BRAZO DE REINA

Un pasillo perlado, atestado de camillas, pacientes y médicos que quiebran la asepsia, la fracturan. El galeno dirige su mirada a Grisales, le pregunta por la última vez que comió el paciente que se encuentra en este momento en la camilla, a este se le dificulta hablar: el líquido escarlata se esparce sobre el abdomen, lo aprisiona. El hombre mira el reloj que lleva en su muñeca izquierda y le responde que ha pasado una hora y cinco minutos; contesta sin prisa, con precisión, como si aquello requiriera de una exactitud extrema. Cruza los brazos sobre su pecho mientras el médico toca curioso la masa oscura que se ha creado en el estómago del enfermo; es una masa púrpura, espesa, sólida: sangre. Menciona que se debe realizar una laparotomía, su interlocutor se queda mirándolo sin entender, entonces el médico explica que deben vaciar el estómago para evitar una posible broncoaspiración; asiente entonces Grisales: Haga lo que tenga que hacer, Doctor. El paciente le pide, balbuceando, que no le raje el pecho. La camilla se mueve, se dirige al cuarto de cirugía, un espacio lleno de aguamarinas. El enfermo, o víctima, pide nuevamente que no se le raje el pecho. El doctor le explica el procedimiento mientras la máscara de oxígeno cubre la cara de David. 

Una abertura finita, un agujerito que escupe ese líquido negruzco. Previo a este agujero, había otro, un hoyo que trataba de raparle la vida: la abertura es lineal, no circular. El orificio ha sido suturado, ahora no es más que un nudo de cuero. La respiración del paciente es pausada, intermitente, asistida. El paciente es mirado con atención por su guardia; Grisales es paciente: es paciente a su vez, la paciencia también es una enfermedad. David percibe la silueta: su visión es débil, borrosa; detrás de la silueta, una ventana, la tarde. Ve barridos de píxeles azules, blancos y negros. Grisales se ha levantado, ha cruzado nuevamente los brazos sobre su pecho y lo observa con atención; David cierra los ojos.

***

En un parqués caen los dados, ruedan en el tablero. Los números de un dado, en sus caras opuestas, deben dar la sumatoria de 7. Los panaderos juegan mientras se escuchan, a lo lejos, estallidos, ráfagas de balas y gritos de dolor. Ríen por el resultado de los dados, por el resultado del azar -¿Quién se atreve a burlarse del azar?- El tablero tiene el escudo del Real Madrid en el centro. Caen los números dos y uno; no hay ni uno ni dos agujeros negros que marquen esta puntuación, un ojo y dos líneas en forma de navajas señalan este puntaje. Ese mismo fue el marcador por el que perdieron el partido de fútbol que jugaron hace unos días, el lanzador de los dados falló un penalti; por esto ríen, por esto se burlan. Es otro el dueño del azar en este momento, el azar es una entidad. Lanza los cubos que estallan en el vidrio.

Un hombre con una barriga prominente y un bigote menudo se levanta, agarra un calendario y tacha con un marcador azul la fecha actual: 28 de octubre, es sábado. Don Pedro cuelga el calendario en la pared, debajo de los móviles de calabazas, de espantapájaros, de brujas. Dos panaderos no juegan al parqués, tampoco ven la película. Uno de ellos organiza en bandejas los productos que se han cocinado; el otro se encuentra en el segundo piso, se quita el delantal y el pantalón, ambos blancos, a diferencia de la panadería: toda calcio, llena de mesas aluminio y, por este mes, de naranjas, negros, púrpuras. Darío desciende y le pide a David que le guarde uno de los postres que lleva en la bandeja, que se lo lleve al cuarto. David asiente. Darío insiste, especifica: es para su esposa, mañana cuando la vea, se lo dará. David asiente nuevamente. Se despiden. David mueve los productos a la salida de la panadería: lleva pan, galletas, mantecadas, pasteles. Una de las bandejas se ha quedado al interior de la panadería así que regresa por ella. 

Es robusto, lleva los brazos tatuados: rostros, nombres, lugares; una tonalidad pictórica y textual. Se acerca a las bandejas, agarra un pan y la masa se esfuma en segundos por su inmensa jeta. David se acerca, lo saluda. La Bestia, atragantada, choca su puño con el del panadero. Mira de nuevo los productos, se fija en la masa blanca arena, con rellenos rojizos y marrones, toda empolvada de azúcar y la agarra. David lo detiene: el pastel tiene dueño, la Bestia hace caso omiso, afirma que él se lo devuelve; el panadero reitera que el postre es de Darío, menciona incluso que es para la esposa de éste. La bestia no presta atención, menciona nuevamente que él se encarga de devolverlo y sale con sus pasos cortos y pesados, ríe al despedirse. David lleva las bandejas con molestia, resignado. Los dados, al fondo, al interior de la panadería, revientan nuevamente el vidrio y estallan las risas; callan: hay un torbellino de matanzas en la pantalla. 

***

Dorsos desnudos, blancos, oscuros, quemados, muchos cubiertos de cicatrices son envueltos por camisetas blancas, por las tiras de los delantales. Comentarios agrestes, amenazantes: el fútbol; los equipos de la capital han jugado el día anterior. Críticas agudas, afiladas, todos comentan a excepción de Darío: está molesto y lanza miradas severas a David. Los panaderos descienden del segundo piso, Darío detiene en el vano de la puerta metálica a David; ofuscado exige -no es la primera vez que lo hace- que se le regrese el postre, el valor, el momento, el gesto que ya no pudo darse, que ya no pudo ser, que el día anterior no pudo presentarse. David, paciente, reafirma que en la mañana ha hablado con la Bestia, al medio día pasará por la panadería y pagará lo adeudado. Darío menciona nuevamente que era para su mujer, reitera, repite, insiste, el favor encomendado y no realizado por su compañero; resignado asiente, comprende, aprehende la situación, él mismo se encargará de cobrar.

Masas ocre, carmesíes, marrones llenan las mesas de la panadería. Los panaderos callan, cada uno de ellos está concentrado en la labor que desarrolla, cada uno sabe lo que tiene que hacer, lo hacen con precisión, con atención. Las luces de los hornos se encienden, las latas son lavadas con cuidado, se moldea la masa. Perdomo, encargado interno de la panadería, vigila que las labores sean realizadas con la precisión y calidad necesaria. Hay un desaire en Darío, debe reprenderlo, lo hace: se acerca y le pide rigor al moldear; recibe frases entre dientes, se reconocen dos palabras: violo y órdenes. Perdomo pide que sea repetida la oración, que la repita duro, con firmeza; Darío calla. David codea a Darío, este lo mira soberbio. Grisales siempre está atento, nada pasa desapercibido. Más allá de ese pequeño incidente el ambiente es ameno: la música suena de fondo, corren los vallenatos por los parlantes, esos mismos hilos del caribe son susurrados en los labios de los panaderos. Los productos fluyen, son empacados y llevados al expendio. Cada uno es concebido de manera minuciosa. 

En octubre el sol estalla, una hora para almorzar. Don Pedro recibe 11 almuerzos, los deja sobre las mesas metálicas. La comida es seleccionada y dividida en diferentes sartenes donde será cocinada nuevamente: sazonar, darle sabor a lo insípido. Darío no desea participar hoy de la costumbre adquirida por los panaderos; agarra su plato insulso, lo lleva a un lado, lo come con desgana. Alrededor de los fogones se reúnen los panaderos y, tal como se ha dado la preparación de los diferentes productos horas atrás, cada uno adquiere una labor: cortar, pelar, sofreir. Se reúnen en la mesa, hay deseo. Los panaderos agarran los pedazos de papa criolla, de carne, de plátano: han adquirido un sabor. Sirven los platos; ofrecen una oración, estrechan las manos. Reparten los cubiertos, comen a gusto. Darío aislado lava su plato en el lavado y escucha en el fondo algunas risas; regresa a la mesa y trata de agarrar un pedazo de carne que queda en la bandeja. Don Pedro agarra la bandeja, la acerca y la abraza; agarra el pedazo de carne usando todos los dedos, lo deja en su palma y se lo mete a la boca mirando a Darío impasible; lo mastica con lentitud, mantiene su mirada, sus ojos observan a un Darío con los ojos sanguinolentos, con los pómulos rojos de ira, o de vergüenza. Darío se aleja. David lo agarra del brazo y le muestra su plato, puede probar la comida si así lo desea. Darío se libra del apretón, menciona nuevamente la deuda y se larga. David mira el reloj colgado al costado derecho del televisor y vuelve a comer, son las 11:35 de la mañana. Darío fuma un cigarrillo en la terraza de la panadería, mira los campos inmensos de cebolla, se retuerce de la ira.  

David raspa el plato con tedio, los panaderos se han levantado. Se reparten las labores de limpieza: el piso, las ollas, los cuchillos, por último la mesa; David, por ser el último, debe lavarla. Se organizan en pequeños grupos, pequeños microuniversos para disponer de la tarde, para apropiarse de ese pequeño espacio de libertad en la cotidianidad. Vuelven al cine, vuelven al parqués. David ha lavado la mesa, se encuentra en el lavado, el plato se desliza por sus manos mientras Darío hace uso del teléfono dispuesto en la cocina. Darío se queja, reclama entre dientes, no quiere ser escuchado por sus compañeros. David deja su plato, espera que Darío cuelgue el teléfono; revienta el auricular contra la caja metálica, los sonidos se confunden con una nueva película de ráfagas de balas, estallidos de bombas, onomatopeyas del dolor. David le pregunta a Darío por lo dicho al otro lado del teléfono. Darío no responde la pregunta realizada, usa el intercambio de frases para reclamar la deuda; la Bestia no debe demorar, el reloj apenas ha marcado medio día. Darío lo grita y lo insulta. Una anciana grita desconsolada mientras es raptada por algunos terroristas de Oriente Medio. David, fastidiado por los incesantes reproches pagará la deuda. Darío lo insulta nuevamente, agarra las bandejas que se encuentran en la mesa de la cocina y las lanza al piso; no desea que se le pague el postre, no tiene sentido alguno el pago de la deuda, de qué sirve lo que no pudo ser. David saca un par de tiquetes para la compra en el expendio y se los tira a Darío al suelo. Darío agarra un cuchillo y se lo entierra en el pecho a David, lo saca con determinación; está endemoniado, mira el cuchillo, su rostro se transforma. Un carro lujoso derrapa por las calles de Viena; en la persecución, la anciana lleva un torniquete en su pierna izquierda, el conductor es un francés que repite una y otra vez su nombre, no quiere que pierda la conciencia. David cubre la herida que lleva en el costado izquierdo con su mano derecha; corre hacia la salida de la panadería. Los panaderos están atentos: el francés llora en la sala de espera de un hospital, no saben si la anciana ha sobrevivido o morirá. David pide que le abran la puerta, le pide las llaves a Don Pedro que no entiende bien lo que trata de decirle el panadero herido. Los dados caen sobre el vidrio, una de las fichas regresa al calabozo, estaba cerca de salir: tan próxima al cielo. El azar es una entidad. Perdomo levanta la cara después de haber dejado su ficha en la cárcel. David se debilita; Perdomo se levanta, se acerca a él; trata de hablarle y sus preguntas se pierden entre blancos. Retira la mano del pecho, un chorro de sangre se riega por el suelo de la panadería, salpica y cae por ese piso tan límpido. Darío implora perdón, su voz se pierde entre ríos escarlatas que manchan las baldosas y recorren las líneas de cemento entre las losas. Cargan a David, su debilidad supera el peso de sus pasos; lo llevan entre brazos, se ha desmayado.  

El médico interno corta el delantal repleto de inmensos lunares bermellones. Limpia con una y otra gasa el imparable río que grita y escupe sin parar. Ingresa un copo higiénico para dimensionar el tamaño de la perforación. El bastón se esconde por completo entre los órganos de David. El galeno menciona que el paciente debe ser llevado a un hospital con urgencia. Una miserable camilla corre por el pasillo central, un boquete tan blanco y lleno de luz como el resto de los pasillos. Una serie de gotas lacres caen rítmicamente. Las sirenas esperan, retumban en la entrada del Establecimiento. David recupera el sentido por momentos, trata de levantarse. Grisales lo acompaña, lo calma; le pide, le ordena que se quede quieto, que sólo respire. Abre los ojos y los vuelve a cerrar, trata de prestar atención a la instrucción pero su entendimiento se deteriora.

***

Una habitación, dos lozas de cemento horizontales, encima de cada una de las lozas dos colchones delgados. Ha esperado, es momento de ser visitado, es domingo. Lleva a su mujer al pequeño dormitorio repleto de colores. Se sientan, la besa, la abraza repleto de amor, han pasado algunas semanas desde la última vez que la vio. El tiempo no alcanza para todo lo que se quiere contar, para todo lo que se quiere escuchar; los temas son selectos: la familia, el trabajo, el dinero, las novedades, el amor, los celos. Algo pasa: la conversación se llena de silencios, de reservas; algo se oculta: un secreto que se revela. Grisales lo llama, le grita, aprieta su mano con dureza; voces de enfermeras, un nuevo pasillo repleto de luces intermitentes. Un nuevo tránsito, caminos indefinibles. Tiene algo que decirle, algo que contarle; la espera lo desespera; su esposa no se decide, parece que agarra fuerzas del sigilo. No espera nada bueno, sabe lo que se viene: el abandono. Insiste, recibe un nuevo silencio; se levanta, mira por el pasillo, el sol entra con firmeza por las ventanas de cemento. Mira la ciudad, la detalla, el sol quema su visión. Se toma la cabeza, regresa su mirada a la celda. Escupe un vómito oscuro, pierde el conocimiento. 

Una gasa inmensa sobre un pecho oscuro. Abre los ojos con dificultad; Grisales se levanta nuevamente, le habla sin esperar respuesta: una serie de preguntas retóricas. Todo esto para anunciarle que mañana deben regresar, mañana mismo será trasladado. No recibe respuesta por parte de David así que continúa: Se ha salvado de milagro. El aliento se transforma en la insoportable realidad: a ambos se les adelantará un proceso; es probable que no pueda continuar en la panadería. El paciente recibe la información, la sujeta y la tira con fuerza por su cabeza: golpea y regresa, una y otra vez. Necesita, ahora más que antes, permanecer en la panadería; no puede generarse un nuevo proceso en su contra. Los meses que pase incapacitado no contarán como días de trabajo; si se levanta un proceso en su contra tendrá que permanecer incontables días sin ver a su hijo, al hijo que aún no conoce, que aún no termina de formarse, a la recién concebida criatura.

Una herida que apenas cicatriza; las puntadas del cirujano inscritas en su abdomen. Ha dejado de usar la gasa, días atrás la ha lanzado por el cuarto y la lesión permanece descubierta; necesita levantarse. Se recupera como un animal: sin cuidado. Emprender un nuevo reto todos los días: vestirse, bañarse, orinar, deponer. Come con dificultad pero traga y pasa los bocados sin temor. Lee a menudo, pasa sus días así: leyendo un par de líneas para luego arrojar el libro por el suelo, mirarse el pecho y detallar la excoriación; levantar las páginas, volver a la lectura, ver el tiempo pasar en la ficción. Ahora las visitas de su esposa son acompañadas cada vez por un nuevo inconveniente; pasan sus manos por cicatrices incipientes y lejanas. Por momentos se acerca a esa cicatriz madura y trata de escuchar, de percibir un movimiento. 

El vano metalizado de su habitación, Darío debajo de éste. Se acerca con cautela, lo ve y rompe a llorar. David es impasible, en este lugar creer en las lágrimas es un error: todos son individuos pérfidos, él mismo lo es. Darío, arrodillado, pide perdón a su compañero; la víctima se mantiene imperturbable. Darío agarra su mano, lo trata con cuidado, agarra sus dedos entres sus palmas y los sujeta con fuerza; David no responde a la aprehensión. Pide no ser denunciado, entre lágrimas lo hace; las culpas parecen y se pagan por doble en este lugar. No interpondrá el denuncio pero quiere que Darío confirme la versión de los hechos: no hubo pelea alguna, fue un ataque. Darío lo mira a la cara, le dice mientras se corre las lágrimas de la cara, que hubo razones: dejó que alguien más tomara eso que era suyo, hubo dolo, fue cómplice del crimen. David calla. Habrá ayuda si es bilateral. David insiste, debe aclarar que no fue una pelea sino un ataque, hablar con verdad, como si aquella palabra tuviera valor. Darío se para, le dice a David que asuma sus faltas, que entre ratas no se denuncian. David repite: no fue una pelea, fue un ataque. Darío lo amenaza, lo intimida: clavará nuevamente el cuchillo si es necesario. Darío sale de la habitación, concluye: Puro violo, no una rata. David se acuesta en la cama.

Volver, regresar, ser recibido, bienvenido. Vuelve, pero hay algo diferente en él: cierta agresividad. La forma de tratar los instrumentos, el modo de agrupar la masa, la disposición. La malicia en el parqués, los comentarios punzantes, los taches arriba. Los tiempos libres para agarrar el lazo y saltar 700, 500 veces. No tiene deseos de hablar, compartir, auxiliar. Está preparado para salir, vivo o muerto, por ese pasillo donde su sangre ha sido derramada; donde sus gotas lacres han sido fregadas para desaparecer su presencia en un lugar saturado de guardias y presos.