CUESTA

(Tercera parte - Tríptico Peregrinaciones)

Me ha preguntado el porqué auguré una muerte temprana; le respondo: ¿acaso no me ha rastreado desde antaño?

Estando yo de niño -tendría unos dieciséis o diecisiete años- vital y enérgico, sin malestar ni afección previa, cruzo corriendo la plaza central del pueblo, apresurado por llegar a la escuela; giro mi cuerpo -conservando la velocidad- pues percibo la caída de uno de mis libros al suelo, inspecciono deprisa el maletín y, al regresar la mirada, me tropiezo y caigo. Trato de levantarme, y lo consigo, mas mi cuerpo se desploma: una fracción permanece inmóvil, paralizada; trato de erguirme usando la porción lúcida, me derrumbo como un trozo de tela, golpeo el suelo como el bastón que se resbala entre las manos del abuelo. Me arrastro en el suelo extinguiendo mi último impulso, mi rostro sacude la tierra; grito y suplico auxilio, de mi garganta mana saliva y balbuceo. Íngrimo y detenido, con mis labios manchados de polvo, permanezco varios minutos -¿cuántos? lo desconozco: quizá sesenta, noventa, cien-; allí yazco. Hombres y mujeres se acercan y me inspeccionan curiosos, se despiden risueños o abrumados; creen, quizá, que estoy borracho: he perdido el equilibrio y la consciencia por la perra en la que ando, reposo en la superficie. 

Mi aliento sopla el polvo y percibo la periferia a través de mis oídos; mis ojos permanecen cerrados -arden al desnudarlos- y los descubro, exclusivamente, al advertir la cercanía de los individuos: agito mis párpados llamando su atención; me ignoran: aluden mi desfachatez. Mateo Caballero -viejo menudo, espigado y recio; conocido de mi papá- se aproxima y me patea suavemente; nota mi inercia y gira mi cuerpo. Me zarandea buscando actividad corporal; es poco lo que puedo manifestar: mis movimientos son torpes, abro los ojos espantado y gimo como el animal al que se le ha acuchillado el pescuezo, soy el cerdo agonizante que declara sus últimos deseos. Me carga en su hombro; hay sujetos que se sorprenden y se persignan, otros desdeñan la condición (ciertamente, por aquellos tiempos -y aún hoy-, había y hay hombres que se derrumban a pleno rayo de sol, descansan en el empedrado y esperan su redención); exigen mi escarnio público: me apenan -reflexiono, mientras Mateo Caballero me carga en su hombro-, no logran ver la baba que se desliza por mi boca y se escurre a cada paso de mi benefactor. Me acarrea hasta la finca de mi papá; los carros mantienen su velocidad y sus pasajeros nos estudian como objetos extraños y misteriosos en el sendero. Don Mateo entretiene mi juicio insistiendo nuestro arribo próximo: ‘Ya estamos cerca, ya vamos a llegar’.

El golpe de la cerca me aviva; discierno la voz áspera de Mateo Caballero: llama a mi papá que minutos después emerge entre la maleza, cauto y sereno, y le pregunta por lo sucedido limpiándose las manos con la camisa e invitándolo a pasar. El viejo le cuenta lo visto, y lo que, indudablemente, le habrán contado de mi accidente; por petición de mi padre me deja en la cama y se despiden: al salir del cuarto regresa su mirada, me examina y se persigna, le pide a mi papá que lo tenga al tanto de mi restitución, mi presunta recuperación. 

Tendido, mi papá se arrima a mi boca y a mi pecho: me huele, me olfatea como un perro, pensando él también, que estoy ebrio y por eso mi inconsciente estado. Se retira y consulta mi silencio, pregunta por lo ocurrido y yo muevo mis párpados y le confirmo la versión de Mateo Caballero: me he caído. Sale de la pieza, sin haberme escuchado, y regresa con una biblia en su sobaco -la única que recuerdo: más pequeña que un cuaderno y custodiada por una funda negra de cuero- y un trapo en la mano; me limpia la cara y parte el libro. Espera. (Tiempo después le pregunté lo que aguardaba; me contestó, impasible, que confiaba en mi recuperación súbita: si mi cuerpo repentinamente había caído, de esa misma manera tendría que levantarse, aliviarse). Permanezco en la cama vigilando su plácida e indolente lectura hasta la llegada de una de mis hermanas -ignoro cuál de ellas recibió la labor; mi papá se refería a todas con el mismo apelativo-; le solicita, exigiendo silencio y reserva, la preparación inmediata de una sopa empleando los vegetales disponibles y un pedazo de carne desmenuzada. Prosigue su lectura por unos veinte minutos y la interrumpe, nuevamente, para preguntar por el progreso del caldo; ante la disculpa por el retraso, se levanta de la silla y regresa con una jarra donde ha confinado el alimento. Suministra la receta por tres jornadas consecutivas: día, tarde y noche recibo la misma prescripción; su intermitente compañía adquiere un hábito: me acostumbro a verlo al amanecer mientras toma un café y me observa, luego calienta el caldo y dota a mi organismo de energía, limpia mis extremidades y lee su libro -me inclino a una dependencia equivalente: no concibo su figura exenta del tomo y la obra pareciera vacua sin él-; me abandona por unas horas y regresa a proveer nuevamente el sustento; se separa a las cinco de la tarde, reza por una hora en su cuarto y retorna a la silla puntualmente a las seis. Estoy petrificado: evalúo mi condición, la perpetuación de mi estado.

Al tercer día, mi papá surte mi cena y duerme en la misma silla que ha venido usando los días anteriores: el libro se mantiene abierto en su regazo, sus brazos caen a cada costado y se hunden insoportables. Es entonces cuando vuelve a exhibirse -emerge como una ráfaga nebulosa entre las tinieblas- una figura larga e insondable que me vela. Se sienta a mi lado y pasa sus frígidos y largos dedos -helados como hierros abandonados en la penumbra- por mi pelo, por mis párpados, acaricia mis pómulos con el revés de sus ramificaciones. Absorto, la ignoro: miro el cielo de la casa y la desdeño, rezo el Trisagio advirtiendo con el rabillo del ojo sus movimientos aleatorios alrededor del cuarto. Impávido, la reto, la interrogo: me lleva o me espera; rechaza mis preguntas: levanta su jeta informe y me imita. Le exijo una respuesta; entonces regresa a mí y me mima, silenciosa, se divierte: astuta y maliciosa. La insulto y busco el contraataque: examino el movimiento de mis brazos para lanzar lo primero que encuentro; es inútil. Le imploro que me arrastre si éste es mi fatal destino; Me resta la vida, sugiero. Lee mi cuerpo. Percibo actividad: mi papá abre sus ojos, se levanta y se arrodilla dejando la biblia en el borde del catre; escucho sus susurros, levanta su endurecido rostro y la contempla con aversión. Ora y pasa su mano por mi brazo, me consiente como nunca antes lo había hecho; ¿se despide o me aplaca? 

Parece molesta: deambula rauda por la habitación; agita sus brazos enfadada. Se acomoda entre mis piernas y nos acecha; clavamos nuestra mirada -inalterable y valerosa- en su silueta. Mi papá se santigua, me persigna y sale de la pieza desamparando su ejemplar; regresa con su escopeta. Se sienta en la silla y se lleva el cañón a la boca, reza el Réquiem Responsorium mientras me agarra la mano con fuerza y siento su palma dura y fresca como el mármol. Corre el seguro y cierra los ojos, yo también lo hago; preparo mi entierro. Mi padre soba mi hombro, la escopeta cae al suelo; palpa mi pecho, lo recorre en círculos, y extrae dos cartuchos del bolsillo de su pantalón. Su rictus se extiende. Duermo por tres días y me despierto, repentinamente, un 19 de enero como si nada hubiera pasado. 

***


Mi papá fue el primero en ver el descomunal cuerpo de Augusto Navas reventado en la sala de su casa; llamó al médico y éste le confirmó su muerte fulminante. Qué absurdo que haya sido él el primero en enterarse: el pueblo debió retumbar con su caída; si estuviera vivo -ignoro si está absolutamente muerto- podrían comparar mi altura y mi anchura con la suya: rebasaría mi cabeza treinta o cuarenta centímetros y dos cuerpos míos se aproximarían a su vastedad; así de inmenso era. Mi papá regreso a la casa, se cambió de ropa -usó uno de los dos vestidos que poseía- y exigió mi compañía. En la iglesia me enteré de lo ocurrido: mi papá se acercó a la sacristía, conversó con el sacerdote -que desconocía el acontecimiento- y programaron la ceremonia. Fuimos a su casa y escogimos el traje póstumo. Augusto era viudo -circunstancia que mi papá agradecía; en cada uno de los encuentros con el alcalde lo esperaba a la entrada del despacho y, a su salida, escuchaba una y otra vez: ‘Que en paz descanse, Rosita’,’Pobre, Rosita’, ‘Era una santa Rosita’- y sus hijos vivían en Bogotá. Cargué el vestido hasta la funeraria -un negocio minúsculo desprovisto de ataúdes- y seleccionamos, entre unos pocos, el más apropiado para el muerto. Los operarios de la funeraria -primos de mi papá- permitieron nuestra entrada y permanencia; mientras ellos lo sostenían, él lo vestía y yo le entregaba las prendas requeridas. Imaginen cuán grande era el saco de su vestido: tres veces mi papá me golpeó por arrastrarlo.

Ajustamos el cuerpo al tamaño del ataúd: se encaramaron sus brazos en su inmenso vientre, la desmedida pierna derecha escondió a su melliza y la caja la cerraron a presión. Lo vi y toqué -el primer muerto contemplado-: tenté sus manos y su rostro; su pómulo izquierdo superaba mi palma. En la reducida iglesia se ofició la misa rebosante de feligreses: acaso, la multitudinaria asistencia, deseaba constatar su defunción, verlo al fin muerto. Mi papá lo apreciaba -eran amigos de infancia- pero reconocía su bellaquería. El sepulturero removía la tierra resuelto y tarareaba un vallenato -¿La caja negra?- mientras despejaba su tumba. Mi papá era su único amigo, mas él mismo -mientras descendían el ataúd- mencionó entre susurros: ‘Menos mal se murió o lo habrían matado un día de estos’. Estuve el día que enterraron a Augusto Navas, el alcalde, y lo vi muerto como un vil perro.

Vivíamos a un kilómetro del pueblo en un pedazo de tierra insignificante que mi papá había modelado con los años. Día a día caminaba el mismo sendero en dirección a la escuela: recorría la ruta examinando su estado, los habitantes de las cercanías y sus transeúntes. A unos metros de nuestro terreno sobrevivían los Cleves, una familia también mísera; Roberto, el hijo menor, solía acompañarme en estos recorridos (a él le confié los eventos posteriores de la muerte del alcalde; al narrarlos preguntó -atónito- el porqué mi papá me habría llevado a presenciar esas situaciones; le contesté que no lo sabía, y esa era la verdad: aquello sólo se le habría ocurrido a él, el morbo lo había vencido: le apetecía observar mi comportamiento, las señales de mi cuerpo). 

En uno de esos trayectos sucedió. Regresábamos de la escuela en silencio, pateando las piedras, transportando la misma roca por tramos sofocantes -cuántas veces el tedio y el cansancio son más llevaderos gracias a la compañía silente-. A la distancia detecté un perfil exótico: una figura lenta y oscilante, enorme como un toro; avanzaba serena, sin rumbo. Roberto levantó su mirada y la advirtió; la señalé y mencioné la similitud de la silueta con el difunto alcalde. Lentamente nos acercamos a ella -¿habrá permitido nuestra inmediación?- y gradualmente la imagen se personificó: su forma se alteró y adquirió nuevos atributos, proporciones. Aceleramos nuestro paso; fuimos tras él pero diez zancadas nuestras lo desplazaban cien a él.  Me fijaba en Roberto que palidecía y se detenía en contra de su voluntad: agotado, impotente. La pesada figura arrastraba la tierra y el saco que cargaba en su hombro serpenteaba; el bochorno me hundía y el sol quebraba el suelo. El viento soplaba su pelo y yo corría tras Augusto Navas que volvía su mirada para verme y sonreír con esos labios gruesos e inmensos anclados a su rostro, se sorprendía hipócrita y continuaba ambulante, airoso; el alcalde enorme como un toro se apartaba veloz sin poder alcanzarlo, blandía su mano y escupía para luego limpiarse con la manga de su camisa los restos de baba en su boca. Se suspendió, viró su cuerpo una vez más, su vista recorrió el paisaje y la tierra se lo tragó: semejante a la desaparición de un cuerpo al caer a un río, al desvanecimiento repentino de la forma tras hundirse en el abismo. Me detuve al verlo desaparecer y busqué a Roberto que se derrumbó exhausto al alcanzarme; arrodillado preguntó por el hombre y nuevamente no supe qué decirle: extendí mis brazos y me senté a su lado. Permanecimos callados refiriéndonos en el mutismo a un episodio que debía ser censurado, olvidado, apartado de nuestra memoria. 

Cuando llegué a la finca me encerré en el cuarto e hice mis tareas, o salí a trabajar, no lo recuerdo bien; esperé a mi papá y, cuando llegó, salí a la cerca a contarle lo que había sucedido. Me miró de lado y respondió: ‘Bien, Está bien’. Era mi cómplice. Ahora me preguntan, si por esos años, a alguien más se lo decía: nunca lo hice, siempre lo callé. Comencé a narrar todos estos sucesos por Nubia Manrique, una señora con la que trabajé en el Terminal de transporte vendiendo los pasajes de buses; en la noche, cuando fumábamos, me contaba lo que a ella le había pasado, y ahí solté la lengua y no la volví a agarrar. A los Cleves los amenazaron y se mudaron a Lebrija dos o tres años después, nunca más los volví a ver.


***


Lo escuchaba sujeto al temor y la admiración. Sentado a su lado, observando la seriedad con la que repetía cada una de las frases, con fuerza y determinación, mientras algunos oían, otros atendían y unos pocos interrogaban. Aquel narrador ejercía su oficio elevando su figura e interpretando cada una de las escenas; lo hacía bien, indudablemente. Adquirió el vicio: la satisfacción de relatar una historia e impactar al interlocutor. Entonces me alejaba y pensaba que aquel don era transmitido, hereditario: la magia heredada; caminaba por la vereda pensando en cada uno de los elementos que veía: los árboles, las plantas, los perros, el río y pensaba en el cambio súbito de sus colores, de sus formas; creía firmemente que el mundo giraba a través de ese misticismo y se transformaba al verme recorrerlo en soledad: en el único momento en que podría mostrarse ante mí de la manera adecuada.

Figuras se presentaban y se desvanecían: animales colosales y violentos, almas atormentadas e ignoradas. Describía cada una de estas estructuras con seguridad, sensato, con el detalle preciso con el que uno podría describir un suceso ocurrido el día anterior. Al contrario, sentía pavor cuando años después advertía sus cambios súbitos de ánimo: arrodillado en casa, susurrando oraciones, llorando y golpeando su pecho, dirigiendo su mirada al cielo y girando un poco su cabeza pidiendo un poco de piedad, sugiriendo una prórroga, una espera. Al distinguirme, tan pronto subía las escaleras, callaba: se persignaba y se levantaba para saludarme, sonreía sereno, cómico, como si acabara de colgar una llamada secreta que hiciera parte de un juego, semejante al actor que representa un papel y lo interrumpe al escuchar el corte repentino. Yo lo repasaba y reía -nervioso y turbado-, me alejaba de él o devolvía apresurado su saludo, incómodo y torpe, evitando la posible aclaración de su proceder: una explicación inconclusa que había escuchado cientos de veces y no me generaba más que una modesta irritación y un fastidio incomprensible. Y creo que él, mi narrador, se entristecía por no poder aclarar su ánimo variable; esperaba el instante indicado para hacerlo -una oportunidad que se alejaba diariamente-, el momento de describir lo que estaba padeciendo. Meses después me contaría anécdotas aisladas, distantes de sus proezas, próximas a su declive; sucesos cotidianos que juzgaba insignificantes, pasajeros. Las historias de infancia y los relatos de su adultez sucumbieron; fueron reemplazados por la gran hazaña de pasear unas cuántas calles con lucidez. 

Su ánimo mudó, así como su caminar y la forma de narrar: la antigua seguridad férrea ahora era una lucha personal; como si la timidez y la inseguridad lo golpearan y le recordaran que no era el mismo de antes, que había caído. El público requería al actor de antaño, su ímpetu; los espectadores adoran a los viejos que renacen o las jóvenes promesas: nadie quiere ver al cómico desfalleciente olvidando sus líneas y confundiéndose en el escenario. Libraba un combate interno con su postura: su mirada le pertenecía al suelo, sus pasos se habían apoderado de su frente y sus manos se aferraban a su espalda obligando la curvatura de su postura; su lomo se resistía físicamente mas sus juicios místicos lo rendían. Sus extremidades lo doblegaban, su cabeza lo poseía y el hastío lo absorbía; ya no era una bestia indomable rebosante de alegría sino un joven hombre que paseaba sin rumbo lleno de vejez, conversando con figuras cautivadoras seduciendo su desaparición; desde su infancia permanecieron impacientes por su reunión.