ha normalizado el portazo; pareciera que lo propinara de puro gusto, como si aquel golpe seco garantizara la protección de su vivienda. La certeza del sonido; hay personas que necesitan callar sus silentes y cautelosos demonios con el ruido. Aún hoy, Guillermo, recordando acciones que me atormentan, tarareo canciones, silbo, canto; las callo: mi juicio se impone sobre ellas, las aplasta a través de la materia. A mí también me corroen los remordimientos pero el tiempo instruye el valor y el peso de la resignación: la utilidad de la indiferencia, la realización de lo ejecutable; el resto poco importa.

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He escuchado la voz de una mujer. Qué risueño estás, Guillermo. Escucho tu risa y las palabras amorosas que pronuncias. Será la fuente de tu silencio. Me he acercado a la ventana del baño y he visto tu dorso: usas una camisa, llevas el pelo recogido y pareciera que has ordenado el espacio. Qué hombre más caprichoso: de haber sabido que el motivo de tu pataleta era una discusión amorosa habría llamado, yo también, a la policía. Pobre mujer la que tienes de madre; pero si eres un niño, un ser antojadizo y lamentable. Los gritos han desaparecido, el volumen es el apropiado y ahora sólo se oye el gozo. Escucho también su risa: joven, franca, agradable. Por vez primera la comida no se ha quemado y de la cocina emerge un olor aceptable. Trato de escucharlos pero la voz es baja: únicamente advierto la dicha confidente de los amantes. Escucho los rumores de la satisfacción, tus gemidos placenteros, la fusión de los silencios, la disminución gradual de tu respiración. Anhelo la turbación de tu espíritu. He sido engañada, el edificio entero sufrió tu estafa: cuánto se detuvo y cambió para los residentes, y tú has decidido simplemente callarte. Y todo lo creado: las preguntas formuladas, las pesquisas de tus dolencias, las conclusiones y el drama, tu madre, la policía y la sanidad, todo ha sido derrotado por un encuentro repentino. Todo por amor.

He pasado la noche entera esperando el enfado; dormí poco. Algunos sonidos matutinos emergen cautelosos. Luz y los vecinos deben estar dichosos: las súplicas han sido abolidas. Has decidido, unilateralmente, abandonarme: todo abandono es semejante; pocas son las veces en que se produce un distanciamiento recíproco. No estaré para ti si decides regresar, he suprimido el auxilio, mis sentidos se han sellado. El día es soleado y el frío se ha detenido, por un momento el calor atrapa la ciudad y la sumerge. 

¿Eres tú, has decidido regresar? Son tus gritos, tus aullidos agudos. Ven: regresa. No debiste haberte ido nunca. Estando a tu lado pensaré en tu castigo. Espérame que hoy sí te hablaré: del sofá a la ventana hay una distancia abismal. No desesperes, cariño. ¿Dónde te has metido? Tu ventana permanece cerrada, ábreme que te he escuchado hace un minuto. En la cocina tampoco estás. Guillermo, Guillermo, Guillermo. Despierta, Guillermo. Mira, por favor: una de las niñas se ha resbalado por la sábana. Ayuda a su hermana Guillermo: sus manos…sus manos se rozan. Haz algo, Guillermo. Se resbala, se suelta. Caerá a la calle y morirá. ¡Corre, querido! ¿Por qué nadie las auxilia? Despierta, Guillermo. Despierta que se cae, despierta que morirá. Le he gritado que se quede quieta pero no me escucha, quiere ir detrás de su hermana. ¡Quédate ahí, permanece ahí! ¿Eres tú, Guillermo? Eres tú al que abre la puerta, dime que eres tú quien la salvará. ¿Eres tú? Eres tú, eres tú.