SUSURRA EL MAR

No sé qué será de la vida de Hernán cuando yo muera. Junto a mí ha permanecido los últimos cincuenta años. Antes de eso, mi madre se ocupó de él. Mi padre levantaba la casa: salía al amanecer, llegaba al borde de la noche; los hombres del campo no están acostumbrados a cuidar a sus hijos. Una boca que consume y no trabaja, es un estorbo. He sacado ventaja: la leña, la cocina, la limpieza, los recados en la tienda. Cuando me siento cansada, él da el aviso: sabe a quiénes estoy dispuesta a recibir -mueve el brazo, con el dedo pulgar levantado sobre su nuca, señalando la puerta- y a quiénes no. Pero, es verdad también, que a veces olvida las instrucciones. Dicen que salió así por el Mal del Bobo: cuando nació, esa epidemia arrasó toda la vereda. Los niños nacían alentados, de repente, no volvían a pronunciar palabra. Vinieron médicos a analizarlos: les miraban la boca y las tripas, se iban y volvían al cabo de uno o dos meses a hacer exactamente lo mismo. Nadie quiso averiguar. Hubo muchos rumores: hablaban del clima, de una peste, del mismísimo diablo. Yo creo que fue la guerra: un castigo por los cuerpos que se encontraban al filo del camino, uno sobre otro, días enteros. Dios confundido: castigando a varones inocentes. Lo mismo les daba: si había uno defectuoso, otro más tenían; preñaban mujeres como vagones de tren: uno detrás de otro, diez años con el ombligo hinchado. A mí los hombres no se me acercaron, sabían que, por ser la menor, Hernán pasaría a mi cuidado o yo me ocuparía de él, lo mismo da.

Mi madre nunca quiso que fuera un lastre. Lo obligó a aprender lo mínimo: levantarse, comer, ir al baño; lo básico lo tiene. No puede tratársele como a un hombre, es un niño, o más bien un animal; parecido a un perro, o más cercano a un gato: anda por la vereda -no sé bien a dónde va, ha dejado de importarme- y regresa pasadas las horas. Los primeros años lo encontraba cerca del río, moviendo las ramas caídas de los árboles, aplastado en la yerba. Esos días fueron el infierno mismo; ha cambiado: ahora regresa con leña, con hambre y con madera, porque con los años se le ha agrandado el buche. Le dejo el plato con comida, se la come fría o caliente, es lo de menos. Ahora sólo me molestan las heladas, cada invierno más recias: no es enfermizo pero los nuevos fríos lo descomponen y, con lo viejo lo diablo: por más que lo reprenda, sigue saliendo cuando a él se le viene en gana. Todos los índigos caen en lo mismo: la presencia infinita de la lluvia sobre el pecho; la lluvia y el agua: toma horas enteras en la ducha. Cuando he entrado a ver lo que está haciendo, corro el plástico y me fijo en su mirada clavada en las baldosas, sin moverse; el chorro de agua le revienta la espalda. Todavía hay días en que debo agarrarlo y sacarlo a la fuerza. Se crea la costumbre, también uno es animal. Hay veces que permanece con los ojos entornados el día entero; si usted se fija, puede pasar un largo rato y Hernán no parpadea. Le lloran las vistas y se le inyectan en sangre. Aún hoy hay gentes que lo miran como si fuera un monstruo; puede parecer, pero en mi mirada sólo hay cariño por la criatura. No es una vida fácil: si en mis manos hubiera estado, lo habría matado hace tiempo; sólo Dios quita y da la vida. 

Cuando surgieron los casos del mal en la vereda, los cuentos comenzaron a esparcirse: decían que las criaturas se contagiaban con las lágrimas, la respiración, las mismas babas; decían también que, con el solo roce de la piel, se atravesaba la enfermedad. La gente se alejó de mi familia, mi padre debía trabajar tres veces más para vender las cosechas: se iba hasta Bogotá a ofrecer la papa porque ni en el pueblo le compraban. Nadie se me acercaba; mis hermanos se fueron a Zipaquirá y allá consiguieron mujer, las atraparon en el costal y las trajeron acá. Hay cuñadas que sólo he visto en fotos. Mis hermanos preferían evitarse líos: ni yo podía ir, ni ellos visitarnos; mucho menos si alguna muérgana estaba embarazada. Cada uno mueve el rabo como le plazca. Dicen que viven mucho más que uno, cierto será: ¿qué problema puede haber en llenarse el intestino y mojarse? Hernán es tres años mayor, a sus 71 años duerme como ninguno. Jamás ha pisado un hospital; tampoco yo he querido llevarlo: ¿si no hay quejas, para que inventarlas? Lo que sí me da curiosidad es qué le pasará por la mente: ¿cuál es la joda de andarse lavando? 

Pensando que a lo mejor era mudo pero no bruto, lo mandaron al colegio; lo devolvieron a los días: se negaba a agarrar un lápiz, a prestar atención: se sentaba en el pupitre y se le perdía la concentración en los árboles, el agua, el viento; cualquier bicho que pasara por enfrente le atrapaba la vista. Mi mamá lo adoptó en la cocina: aprendió a pelar y a cortar cuanta comida había; le enseñó a limpiar: a barrer y a lavar. Ahí se le nota el mal: pasa las manos por las ollas, los pocillos, los platos, los cubiertos, y los acaricia una y otra vez, como si al pasarlos por el agua finalmente los viera, como un ciego. Fueron pacientes en mi casa; qué no le hacían a los niños para que hablaran: las manos sobre las estufas, los látigos en las espaldas, los azotes en cada trozo de cuero. A muchos los mataron, o los dejaron morir, que es lo mismo. Yo no creo que sean brutos, hasta más vivos que uno son. En todos estos años, me he fijado en la malicia de Hernán, en sus venganzas: puros caprichos. Hay veces que persigue con la mirada a los niños de la vereda: se levanta del banco, los atrapa con los ojos y no los suelta, continúa hasta que miran al monte y entonces corre la jeta y sonríe, se limpia las babas y se sienta. Lo veo desde la ventana y hasta risa me da también a mí.

Es buena compañía. Hay tardes que lo siento a ver la televisión conmigo: le cuento las cosas que le pasan a mis hermanos, a la gente de la vereda, del pueblo. Él entiende, no es pendejo: nunca me mira, pero asiente, o hace las veces. Cuando ve noticias se le nota: que este político fue pillado en tal caso de corrupción: se pasa la mano por la cara sonriente, una y otra vez, como cuando uno se arrastra las lagañas; o también se pasa los dedos por las orejas, como si corriera la mugre para escuchar mejor lo que le están diciendo. En esos momentos sé que está acá, conmigo. Cuando llueve, abre la puerta y sale a mojarse: ve el cielo y el agua le empapa la cara. Le ha dado, últimamente, por sacar la lengua y dejar la jeta abierta hasta que caen las últimas gotas. Se entra a la casa segundos antes de que escampe, como si supiera en qué momento va a caer la primera gota y en qué momento la última. Él sabe que no me puede mojar el piso y debe cambiarse o le meto su pela: está muy viejo para andar repitiéndole todo tres veces, como antes. 

Nunca supe si se enteró de la muerte de mis padres. No le importó, o sabía que yo me haría cargo y le daba lo mismo. Lo llevé a las misas y al cementerio. Lloré mis ojos cuando murió mi madre, por ella y por mí: la vida se me acababa: de ahí en adelante Hernán estaría a mi cargo. La figura encorvada de mi hermano soplaba la ventana, llenaba de aliento los vidrios: arreciaba el aguacero. Siempre soñé con casarme, parir hijos; mi primogénita tenía nombre: Helena. Mi hermano Luis le dio ese nombre a una de sus hijas y murió de cría: a los seis años una pulmonía se la llevó al otro mundo. El desprecio que le cargaba no tenía nombre. Me llenaba de alegría verlo comer las sobras de comida que dejaba; no sé cómo sobrevivió. Seguro iba a las casas vecinas a que lo alimentaran, a que lo hospedaran cuando a mí me entraba la tirria y cerraba la puerta de la casa. Me acostaba y, mientras trataba de dormir, imaginaba una vida sin Hernán. No pensaba en matarlo, pero sí en que, por ejemplo, le diera un mal en el pecho, falleciera ligero y yo no estuviera tan vieja para empezar mi vida de ceros. La casa es mía, mi padre la dejó a mi nombre -como premio o pago por lo que se vendría-, sería buen partido para cualquier hombre, fuera por pesar o interés, no habría importado. Podía morir acompañada por cualquier inútil mantenido, pero no sola cargando una cruz. 

Habrá sido por tedio o Dios sabrá qué le dio, pero Hernán empezó a sentarse a mi lado mientras cocinaba, como hacía con mi madre, esperando las órdenes. Las únicas palabras que le dirigía, entre las muelas, eran de maltrato: insultos a su existencia. El desgraciado agarraba las cáscaras de las papas y las lanzaba al prado, justo como habría hecho con mi madre, que Dios la guarde en su gloria. Me molestaba su respiración, su presencia, entonces molía con mis pies las cáscaras que caían y luego las pateaba por el suelo; mi hermano las buscaba como un perro en busca de comida. Las recolectaba en sus manos e iba nuevamente a botarlas. Mi fastidio se transformó en dispersión: le daba órdenes como mi madre hacía y él acataba todo al pie de la letra. Si yo le decía que cortara la cebolla de tal manera, él lo hacía tal y cómo se lo pedía. A veces recordaba que, por su culpa, por su mera existencia, yo estaría eternamente soltera; entonces agarraba lo que le mandaba y lo tiraba a la basura: botando la comida, que Dios me perdone. Los maltratos a Hernán eran mi pasatiempo: pensar qué le haría día a día, buscar la forma de fastidiarlo, de hacerlo caer, se convirtió en la dicha de mi vida. Si le daba orden de lavar los platos, al rato volvía a usarlos, así no los necesitara. Cuando me fijé en lo del agua, traté de joderlo y no pude: si veía que quería salir a mojarse, lo encerraba en la casa, atrancaba cada una de las guardas. Hernán encontraba la forma de sacarme de quicio: abría los grifos del agua y se mojaba, hasta estar totalmente empapado. La ropa permanecía húmeda el tiempo que su cuerpo la secara. Mi hermano se la pasaba enfermo; a mí me daba gusto: que muriera tullido de una vez por todas. El muy canalla se recuperaba ligero, en menos de nada estaba de nuevo afuera mientras yo me enfermaba y la fiebre me postraba en cama. 

Nos acostumbramos a la presencia, a acompañarnos y vernos: no me iba a librar de él, estaría conmigo el resto de los días. Decidí entonces montar la tienda. El tiempo había pasado y, las habladurías del mal, fueron desapareciendo. La gente comenzó a comprar y a ver a Hernán como una persona ordinaria. Además, como empezamos a vender cerveza, eso atrajo hasta al cura de la vereda; éramos los únicos que vendíamos licor: no hay mal que pueda con el vicio. La gente se la pasa por horas metida aquí. Mi hermano me ayudaba con los canastos y entregaba las vueltas. Le comencé a pagar; no le daba plata directamente: la gente es mierda y, sin él poder defenderse, podrían llegar a robarlo. Le compraba ropa: una de las primeras prendas fue una ruana de plástico que usa todavía a veces; se la pedí a una doctora que venía a pasar los fines de semana acá -y luego terminó quedándose del todo en la vereda- pero vivía en la ciudad. Fue difícil porque se resistía a usarla, creo que le molestaba porque no se alcanzaba a mojar. Al primer aguacero lo dejé salir y, cuando quiso volver a entrar, le cerré la puerta y le dije a través de la reja que, si no se la ponía, iba a tener que dormir en el potrero. También le compré unos pantalones y unos zapatos, esos sí más modestos; y, de vez en cuando, le daba uno que otro peso para que viera él en qué se los gastaba. El diablo es puerco y el dinero busca el ocio: lo primero que compró -o más bien que le vendieron- fue trago. Había visto que acá en la tienda a veces le daban los cunchos de las botellas para que probara, y le gustaba -no es pendejo, se lo he dicho-, pero yo no permitía que se tomara más que unos tragos. Resulta que lo agarraron en la vereda Canadá, que queda a unas cinco rastras de acá, y me lo mandaron borracho. Había salido en la mañana, yo estaba acostumbrada a que se perdiera unas horas; el vergajo no apareció sino hasta al otro día, tuve que salir a buscarlo. Lo encontré acostado en medio del prado, durmiendo con los brazos y las piernas extendidas, con los perros acostados a su lado. Lo desperté y le di una trilla de Dios padre. Tiempo después me enteré por unos primos que, con lo que había ahorrado, compró un montón de cerveza y estuvo pegado a la botella la noche entera, hasta que lo echaron con la sonrisa inmaculada en la jeta. Salió con algunas botellas en los bolsillos y tomó hasta el amanecer. Cuando lo levanté, no se podía tener: iba de un lado a otro de la carretera. Quedó entrampado en el vicio: tuve que echarle candado a la bodega porque lo encontré varias veces tomándose las botellas del canasto. También tuve que hablar con los encargados de las otras tiendas para que no le vendieran más. Uno que otro día se emborracha, sabrá el cielo cómo; dicen que agarra a los campesinos que andan borrachos yendo a sus casas y les roba las botellas que llevan. Usted me dirá si es pendejo entonces. Cuando he salido de la vereda, lo dejo con Luis, mi hermano, pero, como no se amaña, lo dejan salir y le dan sendas palizas; en otros prados lo desconocen, no le van a aguantar la mano larga. Lo reprendí y le dije que dejara la mala maña o lo metía allá de por vida. 

Hace unos años nos fuimos a conocer el mar. Hernán no tenía papeles de nacimiento, ni registro civil. Mis padres nunca se preocuparon por eso, imagino que pensaban que se iba a morir joven. Un doctor Durán, abogado, nos ayudó a sacarle todo lo necesario y dejamos los documentos en regla para poder viajar. Ahorré por cinco años; en ese tiempo ni medias le compré. Mi hermano se quejaba por la austeridad y yo cada nada le decía que esperara. La doctora Beatriz, la misma que le había comprado la ruana, me ayudó con todo lo que necesitaba para el viaje: desde el vestido de baño hasta los tiquetes y la estadía. Nos fuimos de acá a la ciudad en la flota de un primo que nos dejó en el aeropuerto, allá la doctora nos estaba esperando; me dio las indicaciones y pasamos la seguridad. No fue fácil sentarlo en el avión: tal vez por el ruido o por la gente: en la ciudad todo el mundo se incomoda, tuve que darle un par de palmadas para que se estuviera quieto. En el aire, viendo las nubes, todo mejoró. Estuvo calmado largo rato: de viejo uno se impresiona con poco. Fue de no olvidar la cara de Hernán: estaba asustado o eso parecía, no se movía de la silla, pasmado como cuando mira el agua caer. Empezamos a descender y le señalé el mar, no sé si entendía la inmensidad y, por más que le insistiera, no hacía absolutamente nada. En el aeropuerto pasaron a buscarnos y nos llevaron al hotel; todo estaba pago. Me angustiaba eso: que me vieran la cara de imbécil y empezaran a cobrar; a Dios gracias nada pasó. El hotel quedaba al lado del mar; de aquí a la Virgen. Nos cambiamos y me lo llevé de la mano, lo sentía desorientado. Cruzamos la calle y empezó a notar que eso que yo le había mostrado desde las nubes era agua. Salió corriendo y empezó a meterse y a salirse, a verse las manos, a dejar el agua correr por sus brazos y su pecho. La cabeza me echaba humo cuando se desaparecía en el mar: hay tantas historias sobre olas que se llevan a las personas, Virgen Santísima. Entonces le gritaba para que se quedara conmigo, cerca de la arena. Él estaba en otro mundo, metido hasta el pescuezo. No se quería salir, se la pasó todo el tiempo en el mar: sentado o caminando, debía regañarlo y sacarlo a las malas. 

En la mañana se despertaba y yo, sabiendo que se podía botar hasta por la ventana para estar en el agua, le dejaba todo cerrado. Entonces me levantaba y le decía que primero desayunáramos. A veces pensaba que Hernán iba a regresar del agua y me iba a hablar, que íbamos a conversar todo lo que no habíamos podido en años. A veces pensaba en eso. También pensaba en dejarlo, abandonarlo ahí; ya somos viejos, no nos queda mucho de vida. Viendo su felicidad, un día agarré fuerzas y lo dejé, me fui al hotel sin pensar en regresar. Si Hernán quería morir en el mar quién era yo para impedírselo. Comí sola; a los dos días nos regresábamos y pensaba tomar el avión sin mi hermano. Nadie me pediría explicaciones. Dormí sabiendo que hacía lo correcto. Me acosté ligerito y pensé que era buena la vida que le había dado a mi hermano; no una perfecta, pero era lo que tenía: nadie enseña cómo se debe vivir. No cerré la puerta, ni las ventanas. Me dormí temprano, como aquí en la vereda y me levanté tarde. Al abrir los ojos lo vi acostado a mi lado. Dormía sonriente, me abrazaba dándome las gracias, o mostrando que me necesitaba ahora, después de tantos años, como el agua para vivir.