AMOR Y MORTAJA



‘Pero sabía igual que al encerrarse lejos de la luz del día había cerrado mucho más, que su reclusión le había aislado de un millar de influencias naturales y curativas, que su mente, alimentada de soledad, se había trastornado, como le ocurriría a cualquier mente que revierte el orden sagrado de su Creador. Y así, ¿podía yo mirarla sin compadecerla, tras ver su castigo en la ruina que ella era, en su profundo malestar en esta tierra en la que vivía, en la vanidad del dolor, que se había convertido en su principal obsesión, como la vanidad de la penitencia, la vanidad del remordimiento, la vanidad de la indignidad y otras monstruosas vanidades que habían sido maldiciones de este mundo?’

Grandes Esperanzas

Charles Dickens. 

I

Este cuento inicia y termina con la larga agonía de mi padre, y así también la muerte se aplaca; como todo lo que después brilla, arde, acongoja y transforma. Él iniciaría la historia de su hermano, postrado en la cama del hospital, tras preguntar por mis recuerdos. 



***

El tío Tiberio fue, a diferencia de ustedes, sus hermanos, un acaudalado hacendado del Cesar: levantó un emporio ganadero labrando, embaucando y conspirando. Sus principales fincas se localizaban en San Alberto, que, en ese entonces, estaba atestado de guerrilla. Se le exigió el pago de la correspondiente vacuna y, ante la rotunda oposición, surgió la amenaza de muerte. Atravesó sus últimos días en un estado paranoico y desequilibrado: su fin era inminente. La noche de su fallecimiento, escuchó unos disparos contiguos a la casa principal de Bella Esperanza —nombre de su hacienda cardinal—; el pavor experimentado fue tan profundo e intenso que su propio cuerpo lo liquidó: un paro cardíaco súbito. Los tiros eliminaron a unas cuatro o cinco reses apartadas del territorio, se fue con ellas: eso se llevó. Dejó a la viuda, Rosario, veinticinco años menor, y dos hijos pequeños: Carlos y Ernesto.



***



Al tío Tiberio lo vi, únicamente, en los viajes familiares emprendidos a Bella Esperanza: el terreno contenía unas diez mil fanegas de pastizales frondosos, una casa principal, cuatro casas maltrechas destinadas a los jornaleros y sus familias, un vasto granero, una caballeriza y un centro de ordeño; en los cuatro o cinco días que pasábamos semestralmente en San Alberto, los hombres y los niños —alguna que otra vez acompañados por el capataz de la finca—, desayunábamos y salíamos a caminar por horas atendiendo las historias que el tío Tiberio contaba, regresábamos después del medio día, almorzábamos y volvíamos a escuchar, extenuados, sucesos ocurridos años atrás por los hombres de la familia. No era mucho más lo que sucedía: la visita consistía, francamente, en que el tío nos viera y se tuviera en cuenta, a esa familia que tan lejos vivía y tan poco veía, en su testamento. El viejo conocía el propósito y, en cada conversación, trataba de derrumbar la pretensión lamentándose por la merma lucrativa de la finca, el incremento de las deudas, el hostigamiento gubernamental y el acoso por parte del grupo armado que liderara la zona en aquel momento —impuestos y vacunas—. De regreso a Bucaramanga escuchaba los comentarios que mi madre, entre risas de desprecio, te lanzaba —en busca de una reacción cómplice, siempre ausente—: ‘Dice que endeudado y hace unos días Germán nos contó que compró una tierra por Betania’. Ante la falta de respuesta continuaba incisiva hasta observar el requerido e ineludible disentimiento. En cada uno de los carros se llevaba una conversación similar; nos deteníamos en la noche a cenar en un restaurante por Río Negro y, a la compra del nuevo terreno, los adultos añadían con burla y vergüenza el rumor de un nuevo hijo del tío con la empleada doméstica de un terreno vecino.

Al parecer respondía por todos esos niños regados por la región pero a ninguno reconocía formalmente: mandaba dinero a su madre pero se desentendía de su porvenir; los trataba como criaturas huérfanas anónimas: ‘¡Pst! Oiga. ¿Cómo es que se llama usted? Vaya y llámeme a su mamá. Corra, rápido’.  (Jamás pidió un favor y mucho menos agradeció). Y si aquel era el comportamiento con su descendencia no reconocida el trato con sus jornaleros no variaba: decían (‘¿Quiénes decían?’, pregunta mi padre; ‘Mis tíos y mis tías’ respondo) que les pagaba lo mínimo posible y prefería que la comida se pudriera en el granero o fuera tragada por las ratas antes que regalarla; cada peso contaba y, cuando un trabajador o un familiar de éste enfermaba, pedía al capataz que se llamara al médico, se fuera anotando cada peso que se gastaba y las horas que se dejaba de producir a causa de la circunstancia. ‘No serán ricos por su piedad’, añadías tú, que solías permanecer callado alargando frases como ésta con exagerada intermitencia —lanzabas granadas sigilosas masticando apartado la discusión—.

Tú, después de esos viajes (que tratabas de evitar o eludir excusándote en una tarea urgente que surgía súbitamente, te veías obligado a afrontarlos tras las insistentes llamadas de mis tíos recordándote el resentimiento de tu hermano mayor al advertir la ausencia; mi madre también intercedía: te aconsejaba asistir por agradecimiento y noble conveniencia: ‘Sí, Simón. Será lo que quieras pero cuando lo vuelvas a necesitar puede darte un No de respuesta’), regresabas acongojado y amargo murmurando conversaciones imaginarias, chasqueando tu lengua y golpeando rítmicamente el timón del campero. Estando en la finca, el tío Tiberio separaba a cada uno de mis tíos, en situaciones aleatorias, sacaba un pedazo de papel del bolsillo de su camisa, lo doblaba, mostraba el monto adeudado y concluía dándoles una palmada en la espalda: ‘Es esto: para que estemos claros’. Cada familia solventa a su modo: algunas apropian la deuda —¿o es la deuda quien las apropia caracterizándolas?— y la portan con destreza, casi con cariño, como una cicatriz de infancia; para otras es una cruz que arrastran y duerme sobre ellas asfixiándolas. Tú tratabas de pagar mes a mes, y el breve momento que durabas solvente, mejoraba tu humor: la dicha se extendía por la casa, la comida te sabía, tu caminar se aligeraba, mantenías la cabeza en alto; pero la escasez arremetía vertiginosa y debías hablar con el tío una vez más: tu ánimo se ensombrecía, la mudez te atragantaba y te veíamos comer sosteniendo la cabeza con una de tus manos, mirando el plato abstraído, susurrando números. Mi madre trataba de animarte acariciando tu cuello y sobando tu espalda pero la áspera e inacabable condena que atravesabas te absorbía. Carecías de suerte; era eso: te falló el azar y nunca tuviste la requerida maldad para sobreponerte a la adversidad cuando la fortuna se ausenta. Para ladrón también se necesita el debido corazón. 

Recorrías los trayectos con tedio disimulado; disfrutabas el paisaje montuoso, el clima cálido y la sonoridad de la fauna pero al escuchar la voz del tío tu semblante cambiaba: tus cejas se arqueaban, tu rictus se deformaba y tu cuerpo parecía arrastrado por una tenaz corriente. Me acercaba a ti, agarraba tu mano y te preguntaba por lo que pasaba, tú respondías camuflando el fastidio en una sonrisa tenue: ‘Extraño a la mamá’. El tiempo compartido entre hombres y mujeres era limitado, casi nulo; al bajar de los carros el género nos fragmentaba: cada grupo debía dirigirse a un espacio determinado y realizar las labores establecidas; pareciera evidente la condición vinculándola al modelo familiar y a la época, sin embargo, me he inclinado por pensar que aquella resolución indirecta era impuesta por el tío, era su voluntad: decidía, arbitrariamente, el comportamiento de cada miembro de la familia. Así pues, mientras el tío vivió, las mujeres permanecieron en casa, ocultas en la cocina preparando las ininterrumpidas viandas mientras él, mis tíos y tú tomaban ron. El viejo, en esos espacios de conversación —monólogos de su modelo económico y las directrices administrativas—, hablaba sin cesar de la decadencia técnica y humana del personal: ‘Es que, si se ponen a ver, a revisar las cuentas y lo que se entrega, lo que se encuentra es un poco de bandidos: no hay ni uno honesto. Y fuera que el trabajo estuviera bien hecho pero ni eso’, en ese momento pedía que se le sirviera un trago. Mis tíos celebraban las afirmaciones mientras tú los veías desconcertado: disentías sobándote la nuca y frotándote los ojos. Con el pasar de las botellas, el tío soltaba la lengua y promovía el comercio familiar: ‘Si quieren ganarse unos pesos de más, ahorren un buen billete, compramos un ganado y yo les cobro, únicamente, el uso del terreno’. Sé que el prometedor negocio se había puesto en marcha en un par de ocasiones reportando resultados convenientes exclusivamente al tío: con cada venta que se realizaba, el viejo Tiberio enviaba el recado al inversor de que el dinero devengado saldaba una porción de la madurada deuda contraída; marrullero. Disputaban, en sigilo, una misma carrera: la competencia de quién moriría primero. Por eso cuando murió llegó el alivio y no la habitual aflicción. 

Dejó un infierno de plata (esa fue la expresión que usaste, dirigiéndote a mi madre, al entrar a casa y soltarte la corbata la noche del sepelio —y cuánto lo lloraste: te querías lanzar a la tumba con él—). Rosario heredó la totalidad de propiedades del tío; así lo quiso él: un brevísimo testamento escrito en un papel rugoso y sucio de cuatro líneas de extensión —la combinación de la caja fuerte era la tercera de las líneas y la cuarta un ‘Gracias, Simón’ apenas legible— te fue entregado la mañana siguiente de la muerte del tío. Un patrimonio abundante y diverso: terrenos, ganado, bienes y débitos de terceros; en la urna de acero, además de los documentos de propiedad de las numerosas pertenencias, se encontró el cuaderno escolar que contenía la lista de deudores, los montos adeudados y el interés del préstamo. Sólo él conocía y entendía sus dominios, su control y manejo fue exclusivo, y cuánto habrá desaparecido por la extrema reserva; sé que a su entierro se presentaron testaferros honrados que informaron su condición a la familia mas cuántos otros se habrán valido de la coyuntura para desaparecer. 



***



La juventud y la belleza de Rosario eran ensombrecidas por un espíritu vetusto y maltrecho sometido al infortunio (el atributo impalpable —próximo al aroma captado por la moscarda— del subyugado; pareciera que la desgracia fuese inherente a sus movimientos esenciales: los pasos se arrastran como los del presidiario sujeto al grillete; la sonrisa se contiene —Detén la dicha, atrae la desgracia—; el suave hilo de voz es amputado por la vergüenza; las expresiones de afecto, incluso en el trato filial, se moderan). Distante y huraña examinaba su entorno: observando vigilante al pasar inadvertida y escuchando con disimulada atención al ser distinguida; permaneciendo por curiosidad u obligación pero desdeñando el ambiente, como sus hijos: Carlos y Ernesto. Los mellizos —llamados así por la inexplicable similitud física y conductual pero engendrados, quizá sin quererlo, en un intervalo de un año—, se comportaban, anudados por sus manos, sus brazos, sus palabras, como dos seres aislados que transitaban la vida con absoluta independencia. Recuerdo la habitual reacción del tío al cruzarse con ellos en algún pasillo de la inmensa casa: se detenía a un paso de distancia, y ellos, impasibles, dejaban que las manos pequeñas y curtidas de su padre se posaran sobre sus cabezas recibiendo dos golpecitos: autorizaba la reanudación de su camino; y así también con Rosario que, a diferencia de los niños, recibía una palmada en la espalda. La familia se comunicaba, continuamente, a través de miradas y la pronunciación de sus nombres; entonces el tío, por ejemplo, rastreaba a los mellizos, los llamaba, cabeceaba, miraba su copa y ellos, dóciles, se acercaban a servirle un nuevo trago: Carlos levantaba la botella y Ernesto sostenía la copa. La conducta de los mellizos era imparcial: si reían —violando su acostumbrada reserva—, y se les preguntaba por la razón de su alegría, callaban, se veían y respondían una frase cualquiera para luego, al escuchar el consentimiento, levantarse y alejarse. No había grosería o rudeza, sólo con Rosario hablaban —entre susurros— y contestaban al instante lo que ella les preguntaba. 



II




El tío Tiberio y Raúl, el padre de Rosario, se habían conocido en la primera adultez: su postura, prudente y aislada, en el debate que se llevaba en una cantina próxima al parque principal de San Alberto —sobre la conveniencia municipal de integrarse a Norte de Santander por las subvenciones superiores concedidas a este departamento por el gobierno— los asoció, encontrándose, en adelante, en la misma mesa apartada de la cantina para debatir, en profundas borracheras, sobre diferentes temas que aquejaban a la comunidad; los convenidos debates promovieron negocios estables y lucrativos para ambos, desarrollando un género de amistad comercial; con los meses mudaron su lugar de encuentro: solían almorzar, semanalmente, con la incipiente familia de Raúl —Rosario, la menor de las dos hijas, acababa de cumplir el año de nacimiento—, recorrían los terrenos a caballo, inspeccionaban el ganado y concluían la jornada tomando los acostumbrados tragos en la habitual taberna. Dos años después de aquella primera conversación, la familia decidió adentrarse en el Cesar, residir en San Martín —Flor, la madre de las niñas, procedía de este municipio—, y ocuparse de una pequeña finca legada a la mujer por su padre. Tiempo después —quince o más años quizá—, la familia recurrió a Tiberio en un escenario nada propicio. 

Raúl era un hombre apacible y sensato: discreto en los diálogos públicos y locuaz en las charlas íntimas; atendía exclusivamente aquello que le concernía y el resto lo traía sin cuidado. No obstante, había un único asunto que, al ser tratado con descuido y guasa, lo exasperaba: su ascendencia. (Los padres de Raúl procedían de Rubio, Venezuela, pero habían migrado a Colombia, con Raúl en brazos, por inconvenientes familiares irreconciliables. Así pues, había ciertas expresiones intrínsecas en su léxico que se realzaban con el alcohol). Tras una extensa jornada y liquidada una deuda considerable, decidió ir a la cantina habitual en San Martín y tomar unos tragos, como casi siempre lo hacía, solo —receloso como era, desdeñó la simpatía de los pobladores del municipio; recordaba continuamente al tío: leal compañero de copas—. Siendo así, se distraía escuchando las conversaciones próximas: imaginaba las situaciones que se relataban, juzgando lo sucedido y fantaseando desenlaces inesperados. Seis generosos tragos de ron y tres litros de cerveza habían atravesado su garganta —encendiendo y sofocando la quema—, cuando oyó el desagradable y despiadado diálogo que se daba en la mesa contigua; observó los rostros, rechazó la colera y se contuvo. Uno de ellos advirtió la molestia: reanudó el argumento —esta vez sin una pizca de escrúpulos, elevando el tono de su voz—, mirándolo desafiante; Raúl se levantó, bebido, se acercó a la mesa y reclamó una disculpa inmediata: el tema le atañía. El interpelado, al escucharlo, rió, remedó el acento, codeó a su acompañante y repitió la afrenta dicha segundos atrás despacio, penetrante. Raúl sonrió, sacó su machete y lo hundió con vigor en el antebrazo de su oponente, levantando una y otra vez la hoja de acero despedazando la mesa mientras sus adversarios trataban de levantarse y huir. 

Le falló la prudencia, y la suerte de paso: había herido al primo hermano del gobernador. No tardó en llegar la sobriedad y con ella la resolución de entregarse a las autoridades. Fue Flor quien mencionó el parentesco de la víctima, la pena que se proponía —más de veinte años en prisión— y el absurdo monto de indemnización: el hombre, por fortuna, había conservado el antebrazo pero el vasto tajo propinado destrozó los ligamentos y tendones afectando la movilidad absoluta de la mano derecha. Sus ropas ensangrentadas agudizaban el propósito obstinado de pagar su condena, renunciar a su familia y admitir la perpetua deshonra; pensó incluso en matarse, pero vivo o muerto el ineludible destino de su familia sería la desgracia si no encontraba remedio a la compensación. El dinero ahorrado, la venta del escaso ganado y los préstamos inmediatos de familiares y amigos eran insuficientes. Raúl pensó en vender la finca pero quién podría comprarla, en efectivo y repentinamente, sin estudio previo, fiándose ciegamente del titular; Flor sugirió a Tiberio —su acaudalada fama se había esparcido por el departamento del Cesar—, Raúl se opuso: cuánto tiempo había pasado sin siquiera cruzar una palabra con su amigo de antaño, para, un día cualquiera, acudir a él con un proyecto tan atrevido. Poco le importó a Flor: se levantó sin despedirse de Raúl, enfadada —más disgustada por la actitud desfavorable de su esposo que por el mismo acto cometido—, y esa misma tarde salió a San Alberto en busca de Tiberio. Por fortuna, encontró al tío en la cantina y mesa acostumbradas —como el viudo que obedece la promesa sensiblera de permanecer en el mismo lugar, petrificado, hasta la aparición mística de su amada o hasta su propia muerte—. Lo saludó, Tiberio tardó en reconocerla, amusgó los ojos, la recordó y le pidió que se sentara; Flor, ansiosa y consternada, le contó lo sucedido. El tío la escuchó sereno y sosegó la tormenta; compró la finca —por supuesto a un precio mucho menor—, contrató un abogado para el litigio, se comunicó con el gobernador y convinieron el precio: pagó la suma al contado la mañana siguiente. Raúl fue liberado ese mismo día.

A las diez de la mañana fue entregado por las autoridades al abogado; a la salida de la estación de policía lo esperaban Flor y el tío Tiberio: una figura demacrada y mugrienta corrió a abrazar a su esposa con firmeza; la mujer apretó a su marido por un instante y lo soltó entre susurros. Raúl dirigió una mirada al tío, y, corriendo las incipientes lágrimas y embutiendo su camisa plagada de costras de sangre en el pantalón, estrechó su mano; juró ante Dios, mientas apretaba el brazo del tío con su mano izquierda, pagar cada peso prestado, en esta vida o en la otra. El tío le dio una palmada en el brazo, sonriente —observando lo pescado en el trasmallo— y los invitó a desayunar. A su regreso, la pareja estableció fecha y cuota de pago mensual por el arriendo de la finca y la indemnización; con la venta del ganado y el escaso trabajo —el rumor de la inapropiada conducta de Raúl se había esparcido por la región—se pudieron amortizar las tres primeras cuotas. A partir del cuarto mes se acordó una nueva cifra con el tío Tiberio que, dos meses después, se tuvo que reajustar: la pareja decidió abandonar la finca y pagar, únicamente, la cuota de la indemnización; la resolución se le notificó al tío, que, en una muestra de solidaridad que nunca antes se había visto y que jamás se volvería a ver, permitió la permanencia gratuita de la familia por seis meses. (Siempre habrá una causa de defunción médica, pero son otras, múltiples e inefables, las que esclarecen las evidentes razones del fallecimiento. Mi padre recreó la muerte de Raúl de la siguiente manera: hay personas que, al contraer una deuda, se encierran en un cilindro transparente prominente; el agobio de la deuda mensual es encarnado por un vasta cantidad de agua y mierda que llena el tubo, progresivamente, hasta ocuparlo. Por supuesto se les ve cada mes más consternadas pero es poco lo que se puede hacer: quizá se saqué algo del material infecto o se cree un desagüe que termina por aprisionarlos en un nuevo cilindro. De esas personas hay algunas que tragan la mierda por años, acaso toda la vida, y logran la inmunidad; otras no: ellas mueren asfixiadas, y se les ve agonizar con el agua y la mierda al cuello, hasta el último baldado). Causa de muerte: derrame cerebral. Fue Flor quien notificó la desgracia al tío; las exequias se oficiarían el día siguiente. Al viejo le incomodaban aquellas ceremonias hipócritas y sensibleras carentes de pudor —para él, el lloriqueo se contagiaba como un virus, como si las lágrimas infundadas fueran parte imprescindible del espectáculo— pero se veía obligado a asistir a ellas, continuamente, para averiguar la suerte de la deuda contraída por el difunto. En la funeraria saludó a Flor —tan deteriorada y marchita como el muerto— y a las huérfanas; la viuda —mujer responsable y comprometida— juró, como su esposo, el pago de lo adeudado: cumpliría el compromiso de Raúl, daría su vida por ello. El tío la oyó, paciente y distraído, embelesado con Rosario, buscando la mirada de la menor de las hijas que, absorta, no soltó lágrima ni palabra, su mirada se mantuvo tenaz en el ataúd de su padre. El tío aguantó el acto enteramente y, al finalizar el sepelio, le propuso a la viuda el traslado suyo y de sus hijas a una de sus fincas: vivirían allá sin pagar arriendo y, con el trabajo mensual, se iría saldando la deuda sin penurias. Flor, sin consultarlo, accedió.



***



Nadie supo, con precisión, cómo ni cuándo pasó. Fue la señora Otilia, empleada doméstica de la casa, quien le contó, años después a mi padre, el extraño curso de la historia: en la mañana de un día cualquiera, sin previo aviso, dos trabajadores instalaron una cama sencilla, similar a la del tío, en la habitación principal de la vivienda; en la noche Rosario trasladó sus escasas pertenencias, las acomodó en uno de los armarios y, en adelante, habitó la casa principal de la hacienda. Salían de la habitación a la misma hora, desayunaban juntos y se dedicaban a lo propio: el tío partía al pueblo o se dirigía a alguna de las zonas de la finca, volvía, habitualmente, a la hora del almuerzo, comían juntos y salía, nuevamente, hasta su regreso en la noche; y Rosario… no había certeza alguna del programa de su día: sus quehaceres variaron permanentemente, en aquellos tiempos de separación, hasta el nacimiento de sus hijos. A veces se encerraba en alguna de las habitaciones y se quedaba ahí por horas, recorriéndolas una y otra vez: el crujir de la madera se escuchaba sin descanso: crac, crac, crac; en ocasiones bajaba a la cocina y preparaba un plato determinado: guiaba la cocción de los alimentos, el estilo de los cortes, incluso su presentación; otras veces pedía al capataz transitorio que alistara a la Tusa, una yegua criolla que sólo se dejaba montar por ella, y deambulaba a galope por horas: los jornaleros advertían la ráfaga marrón por las sendas y las quebradas y sabían entonces que la dueña tardaría en regresar (Y qué cara de dicha tenía cuando se subía a la bestia, estuviera ensillada o no, y salía despedida como un demonio, decía la señora Otilia). 

Los primeros meses Flor era una compañía asidua en los almuerzos (la viuda siguió residiendo en la vivienda original ofrecida por el tío, auxiliada, tras la partida de Rosario, por Esmeralda: la hija menor de la señora Otilia); ante las incómodas y tajantes respuestas de Rosario a cualquier pregunta realizada por su madre, era el tío quien intervenía complementando la contestación y orientando la plática en aquellos almuerzos: dialogaba con Flor sobre aspectos superficiales de la cotidianidad, discutía sucesos intrascendentes, recomendaba la visita de alguna zona, prevenía el tránsito por otras, opinaba largamente sobre asuntos que lo agobiaban o materias que lo entretenían. Le importaba un carajo si había entre las mujeres algún tipo de rencilla, quería disfrutar su comida y la secreta inquina lo irritaba; al finalizar la cena ordenaba un café oscuro y amargo, lo tomaba rápidamente, se levantaba y se despedía con un Adiós al cerrar la puerta de la casa. Tras organizar los platos, Flor y Rosario se quedaban sentadas un buen rato en la sala. La madre examinaba el salón esperando una frase fortuita que alargara su estadía, la anhelada oración jamás fue pronunciada. Rosario contaba los minutos hasta reventar e inventar cualquier excusa para despedir a su madre: la escoltaba hasta la entrada, caminaba algunos minutos por la hacienda y regresaba a encerrarse en alguna de las piezas. En ocasiones la madre lloraba discretamente impacientando a su hija: ¿Por qué llora? Debería agradecer que le faltan los motivos, mamá. Flor corría las lágrimas, reconocía su falta y abandonaba la casa; bastaba con cerrar la puerta de su cuarto para postrarse, lamentarse e implorar perdón a Dios. Las visitas se redujeron progresivamente hasta ser suprimidas y prohibidas el día en que Magdalena, la mayor de las hermanas, visitó con su madre a Rosario.

Nueve días después de la muerte de su padre Magdalena decidió casarse. Había conocido a su pareja en la adolescencia y él, más que ella, había permanecido tenazmente a su lado desde entonces; Magdalena lo quería como se estima a un perro noble y el muchacho la adoraba como ama el animal: fiel e incondicional a su relación, dócil y diligente en sus ocupaciones y demandas. Un hombre bondadoso, cauto y tímido —Magdalena admiraba y reprobaba difusamente su indulgencia—, moderado en sus palabras, sus acciones y sus tragos: cavilando las respuestas, analizando minuciosamente las alternativas, partiendo en el momento preciso —aquel mareo preliminar: cuando la mirada tarda en llegar—. Fue Magdalena quien impuso la propuesta de matrimonio —aludiendo al fin del noviazgo en caso de rechazo sin haber recibido siquiera contestación: mencionando, en un único y extenso dictamen el curso y las repercusiones de la decisión— al enterarse días después de la resolución autónoma de su madre; sabía que, casándose, evadiría el traslado: sería una coartada incontrovertible. Jorge aceptó complacido al escuchar a Magdalena; horas después un sabor amargo se expandiría de la boca de su estómago al resto de su cuerpo: tantas veces había fantaseado un desenlace diferente del noviazgo, una transición, acaso, extraordinaria y significativa. Fue Jorge quien, el día mismo de la mudanza, persuadido por Magdalena, dio a conocer a Flor y a Rosario la determinación. Funesta fractura. En adelante las hermanas se informaron del porvenir de una y otra a través de la madre. Flor trató, sin lograrlo, de reconciliar a sus hijas: Rosario reprochaba, en cada mención que se hacía de su hermana, el desdén y el abandono en el fatal hundimiento del barco: Las ratas son las primeras que huyen, mamá. Flor escuchaba resignada y aludía a diversas justificaciones, desconocidas incluso por ella, procurando aplacar el desprecio experimentado por Rosario. Notaba, del mismo modo, una frialdad semejante en su hija mayor al transmitirle, en una amplia secuencia de eufemismos, el desconsuelo —suavizaba la cólera— de Rosario; recomendaba una visita, así fuera breve, y zanjar el asunto de una vez por todas. Magdalena cedía, se retractaba y cuestionaba irritada: Digamos que voy, mamá. Pero explíqueme: ¿es que alguien obligó a Rosario a irse para allá? Uno tiene que asumir lo que decide, cómo va a ser culpa suya o mía. Nadie le puso un revólver. Y Flor, una vez más, citaba supuestas explicaciones mermando el ardor. Tras la muerte de Raúl la viuda padecía una soledad insoportable: se sentía incómoda y ajena en todo lugar, despertaba agotada, le faltaba la motivación, rechazaba el ocio y la zozobra inducía al persistente y, por lo visto, irremediable conflicto de sus hijas. 

Desesperada configuró por meses un eventual arreglo, una cena en casa de Rosario —el tío Tiberio admitió las peticiones a fin de zafarse—: aseguró a las hermanas que, ambas, anhelaban verse; ser visitada y ser hospedada. El punto de partida fue San Alberto; Flor pasó por Magdalena, envuelta en un vestido salmón salpicado de lunares blancos obsequiado por Jorge para la ocasión, y la llevó a Bella Esperanza. Fue poco lo que se dijo tras el saludo; el nerviosismo y la ansiedad se evidenció durante el largo recorrido: Magdalena requirió de seis descansos para fumar dos cigarrillos seguidos en cada detención cavilando los diversos desenlaces y sus posibles bifurcaciones; espiraba el humo anhelando suprimir las conversaciones adversas y aspiraba procurando conservar la cordura. Un estado semejante atravesó Rosario en la hacienda la semana previa: sólo Dios sabe cómo (irascible, insegura de cada determinación e inquieta por la impecable disposición de cada componente —el aseo minucioso, el orden del mobiliario, la reparación de humedades y roturas insignificantes, la revisión de la vajilla, su atuendo, y las infinitas circunstancias que ignoramos—) logró definir los preparativos de la cena. Se vieron a lo lejos: Magdalena observó a Rosario —caminando hacia la puerta principal de la hacienda, techando los ojos con una de sus manos para luego soltarla y entrelazarla con su par, removiéndolas, estirándolas, tensándolas, mientras alternaba su mirada entre el suelo y el sendero (perpetuando aquella imagen en la memoria de su hermana al recordarla)—; Rosario vio el hilo irregular de la polvareda agitado por los neumáticos de la camioneta, examinando las figuras encerradas en la cabina y soltando el aire de sus pulmones lentamente al inclinar su rostro: suspendía las incipientes lágrimas que brotaban al erguirlo. El agujero en sus entrañas se expandía progresivamente por sus cuerpos al aproximarse, semejante al pavor experimentado en el reencuentro de una pareja apartada por el tiempo y la distancia. Al descender, la madre se anticipó al saludo de su hija menor, ansiaba contemplar la reunión: las hermanas se acercaron, pausadamente, con un rictus inquieto, y se abrazaron largamente en el vértigo —percibiendo sus olores, delgadez, la trama de sus cabelleras, la textura de sus telas, la congoja— para luego desprenderse y admirarse. Rosario enseñó la casa a su hermana y conversaron nimiedades en el transcurso del trayecto: se actualizaron y departieron superficialmente sobre experiencias y situaciones del pueblo, de la hacienda y de sus matrimonios. Bajaron las escaleras y se sentaron en el comedor con la madre. Flor quiso, antes de empezar la cena, bendecir los alimentos: tomó las manos, a su izquierda y a su derecha, y oró. Abrió los ojos, se persignó, agarró los cubiertos mirando a sus hijas, suspiró y se refirió a la indudable felicidad del difunto padre en el paraíso al verlas reunidas. La irritación invadió el comedor asfixiando los proyectos y estrujando el sigilo: las premisas florecieron. Poco nos atañe quién dio el paso inicial; no se tocó la comida: los nocivos comentarios calaron a diestra y siniestra. Flor trató, como pudo, de sosegar a sus hijas; Magdalena se levantó y Rosario la expulsó.

Semanas después mi padre trataría de apaciguar a Flor aludiendo a las secuelas del duelo y así esclarecer la conducta de sus hijas; postrado, percatando el tufo de la muerte, lo describió así: Dudo que alguien sepa, con absoluta certeza, cómo comportarse en algún duelo; el cuerpo y el espíritu atraviesan épocas extrañas y singulares: algunas personas lo enfrentan con serenidad, imperturbables, recogidas en su pesar; otras intentan anularlo de un tajo sin importar quién o qué se atraviese en esa ejecución. Poco sabemos de los cursos ajenos pero aquellas personas que tratan de rebasarlo lo hacen como pueden. Si muero, haz lo que debas pero vuelve a ti.

El altercado acentuó los estados desolados, de madre e hija, en Bella Esperanza: Flor se confinó en la casa contigua demacrándose súbitamente los años posteriores (Esmeralda fue su confidente y socorro: se encargó, desde la noche inicial de su ocaso, de informarla sobre los diversos acontecimientos ocurridos en la hacienda, del estado de su hija —a través de la información proporcionada por la señora Otilia, su madre— y de preservar la vida de Flor con un empeño colosal, llegando incluso, en los últimos meses, a bañarla, vestirla, alimentarla y consumar el Avemaría del rosario que diariamente rezó a las cinco de la mañana hasta el último de los días); las excursiones de Rosario en la Tusa se acentuaron y dilataron —salía de madrugada, largándose con un bocado del desayuno, y volvía al anochecer cerrando la puerta de un golpe—, raramente pronunciaba palabra. 



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Chucho Díaz, capataz de la hacienda, se referiría a estos sucesos y otros más —en el entierro del tío Tiberio—, revelando circunstancias inauditas en las primeras semanas de las mujeres en Bella Esperanza. Se supo que, al llegar, fue el mismo tío quien les asignó la vivienda y estableció el trabajo a desarrollar: se encargarían de construir y mantener una huerta en un terreno adyacente de la casa concedida. Ocuparse del cultivo y cuidado de una huerta es una actividad que requiere paciencia, atención y perseverancia: se procede y se espera; es, tras varias semanas, que se repara en el fruto del trabajo. Ciertamente había una vasta cantidad de labores complementarias al sembrado; no obstante, en algún momento del día, los quehaceres finalizaban y brotaba el descanso: ocio y distracción. Flor se refrescaba, vestía ropas limpias, se encerraba en el cuarto con su desgastado libro de oraciones y atravesaba el crepúsculo rezando fervorosamente por el descanso eterno del alma de Raúl; la madre sabía que su hija aún era muy joven para enclaustrarse, y no tenía el corazón —ni el atrevimiento, después de haberla llevado sin consulta previa— para solicitar su permanente compañía. Entonces Rosario pasaba las tardes visitando las caballerizas, el centro de ordeño, los cultivos; dialogaba con los jornaleros sobre sus labores, se interesaba por los procedimientos, las técnicas y los recursos. Sus visitas se volvieron recurrentes y, muchos de ellos, con los días, permitieron su asistencia y prontamente la estimaron. Desde luego se topó con el tío en varias ocasiones: él la observaba con particular devoción y ella lo saludaba sin predilección ni sumisión, en efecto cortés, pero prosiguiendo la plática que mantenía o la labor que desempeñaba. La desgracia germinó gradualmente; se emprendió una campaña terrorífica en Bella Esperanza: los despidos injustificados se fundaron con la cotidianidad y la zozobra irrumpió cada espacio de la hacienda. El tío Tiberio ordenaba la presencia del jornalero en una pequeña oficina ubicada en la casa principal, le pedía que se sentara —aplastando su cabeza en la ventanilla, condenándolo— y le anunciaba la expulsión inmediata de la propiedad arguyendo el robo de una herramienta, una materia o un elemento cualquiera. El peón podía asegurar y garantizar su inocencia, juraban por Dios e imploraban la debida investigación, mencionaban el estado de embarazo de su mujer, la enfermedad de uno de sus hijos, demandaban desesperados la revelación de la fuente y el tío aludía a la indiscutible reserva requerida por el testigo; poco le importaban sus ruegos, les daba la espalda —ojeando el pastizal, limpiando sus uñas, sonándose—, carraspeaba, daba unos pasos lamentando las puercas y bochornosas mañas de los obreros, se sentaba y, reuniendo las hojas dispersas en el escritorio, les exigía la entrega inmediata de la habitación; ese mismo día tenían que irse. El patrón se detectó con facilidad: Rosario suspendió las visitas y los trabajadores se apartaron. 

Buscó a quién culpar (examinó minuciosamente el trayecto, las etapas, los hechos, la adversidad, y en el sendero tropezó con la figura de su padre: colmó su espíritu de ira y frustración —¿Por qué a mí, por qué debo cargar con esto, qué hice?—; quería matarse, verle la cara y ofrecerle su desprecio —se contuvo: debía ser infalible, la muerte es incierta—; imaginaba la exhumación del cadáver, lo agarraría a golpes y recriminaría su proceder enseñándole el efecto de sus acciones, el maldito precio de la deuda) y se desquitó con su madre. La mortificó alternando repugnancia y desdén: su voz le producía asco y procuraba eliminar su presencia; las reprensiones y la incesante riña a Flor, prolongadas por dos semanas —habrá soportado esos quince días por el amor inmarcesible de madre o sólo Dios sabrá cómo se sostuvo sin hundirse súbitamente en la tierra—, se escuchaban a la distancia. Rosario se entregó a la huerta, solitaria, viciada; valiéndose de ella para sofocar diariamente sus demonios y hallando un estímulo ínfimo pero vital. Suprimió el ocio: tras labrar la huerta se dedicaba a la restauración, reforma y modificación de la casa; amanecía y el ruido persistía: el mazo se hendía, firme: si no dormía, nadie dormía, —sin duda el desvelo permanente también habrá devastado la energía de Flor— y quién se atrevería a interrumpirla después de lo sucedido. El tío estaba fascinado; en sus reuniones semanales con Chucho Díaz, le decía: ‘Escuche, escuche: eso es trabajar. Cuando esa mujer se agacha las huevas rozan el piso’. El viejo comenzó a secundarla en cada plan que se le atravesaba: derribó y levantó muros, pintó paredes y fachadas, compró y acomodó muebles. Si hubiera querido habría demolido la casa y el tío Tiberio hubiera pagado su reedificación. Ella requería de él para llevar a cabo sus proyectos pero no precisaba su compañía; continuamente estaba sola, escoltada por ese ánimo desmedido, rayano a la euforia o a la rabia. Acaso así haya iniciado su relación, la aproximación inicial, el chispazo primario. Valga aclarar: ni siquiera tras la mudanza renunció a su autonomía, y quizá las únicas compañías permanentes que admitió y prosperarán serán sus hijos. ‘Mírela ahí: en el entierro de su propio marido dura como una viga’. 

Tiempo después, tras su despido, Chucho Díaz se informaría del porvenir de Bella Esperanza a través de la brevísima información facilitada por la señora Otilia los domingos en la iglesia. Supo del primer embarazo de Rosario —¿Quién no se enteró si el viejo Tiberio lo anunció a los cuatros vientos?— y también del permanente martirio padecido en la hacienda durante la párvula enfermedad urinaria de Carlos; los primeros meses, la señora Otilia, reventaba en llanto al relatar el semanario de desastres provocados por el tío Tiberio (su despotismo se había acrecentado y su trato irascible, combinado ahora con agresiones físicas, se veía sometido al reporte médico, desfavorable el primer año): expulsaba con fuetazos —indiferente a la parte del cuerpo donde reventara el azote— al jornalero que, a su parecer, daba un vistazo fisgón o inapropiado a la casa principal; si la comida le parecía desabrida, escupía el trozo en el plato, lo arrojaba al suelo y, pateando iracundo los pedazos de porcelana por el comedor, refunfuñaba: ‘Gran puta vida ¿Por qué no se morirá y dejamos la joda? Plata por todo lado y no avanza’; si algún fulano interfería en su trayecto, lo desafiaba, entre agravios y advertencias, a pasar primero, originando innumerables resentimientos que luego habría de pagar. Entretanto, Rosario se encargó, enérgica y sosegada, del cuidado de su hijo, de equilibrar al viejo Tiberio y apaciguar, en confidencia y asistida por la señora Otilia, el ánimo de los trabajadores. Tras casi dos años la salud de Carlos se estabilizó y, paulatinamente, se restableció el curso ordinario de Bella Esperanza. 

Al año, la señora Otilia le contaría a Chucho Díaz, en uno de sus encuentros dominicales, del segundo embarazo de Rosario; la noticia fue comunicada, en la hacienda, únicamente a ella (el tío Tiberio también se lo confesaría a mi padre oscilando entre la alegría y el pavor) siendo un proceso de gestación vigilado y precavido. Ernesto, por fortuna, nació robusto y saludable, pero la suerte es azarosa y dos meses después Flor moriría sin conocerlo; la órden fue sentenciada desde la casa principal: la madre y el recién nacido serían confinados previniendo posibles contaminaciones. Al sepelio asistirían contadas personas, entre ellas, Esmeralda: su notable benefactora; sería ella quien la descubriría sin vida, rezaría postrada una última oración junto al cuerpo marchito, escogería las prendas de partida y lanzaría el único puñado de tierra al ataúd. Ni Magdalena ni Rosario estuvieron presentes.




III

Para desentrañar la vida conocida del tío Tiberio debemos remontarnos a su adolescencia (de su niñez poco supo mi padre: único sobreviviente conocido, y sabedor certero de su rumbo); siendo el mayor de seis hermanos varones, y mi padre el menor, fue poco lo que convivieron en la misma vivienda —aunque la diferencia es intrascendente: con los otros tampoco hubo convivencia—. El tío Tiberio tenía trece años cuando nació mi padre y cinco años después emprendería su ruta independiente y reservada. Mi padre, hasta el último de sus días, ignoró la razón de la inusual y enigmática confianza profesada por su hermano: ‘¿Habrá surgido un incipiente sentir paternal debido al mes y al año de mi nacimiento, fecha inexacta, por apenas tres días, del fallecimiento de nuestro padre?’. El abuelo fue una figura ausente que se relacionó en contadas ocasiones con sus hijos, pero conforme a sus recuerdos, se entregó, en cuerpo y alma, en cada una de sus presentaciones; no obstante, jamás hubo conversación ilustrativa o esclarecedora sobre materia alguna de la vida. Poco menos le dijo la abuela —apresada en la parición, amamantamiento y crianza del carrusel de criaturas— en su infancia, y seis palabras dedicadas tras santiguarlo en su despedida perforarían su alma: ’Sé alguien en la vida, hijo’. 

En consecuencia, el tío Tiberio se crió y formó sin directriz determinada: se orientó a través de la experiencia - el fracaso o el triunfo- y esta fue su advertencia y consejo: distinguió el brillo y el ardor de la flama, el efecto inmediato y riguroso de la palabra, el impacto del accionar compulsivo o razonado y la consecuencia del paso impreciso o concreto. Lo habrá guiado y amparado Dios o el diablo —estará en su consideración— en la persistente y vehemente conquista de sus deseos. Son múltiples los senderos que podrían guiar la narración de su trayecto pero sólo uno enfoca, y se interrelaciona, cabalmente con el resto: la aprobación. La insondable necesidad de ser querido y acogido a su modo: ser idolatrado en una amalgama de sumisión, cariño, respeto, temor y devoción. Apearse del caballo y percibir los ademanes fascinados y atentos: las cabezas desnudas tras la correspondiente reverencia de los eventuales y fantasiosos cuñados y padres; los codazos camuflados de las madres a sus hijas encarrilando sus miradas; los susurros, lacrimosos, anunciando su presencia. Pero era un peón (categoría perpetuamente despreciada) y los incipientes acontecimientos de su independencia —los agravios proferidos por los patrones, las risas insultantes de hombres y mujeres a sus aspiraciones, el desprecio solapado por su aspecto, la recepción displicente de sus opiniones despiertas y concisas— consagraron su empeño a zafarse de su posición,  hundiéndose en una de las más intensas campañas de la avaricia y la venganza. Represalias calculadas y meditadas por años: fecha, persona, ofensa, análisis del agresor y discurrida e ideada sanción. 

Las visitas familiares del tío se dieron con una irregularidad sistemática hasta la primera de las conversaciones con mi padre: pasaba, con el falso pretexto, de conocer el estado de su madre y sus hermanos para poder asearse, aprovisionarse de lo poco que poseían y alimentarse gratuitamente. Tras el prolongado baño y el correspondiente banquete ofrecido al fugaz hijo pródigo (encomendado a sus hermanos), conversaba brevemente con la abuela sobre la condición financiera del hogar y, esporádicamente, dejaba un par de billetes sobre la mesa del comedor al despedirse —semejando el pago obligatorio de un servicio en vez de una piadosa y genuina contribución—. Sentado en la mesa solía ver, con cierta intriga, la impasibilidad de mi padre: trasladaba, de la cocina al comedor, los platos atestados de comida, y esperaba sereno su culminación para luego regresar, con los recipientes pulidos por la lengua del tío, al fregadero. Para mi padre, en aquel tiempo, el tío Tiberio era una figura misteriosa y extraña: la representación de un familiar lejano que ha decidido visitar a su pariente debido al imprevisto cruce de caminos. Siendo su único acompañante, el tío se acostumbró a preguntarle, mientras tragaba los alimentos con afán, su edad, estatura, intereses y aprendizajes; mi padre respondía frases escuetas —con su acostumbrada sobriedad— divirtiendo al tío y propiciando sus largos monólogos, que empezarían en el comedor familiar y gradualmente se irían apartando de la residencia: ‘Camina’, le decía a mi padre abriendo la puerta de la casa y gritaba un ‘Me llevo a Simón’ cerrándola. Mi impúber padre era su confidencial audiencia y, en aquellas presentaciones personales, el tío exhibía su intimidad: desde los siete años mi padre soportó los soliloquios caprichosos, se acostumbró al continúo gluglú del ron resbalando por la garganta del tío y al incesante escape de presión de las cervezas al abrirse. Se desahogaba bebiendo, exclusivamente con mi padre, en sus salidas mensuales: ese día vomitaba el veneno pestilente aglutinado en su garganta y así soportaba la vara de acero que azotaba su espalda los días posteriores; concentraba sus esfuerzos en el mañana: la obstinada fuerza de su voluntad era alimentada por el rencor. A lo largo del extenso jornal —resistiendo el menosprecio y las ofensas cotidianas— imaginaba y visualizaba detalladamente los escenarios de sus codiciados desquites, para luego escupir, súbitamente, viciadas deducciones: ‘Otra será la joda cuando yo sea el que mande’ repetía, una y otra vez, ensimismado en sus cavilaciones, ‘Se grabarán la suela de mis zapatos mientras suplican atención… Por mi madre que veré lágrimas de sangre’ concluía reventando el culo de la botella en la mesa de madera. Ordenaba una cerveza o un trago de ron y la ira se transformaba, gradualmente, en desconsuelo y frustración; padecía la desatención femenina, lo atormentaba su apatía: ¿Por qué se fijaban en tal fulano y no en él? El otro carecía de ambición, autoridad, vivacidad. Ebrio lloraba y dudaba: ‘¿Es que soy una rata inmunda?’, y el demonio acometía trocando el tono de su voz: ‘Ah, pero cuando Tiberio llegue con los costales de dinero y se limpie el culo con la plata…’, disentía, asentía, escupía, acomodaba y abrasaba un soldado blanco de Pielroja en sus menudos labios cuarteados: absorbía el humo y exhalaba ruindad. ¿Un niño qué podía comentar de materias que nunca antes había considerado?: el tío estimaba su silencio y proseguía. Simultáneamente, mi padre se conmovió y asombró por la diversificación de su comportamiento: en la intimidad de sus diálogos el tío se presentaba como el más delicado de los cristianos; no obstante, en público, procedió (paulatinamente —gracias o a pesar de su tesón—) como el más abyecto de los humanos. Adhirió el despotismo, la crueldad y la burla de sus patrones: esclavizó a la servidumbre; trató, al subordinado, como al más insignificante de los insectos; y, a sus pares, los desacreditó y clasificó, permanentemente, como incapaces y holgazanes. Al advertir la presencia de mi padre le susurraba: ‘Aprende, Simón: si no se les trata así, no trabajan estos malditos mantecos’.



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¿Quién —teniendo y sobrándole el dinero para alimentarse por semanas con festines diarios, como merecida y justa recompensa al arduo trabajo, y sin ver perjudicada de modo alguno su economía— decide pasar hambre? El tío Tiberio mitigaba el apetito fumando como un energúmeno para así esquivar una, o a menudo dos, de las tres convenidas comidas diarias. Condenaba el bienestar, y su austeridad simpatizaba con una apetecida y estimada miseria: dormía en una vivienda diminuta, puerca y deteriorada ubicada en un terreno gigantesco de su propiedad (atestado de ganado, caballos, gallinas, cerdos —animales que, en efecto, vivían mejor que su amo— y de cultivos que, indudablemente, podrían abastecer de materias primas por meses a las familias de los trabajadores de la finca), confinando el descanso en muros agrietados y un tejado maltrecho, acompañado por los chillidos nocturnos de las ratas y las juiciosas rondas de las cucarachas; desprendiendo un hedor nauseabundo impregnado en sus escasos harapos —percudidos y reventados tras años de abuso—, en su piel maltratada por el sudor de la brega, y en su pelo intrincado y sebáceo; indiferente a sus dientes podridos y sarrosos, a sus uñas largas y térreas, a la sarna que se apropiaba paulatinamente de su pellejo.

Entre más atesoraba, más penurias soportaba. Ciertamente, parte de su capital provenía del obstinado ahorro laboral; sin embargo, una considerable porción de su riqueza derivó de los incipientes préstamos a jornaleros y capataces (uno de ellos sería Raúl). La fama del prestamista se propaga como la peste misma, y son los deudores quienes —habiendo solventando parcialmente su necesidad— se encargan de expandir abiertamente la infección con las continuas y entusiastas babas que escupen en las alabanzas públicas dedicadas a su redentor. Un redentor anónimo. El viejo Tiberio previó la coyuntura violenta e incómoda de la cobranza (las cuotas, la pesada exigencia del pago en caso de atraso, el interés en caso de mora, la huída, las posibles agresiones…), trazando y ejecutando un plan que, por lo que supo mi padre en aquellos años, fue infalible: inventó y narró una serie de historias —particularizadas según el futuro deudor: agregando o disminuyendo temor—, vinculadas, invariablemente, a una cuestión primordial: la plata nunca era suya. Se situaba en la intermediación y el dinero entonces pertenecía a un pariente que, por inconvenientes legales, debía ocultarlo por tiempo indefinido; a un hacendado de una región próxima que, tras ser amenazado, le había designado como administrador de su ganado; al negocio de un amigo cercano en el que participaba de mediador. El capital, en cualquier caso, pertenecía a un hombre acaudalado que tomaría represalias severas e inmediatas si llegara a descubrir la secreta transacción; así emprendía la reunión y motivaba la confianza en el deudor al mencionar someramente el riesgo recíproco al que se enfrentaban. Tolerada la condición debían contestar el imprescindible y meticuloso interrogatorio; toda pregunta debía ser contestada y comprobada, incluso aquellas que comprometían su intimidad (de lo contrario la solicitud de préstamo era rechazada: el tío se levantaba, extendía su mano —tantas veces repudiada— y se despedía con una sonrisa burlona). Los deudores soportaban la vergüenza por la mera necesidad y el tío extraía la codiciada información del arrepentido: confesiones que escasamente se revelan al cura en busca del perdón de Dios. ¿Y no son acaso los secretos instrumentos de manipulación e intimidación efectivos? Infidelidades, bastardos, delitos, infracciones, adicciones y derroches. 

Desde luego se refirió a sus estrategias de cobranza; representaba alegre y cabal los encuentros de su oficio, como si relatara un suceso placentero, las proezas de un ídolo: se acercaba al deudor en mora (encarnaba el personaje levantándose de la silla con la botella de cerveza en la mano exagerando el movimiento de los brazos y las piernas:‘¡Y yo tranquilo, Simón! Como el niño que va por primera vez a la escuela…’), posaba su mano sobre el hombro de la víctima (sobando una espalda invisible, empinándose y resguardando y conduciendo con su palma la frase maligna que desprendería su boca) y le preguntaba entre susurros demoniacos por la salud de su amante, por el nombre del niño, por el hermano al que había robado, por el estado del acuchillado, por el soborno, y eso bastaba (‘Vieras la cara de ese pobre infeliz: blanca como —miraba y señalaba, miraba y señalaba— esa pared, como esta piedra, como tus dientes’): indolente a la respuesta del deudor retomaba camino habiendo cumplido su labor (aplaudía y reía elogiándose). A los contados días recibía el pago: la víctima humillada se disculpaba por la tardanza, y él, sereno, fingía interés en la angustiada narración mientras contaba, alisaba y organizaba los billetes entregados, agrupándolos en fajos, disintiendo y deplorando lo ocurrido con un continuo: ‘Cómo va a ser’. El cálculo susurrado de los billetes era interrumpido —desde luego sosteniendo su mirada en ellos— únicamente, cuando el asunto le atañía: montos exactos, fechas de desembolso, número de empleados, obligaciones mensuales de fulano, calamidades financieras de mengano; vinculaba las historias, y la información ensamblada la usaba para subyugar posteriormente a alguno de los prestatarios involucrados. Al despedirse, estrechaba la mano del deudor y lanzaba referencias cizañeras afianzando la relación (‘Muy raro que no le haya pagado todavía si hace unos días pasó y saldó la deuda con el patrón’; ‘Vaya hablando con algún conocido suyo a ver si lo recibe porque por ahí la vaina está jodida’; ‘Los obreros se le están mamando’; ‘Asegúrese de que ese hijo sea suyo’) generando una vorágine de incertidumbres, especulaciones y sospechas en las que él era el único que figuraba como bienhechor. Le complacía advertir el control, la desgracia generada por un puñado de palabras. Cuando el secreto reposa en la bondad aliviana, apresado por la vileza corroe. El más puro de los males personificado en un ser insignificante y desapercibido: un hombre que anda y dialoga sereno por el campo, y que, contrario a lo esperado, noche a noche duerme mejor, y su motivación y placidez diarias se acrecientan gradualmente: vive sin pena ni remordimiento. Un despreciable hombre feliz: ‘¿Tener que ser bueno, Simón? A nadie obligué; para favores, los curas y las monjitas’.

Entre sus hermanos regularizaron reuniones semanales de auxilio al advertir su lamentable estado; llevaban provisiones y prendas (usadas —en condiciones óptimas en todo caso— o nuevas en varias ocasiones —comprándolas con un dinero reservado exclusivamente para este fin—) y él las acogía como el más agradecido de los miserables: afable, lacrimoso, sensible; cuando mi padre asistía, le guiñaba el ojo mientras recibía la dádiva y sonreía como el mismísimo demonio. Un rufián despiadado: sus hermanos subsistían con la mayor de las austeridades y él, entretanto, cebaba bestias, robusteciendo y fortaleciéndolas, para su mantenimiento y venta posterior. Omitía o evitaba involuntariamente —así marchan las mentes corrompidas— la sabida consideración inherente: con la venta de uno o dos de sus caballos criollos podía obsequiarle una casa modesta a cada uno de sus hermanos componiendo considerablemente sus vidas; o acaso pensara: ‘He sido yo quien se ha acabado, he sido yo quien ha recibido los agravios, he sido yo y no ellos: es esto lo que merezco’. Su proceder enamoradizo se difuminó al encontrar cariño y aceptación en los burdeles: consentía la atención y complacencia eminentemente interesada, directa e indisimulada, supeditada al gasto provisorio. El rollo de billetes fue lanzado al encargado desde la primera visita (domingo: día de goce), explicando detalladamente la solicitud (‘Quiero que me bañen, que me limpien hasta el hoyo del culo, cometerlo con una o dos y que me vuelvan a limpiar’), regresando habitualmente a exigir el mismo servicio. Disfrutaba de los baños y la satisfacción ofrendada al anónimo, valiéndose, tan solo en esta condición, de sugerencias y no de mandatos; se deleitaba simulando el querer —‘Te quiero, mi amor. Vámonos al amanecer, que esto no acabe aquí…’— durante y tras el clímax del orgasmo, costeando continuamente el precio adicional del abrazo amoroso postcoital, la respiración queda, las palabras preciadas y definitivas. La jornada era distribuida entre el placer y la fantasía: al advertir el sueño de las prostitutas dedicaba la madrugaba del lunes a imaginar el momento en que el desprecio pasado de demasiadas personas se transformara en sumisión —saboreada horas atrás—, peticiones amables y ruegos desesperados; incluso recordaba fascinado las frescas súplicas de semanas o días previos: acción y reacción consecuente; al desprecio contestó con dilaciones, a la indiferencia con duda, a la cortesía con falsa obstinación: fundó un ‘Veré qué puedo hacer’ sujeto al comportamiento particular de antaño. 

Mi padre lo reconocía: se acostumbra vincular el mal al caos, la imprudencia y el desequilibrio mas Tiberio evidenció que, para su consumación, se requiere perseverancia, tiempo y disciplina, así como dominio personal absoluto y una certeza categórica para la ejecución de cada propósito absurdo y ruin. El tío cobró cada agravio recibido y el ofensor invariablemente se postró arrepentido (tachó todo nombre escrito en su libreta: las hojas se atiborraban de iniciales y apellidos, fechas y hechos —comportamientos, palabras, bromas, susurros; calificados arbitraria y fantasiosamente como indebidos— que reaparecían una, dos, tres, cuatro veces) tras meses e incluso años de acercamientos interesados, inspecciones malignas, conspiraciones y una innumerable consecución de confidencias compartidas. Todo lo supo mi padre por boca del tío, mientras crecía y hallaba rumbo en su propio camino: Tiberio recompensó el silencio con la financiación de sus estudios. ‘Todo en esta vida cuesta, y se paga con sangre o con oro. ¿Cuánto cuesta tu tiempo, Simón?’

Al concluir la visita hospitalaria —dispuesta por mi padre para la narración de este fragmento de la historia—, le pregunté si, en aquel periodo, el tío insinuó algún género de asistencia o participación, si se sintió atraído o tentado a imitar su proceder, si cedió…; él asintió, entre risas apagadas y nostálgicas —como si viera el alma podrida y risueña de su hermano en la cubierta de la habitación— tras barrer una incipiente lágrima: más de una vez trató de persuadirlo, y mi padre consideró el ofrecimiento, estimulados por el alcohol; sin embargo, jamás se materializó ninguna acción: se retractaban al día siguiente en la intimidad y pasaban meses sin aludir nuevamente a la oferta; ambos sabían que, atravesando esa ciénaga, se pierde la cordura. El mal adopta un semblante benevolente durante su hundimiento: el cuerpo soporta el rigor mientras el espíritu se extravía. Bajo la imagen dichosa de Tiberio debió residir una sombra abatida: al considerar que todo se paga, nada se recibe desinteresadamente, sólo se estima el valor de lo otorgado. 




***




La revelación fue gradual y plagada de embustes. Modificó inicialmente su apariencia física; se presentaba, en sus encuentros mensuales, aseado y alineado: el cabello modelado y peinado, la barba afeitada, el bigote perfilado y las uñas cortas y limpias; lucía prendas novedosas —camisas, pantalones, zapatos— y sofisticadas (refiriéndose constantemente a su origen valiéndose de pretextos: ‘Ah, ¿esta camisa?: me la ha dado un fulano como parte de pago, es gringa’) y las deterioradas, regularmente, lavadas; y, un olor propicio: matizó el acostumbrado hedor de su cuerpo y su boca con fragancias naturales: menta y cardamomo. Mi padre, ciertamente le preguntaba, entre halagos y adulaciones —recibidas con reticencia—, la razón de la alteración; el tío mencionaba, en cada reunión, diversas justificaciones (como si aquellas atenciones lo obligaran a excusarse; se debería prescindir de algunos comentarios con determinadas personas cuando el cambio es apropiado: ‘No advertía que, cada cumplido, incrementaba su inseguridad y, de paso, su rencor’): aludía a una entrevista con un hacendado para el desarrollo de un negocio formidable y se le había exigido una presentación conveniente —citando la circunstancia como una excepción engorrosa de su habitual y confortable aspecto miserable—; el mes siguiente, mencionaba que, justo ese día, era el fortuito día de baño y se iba, al momento, disculpándose con un fingido cansancio; a veces asociaba su curioso aspecto a casualidades insólitas: el nacimiento de un ternero, la venta de un terreno, bautizos, confirmaciones y casamientos. No obstante, en los días que reavivaba su facha habitual, y bebía más de la cuenta, revelaba la apenada información íntima y vergonzante: confesaba, ofendido, la fatiga provocada por los comentarios vinculados a su apariencia; lo veían como un maldito lavaperros, la gentuza lo trataba como un pordiosero ignorando que era él, y no otro, el que había edificado la envidiable y monumental fortuna secreta: ‘¡Con mis putas manos de peón, Simón! Con el cuerpo vuelto mierda: la jeta quemada, los pies llenos de llagas, los brazos repletos de cicatrices y la carne sangre por el azote diario. ¡He sido yo, Simón! Yo, y sólo yo’; se levantaba de la silla, la pateaba, chillaba y miraba al cielo como si fuera él quien contemplara la tierra. Brotaba el ego subrepticio del tío Tiberio. El negocio prosperó y los clientes variaron: solicitaban al patrón, y él, Tiberio González, para ellos, era un bracero más: un mísero intermediario. ¿Revelar el engaño? Inviable: ¿quién le creería, cuántos inconvenientes? Aniquilar la estratagema sería decapitar su preciada creación. Aun así, una única —y perjudicial— vez se expuso: recibió a una mujer (barrió su casa, se aseó, vistió sus mejores prendas, sonrió), y ella, al llegar, infiriendo que aquel desgraciado era el caco insignificante del amo, demandó la presencia del prestamista: Tiberio, atrevido, se acusó; la mujer lo recorrió con su mirada, examinó su casa y rió, carcajeó y golpeó sus muslos una y otra vez. Corrió sus lágrimas, palpó sin escrúpulos su entrepierna advirtiendo la orina y continuó la risa: ‘¡Indio atrevido! Avise a su amo que quiero verlo’. La estrategia usada fue efectiva en el inicio, no en el progreso; cobró cada peso, se aisló, planificó y reverdeció el verde infierno. 

Anunció y convidó, a familiares y allegados, con entusiasmo y fervor —solicitando, incluso, consejo a sus hermanos y consagraciones a sus incipientes cuñadas—, el desarrollo de un negocio fructífero (inventó la compra de una ganga extraordinaria en Venezuela) que enmendaría la estrechez familiar, garantizando comisión a cada consejero —denominados por él como representantes regionales— y así retribuir su favorable asesoría. Se marchó por una temporada (mi padre, al verlo de nuevo, le preguntó por el destino y él calló: desatendió la pregunta, orientando y concluyendo la conversación con un: ‘Dime, más bien, cuánto billete falta de tus estudios y saldamos eso de una vez por todas’; así inició el desapego confesional y la separación fraternal, recurriendo a él, con los años, únicamente en circunstancias críticas. Quizá se haya ido efectivamente al país vecino y allá haya iniciado sus más lucrativas y corruptas transacciones). Al regresar entregó a cada consultor una suma idónea —insignificante para él, un hombre rico: su opulenta fortuna bastaba para no tener que trabajar nunca más en la vida— por el próspero resultado de la ficticia empresa. No obstante, quien lo conocía, advertía rápidamente su farsa: la dicha y la prosperidad camuflaban la zozobra y la vileza de su atroz comportamiento. Dedicó los primeros meses a la restauración de su figura pública: reconstruyó su hedionda casa, renovó su vestimenta y transformó su aspecto; contrató a profesionales sobresalientes de la capital —ingenieros, arquitectos, cirujanos, modistas— para este cometido. Los empleados se hartaban prontamente —prolongando, en consecuencia, el curso de los proyectos— por el despotismo, los arrebatos y la volatilidad del tío: su juicio trastocado vinculaba la ocupación a la esclavitud. Por supuesto reformó su esfera social: desistió de los préstamos a subordinados y concentró su empeño en las negociaciones con terratenientes y políticos de la región —acaso personajes idénticos—. A sus contados cómplices, mi padre uno de ellos, los trataba con un cariño farsante —semejante a la relación con el traidor popular—y convenientemente afable: ‘¿Qué ha pasado contigo? Cuánto me alegra. Veámonos pronto y con algo de calma me cuentas lo que ha sido de tu vida’. Brotaron las amistades vagas y el acuerdo de los zánganos: invitaciones a festejos, juntas selectas y cenas célebres. Negoció, transó y compró con absoluta discreción; astuto y pérfido se hinchó de sangre como una sanguijuela. Finalmente llegó a él el apetecido y anhelado momento —ansiado por años— en que, hombres y mujeres que antaño lo habían despreciado, se acercaron con auténtica curiosidad y fingida simpatía, y, cumpliendo su codiciada profecía, menosprecio comentarios, agravió impunemente, desdeño patrimonios, embaucó a novatos y sometió a sus pares. A la mujer que acercaba su mejilla para saludarlo la trataba de hipócrita y al hombre que le sonreía de afeminado. Ciertamente el gentío pudiente lo aborrecía pero su presencia y sus fallos empezaron a ser indispensables para la consumación de cualquier negocio; se vieron obligados a soportarlo, tolerando sus abusos y caprichos, tras caer en cuenta —quizá muy tarde—, de su vasto patrimonio: en un breve periodo de tiempo había comprado una tercera parte de los terrenos de la región.

Hastiado de los prostíbulos y del permanente recelo (desde luego ridículo por su demasía) de las mujeres que lo rodeaban, prefirió satisfacer sus deseos sexuales, siempre escoltados por su predisposición enamoradiza —reprimida y dominada, para ese entonces, por la soga de la horca—, seduciendo a la servidumbre; aquellas mujeres, adolescentes regularmente, ignoraban la existencia de sus propósitos hasta la declaración imprevista de sus obscenas pretensiones. Mi padre suponía que aquellos amoríos ventajosos sedaban su lascivia, la inherente desconfianza, pero principalmente paliaban su desabrida soledad. Había, también, un impedimento determinante: el viejo Tiberio nunca antes había mantenido una relación desprendida, natural y verdadera con una mujer; desconocía la emoción del encuentro, el enternecimiento, las conversaciones esenciales o banales, las revelaciones, las caricias preliminares, los besos dulces y los abrazos reconfortantes. En absoluto había pensado en el bienestar de su prójimo, en sus inquietudes o alegrías; el diálogo trascendía si había algún género de lucro personal, de no ser así su entendimiento lo desestimaba. Sus conversaciones oscilaban entre la monotonía de la codicia y los testimonios clasificados; venganzas y desquites; resentimientos frescos y proyectos de revancha. Y su trato era rudo y tosco, acaso por temor, por mera ignorancia: semejante al estremecimiento causado por el cuerpo del recién nacido: nuestro espíritu tiembla al percibir la levedad y fragilidad de la vida en nuestras manos.

Resguardó la autoestima en sus méritos monetarios —¿qué más podía hacer?—, y, al rechazo, replicó con una codicia desmesurada, abundantes obsequios y, sin duda, intimidaciones; desaprobó la firme oposición e hizo lo indecible por mero resentimiento, vengándose como si hubiera recibido una injuria brutal: la rabieta del tirano. Abusó de un sinnúmero de mujeres y embarazó a la gran mayoría pagando la manutención de cada criatura —preocupado, indudablemente, por su imagen y no por la debida responsabilidad—; lo hacía por la inadmisible y eventual opinión pública: alusiones de escasez, insolvencia, quiebra… los fantasmas intrínsecos de su historia. Hubo un rumor solapado y constante al respecto: se decía que llegó a pagar incluso por vástagos ajenos —aun intuyendo la maniobra— para así ostentar a la región entera su abundante fortuna y desmentir las fantasiosas habladurías. Desde luego él —su historia, sus mañas, su fortuna— era un asunto patente en el departamento: el remoto redentor adquirió rostro y cuerpo; se ataron cabos entre las familias y la noción mutó —sorprendió, pasmó, enardeció—: la representación auténtica del mal, la infamia, la usura y la bellaquería ensambladas; manó el rostro de la trampa, las intimidaciones, las ofensas y los engaños. Desaparecieron los peligrosos y sanguinarios terratenientes, se desvaneció el manso mensajero, se descompuso el desgraciado miserable. Lo querían muerto,  y se protegió, tras varias amenazas anónimas, con una gavilla de bandidos y pícaros, trasladados desde diferentes departamentos (desconocidos entre sí —previniendo conspiraciones— mas encadenados todos por la misma condena: las extorsiones de Tiberio) pues en el Cesar no había familia que desconociera sus andanzas, ni que no se hubiera visto sometida a sus artimañas.

Se atenuó el miedo y, con la merma, la forzada obediencia; el anonimato robustece el pavor y, al adoptar forma, se amansa la fiera: la pesadilla se disipa. El patético mendigo era el maldito prestamista: un ser corriente y ordinario. Surgió un primer brote de dilación y negligencia a las despiadadas órdenes decretadas en sus fincas; resolvió exterminar la provocación y súbitamente abrasó toda pretensión; instauró la diligencia a través de mezquindad y despotismo. El tío Tiberio emprendía camino y preguntaba al capataz la razón del retraso: el hombre salvaba su pellejo acusando a ciertos jornaleros; se acercaba a ellos, los interrogaba y, atendiendo a sus pretextos, reflexionaba sobre la circunstancia; se excusaba y, al capataz, le preguntaba sus nombres y lugar de residencia. Se dirigía —acompañado por dos o tres de sus cacos— a sus casas, llamaba a la persona encargada, usualmente la esposa del jornalero, y aludía a la entrega inmediata de las habitaciones; la mujer, desconcertada, sugería una equivocación. El tío mentaba el nombre completo del jornalero y, condescendiente, cercioraba la información: señalaba el papel, lo golpeaba dos veces con su dedo y mostrándolo a sus testigos canallas, engañaba a la mujer: había sido el mismo marido quien había decidido aquello, se exculpaba al observar las lágrimas incipientes, insinuaba una falla de comunicación marital y exigía el inicio inmediato del desocupe. La mujer, lívida, solía mandar a llamar al jornalero y el tío, simulando una ofensa, se sobreponía desafiante: ‘¿Me está tratando de mentiroso? Es que no es si quiere, esto es una órden. Yo soy su patrón, y el patrón de su marido. Esta tierra es mía y el piso donde está parada también. Ustedes hacen lo que yo diga. Me va sacando sus vainas de la propiedad y se me van esta misma noche’. Ciertamente, el jornalero llegaba al que había sido su hogar por años, descubriendo a su mujer y a sus hijos agrupando sus escasas pertenencias en el portón, esperándolo para partir; iracundo, abatido, perplejo, se dirigía a la casa del tío, siendo recibido, habitualmente, por la pandilla de rateros quienes, acatando sus órdenes, retrasaban el encuentro preguntándole una, dos y tres veces su nombre, el motivo de la reunión, su cargo y su lugar de residencia (muchos se marchaban perturbados fantaseando la imagen reiterada y colectiva: agarrar con vigor el revólver y vaciar las seis balas del tambor en la cara de Tiberio). Tras un hora o más era recibido por el tío: le ofrecía asiento, un trago y preguntaba alarmado la razón del ofuscamiento; el jornalero, desorientado por la benevolencia del patrón, se ilusionaba con un posible malentendido: explicaba la aterradora situación y, esperanzado, sugería la equivocación. El tío alisaba su cara y se refería, imperturbable y risueño, a la postura del jornalero horas atrás: le recordaba, palabra a palabra, las justificaciones y evasivas ante sus amables peticiones; le tiraba un par de billetes, llamaba al ratero y lo despedía. Sonreía, se servía un nuevo trago y repetía las frases mencionadas al jornalero alentándose: ‘Se van bravos conmigo, y yo no he hecho sino repetirles sus palabras’; llamaba a algunos de sus guardianes —acaso en busca de aprobación, quizá urgido de compañía—, y ellos, hartos de escucharlo, lo oían disimulando el tedio, respondiendo condescendientes, asintiendo y riendo cuando él se refería numerosas veces al mismo suceso.

Múltiples y diversas son las historias que se podrían llegar a contar sobre esos veinte largos años que pasaron hasta la aparición de Rosario. Sin embargo, la deducción de sus fallos y sus caminos resulta clara y sencilla tras habernos detenido en los singulares sucesos referidos anteriormente, pues los años de la avaricia transcurren pesados y homogéneos: es, fundamentalmente, la representación natural de la monotonía. Una sucesión ininterrumpida de andanzas semejantes: poseer y adquirir sin bastar; mas con los años y la usanza, se modera la severidad. 





IV





Hubo una única conversación, profunda y reveladora, entre Rosario y mi padre, tiempo después de la muerte del tío, y próxima a la larga agonía de su fallecimiento. Rosario se presentó repentinamente en el hospital, tras años de ausencia, y hablaron a solas: preguntar, responder, confesar, agradecer, despedir. Al ella salir, y yo entrar, le pregunté a mi padre por lo que había venido a decirle mientras sostenía una carta en sus manos. Dejó de mirarla, me la entregó (‘Guárdala. Tú, mejor que yo, sabrás qué hacer con ella’) y preguntó por mis recuerdos. 




***




Rosario quiso, genuinamente, a Tiberio: valoraba su carácter —particularmente lúgubre— desenfrenado y abyecto. Besaba su pecho lampiño, posaba la cabeza sobre su torso, acariciaba su brazo —atravesando y brincando con sus dedos las fronteras tostadas y lechosas— y se apiadaba durante el confidencial relato de sus andanzas huérfanas, hambrientas y extenuantes en la caza de su temprano objetivo; la curiosidad y la compasión se fundían al escuchar el desconsuelo del trayecto apartando la inherente ruindad del bandido. Examinaba el origen de su miserable actuar situándose al filo del precipicio: insinuar una eventual transformación era inútil —y para qué, si así lo quería—; de igual modo, advertía el fortalecimiento de la reincidencia con el deje de sus testimonios. Hay personas que acogen la maldad y la bondad sin rasero moral: Rosario era una de ellas. Y quizá haya sido aquella la razón del enamoramiento: Tiberio se expuso tal como era, sin máscara alguna —virtud de la madurada adultez— y fue leal; le confió su temor y su aplomo; sus aventuras y sus accidentes; sus triunfos y sus fracasos. Fue, para ella, hombre de una única mujer —los ojos de Rosario se encendían al repetir aquello: Una única mujer—. Sólo ella lo vio reír y llorar como un niño: real. A Rosario se acercó devoto, paulatino, con la debida obstinación: conversando, escuchando, mimando, halagando, alejándose y volviendo a ella, únicamente, al advertir la aprobación de los cumplidos. Entonces le dejaba una flor, una porción de tierra, una piedra o una nota en el umbral de la puerta aguardando paciente —semejante a un adolescente— la anhelada contestación. Rosario consintió la seducción y él, Tiberio, quiso como odió: recursivo, tenaz, cambiante; percibió, aprendió, se mantuvo y se contuvo.

Poco suma el progreso de su enamoramiento —que bien podría recibir otros títulos igualmente acertados: simpatía, afinidad, inclinación…— en el rastreo de su relación; sin embargo, al considerar y observar estas peculiaridades, también se debe examinar un argumento particular, insondable y enigmático: la soledad. Tiberio y Rosario eran personas solitarias; transitaron sus inusuales senderos aisladas, deplorando la constante compañía, soportando la incompresible tirria al verse rodeadas, resistiendo la continuidad de las palabras, el ineludible tacto, la necesidad gregaria del humano. Naturalmente partieron —para luego anclarse— de orígenes opuestos: la condición de Tiberio y la convicción de Rosario. (Así lo supo y ansió ella desde la infancia: anhelaba día a día su absoluta emancipación; andar, salir y entrar, apartarse y permanecer, desaparecer, hallarse, estar y ser ella y sólo ella enteramente como precepto vitalicio. Padeció, y gozó, íntima e inexplicablemente —experimentando un vasto remordimiento— la muerte de su padre: fantaseó y proyectó un plan para su incipiente condición de independencia y orfandad; repudió la mudanza y, días después, sabría dominarla arbitrariamente, hallando en ella una soledad fragmentada y abatida. Persiguió su intenso deseo —como Tiberio— desdeñando el alimento, el sueño, el respeto, la honra maternal, el cariño fraterno: ‘En mí recayó el peso de la deuda, papá. ¿Cómo dejarte sola, mamá, qué esperabas de mí? Te fuiste, Magdalena, y fui yo quien acarreó el lastre de la muerte. ¿Quieres algo de mí, Tiberio? Ofréceme libertad’).

Probó y saboreó la aspirada soledad al levantarse, en la gran casa de la hacienda, y descubrir, al abrir sus ojos, que el día le pertenecía: podía disponer de él a su antojo; esa había sido su condición al aprobar el traslado y Tiberio admitió el requisito. Tomó un largo baño, se vistió y se tendió en la cama, sola: sin obligación alguna, plácida, ignorando toda circunstancia nociva, censurando los percances, suprimiendo todo recuerdo dañino, abrigada por percepciones dispersas y sencillas: observando sus manos, las cicatrices de sus brazos, sus uñas cortas y limpias, configurando figuras amorfas en la cubierta blanca del cuarto, palpando la seda de su vestido, acariciando las sábanas. Pronto cerraba sus ojos y rememoraba sucesos entrañables del trayecto: recorría cada una de las etapas de la extenuante travesía, advirtiendo, perpleja, que la vida recorrida los últimos años no era más que una consecución de imágenes impropias, sobrellevadas por una figura extraña, una sombría representación suya; se reconocía: identificaba una Rosario adolescente, astuta y curiosa, molesta por la dependencia, pero feliz, una mujer risueña y despreocupada. Abrazaba a su ser maltrecho y le agradecía a la Rosario de ayer la instintiva e irreflexiva resistencia; suspiraba, sonreía, reía a carcajadas y pasaba las manos por su cuerpo: fue ella quien llegó al pacífico destino. Decidió, desde aquel reencuentro, aprehender el regocijo experimentado y nunca más desampararlo; concentraba su esfuerzo diario en el insistente retorno: ser lo que había sido, y abolir, con un aplauso ensordecedor, la mujer enajenada y marchita. Optó por arrasar y reverdecer: cumpliría toda meta propuesta, llevaría a cabo las promesas e ilusiones adolescentes: una casa propia, acomodada y coloreada a su gusto; un espacio personal e íntimo. Dedicaba las mañanas al arreglo de las habitaciones, la sala, el comedor, la cocina, los baños; compró mobiliarios, vegetación y adornos específicos para cada compartimento, y la casa adoptó una identidad: estableció espacios de circulación y de reposo, zonas de contemplación y oficio. Una vivienda armónica y unificada. Se marchaba, estudiaba el paisaje, consideraba sus características y hallaba en ellas estímulos para sus remodelaciones. Pero llegaban las tardes, y con ellas, las habituales visitas de Flor; y cómo confesar su aflicción: la figura de su madre, deteriorada y deshecha, evocaba a la Rosario opaca y abatida. Al detallarla, la desolación enturbiaba su hogar, su preciada restauración, su empeño, su resurgimiento, y la Rosario execrable, despiadada y fría acometía su espíritu venciendo y tiranizando su juicio; el verdugo anunciaba: esa anciana derrotada no es tu madre, es una intérprete, ha sido suplantada, tu madre ha quedado atrapada en el tiempo. La odiaba y se odiaba: se advertía. Flor y Magdalena personificaban su injusto estancamiento. Debía entonces abstraerse, reprenderse y suprimirse; tras cada encuentro, se apartaba, gritaba, se insultaba, se cacheteaba, trepaba el Gólgota y volvía a ella. Resentida por su conducta benévola y débil regresaba airada a Bella Esperanza y se encerraba en la habitación procurando reemprender su naciente vida; ocupó sus noches en la remodelación absoluta del aspecto de Tiberio: organizaba la vestimenta que usaría el siguiente día al borde de la cama y lo imaginaba usando la camisa o el pantalón seleccionado, y así conciliaba el sueño: dominándose, abstrayéndose, yéndose. 

El tío Tiberio admitía toda variación efectuada por Rosario, incluso gozaba y examinaba las transformaciones sintiéndolas propias; acaso se abstuviera de calificar objetivamente las modificaciones pues quería a Rosario, y, cada movimiento, cada frase, cada decisión suya lo complacía: aspiraba una vida a su lado. Él, como ella, gozaba de una absoluta libertad; Tiberio aceptó sus condiciones y Rosario se desentendió del resto: ‘Me importa poco lo que haga fuera de la hacienda, Tiberio. Yo, lo único que quiero, es lo que le he pedido’. No obstante, había una única circunstancia, privada y molesta, que brotó con el tiempo y el afecto: su descendencia conjunta. El tío pasaba por las habitaciones modificadas y aludía a las espléndidas condiciones de sus ilusorios sucesores: camas extraordinarias, baños particulares, un caballo criollo para cada uno, y bromeaba: en caso de gestar una amplia descendencia podrían expandir la casa. Rosario despreciaba la idea, la renovación del espacio la había realizado por disfrute propio, sin ningún fin en particular. ¿Hijos? Si apenas empezaba a vivir: disfrutaba su soledad y Tiberio percibía la distancia: ‘¿No quiere tener hijos? Yo sí, yo sí quiero hijos…con usted, y ojalá pronto’. Un capricho insolente: por supuesto Rosario estaba enterada del montón de criaturas huérfanas dispersas por la región, y poco le importaba: suponía, hasta la primerísima mención del inesperado requerimiento, hacer parte de la excepción gracias a esto. La petición, con los meses, transmutó en una propasada exigencia: cada veintiocho días, el tío, semejante a un proceso de cobranza, esperaba una respuesta favorable —ausencia, en este caso; extraordinaria ironía—, frotándose las manos, y la menstruación persistía, presentándose exacta y profusa. El viejo se impacientaba y solicitaba, mes a mes, una cita prioritaria con múltiples ginecólogos; Rosario asistía a las consultas y regresaba de ellas encubriendo la dicha: le enseñaba el diagnóstico, el viejo agarraba el papel tembloroso (‘Es mi cuerpo, Tiberio’), lo repasaba y despedazaba, alejándose, tirando y pateando todo objeto que estuviera a su paso. Era de su Rosario de quien quería un hijo: reconocería a aquellos sucesores, llevarían su apellido, vivirían en su hogar: en el espacio animado que había engendrado su mujer. Recurrió a las amenazas, suponiendo, absurdamente, que con ellas podría alterar repentinamente el funcionamiento de su cuerpo. Rosario suplicó un velado auxilio a su madre y su hermana —precisaba el amor, el cariño y el consejo tan desdeñado antaño—; organizó, recibió, y el orgullo la venció. La advertencia surtió, fortuitamente, efecto. 

¿Hijos, familia, aglomeraciones? Probó y las implicaciones fueron nefastas. Al recibir, las visitas familiares de Tiberio, experimentó el tenaz desagrado: le complacía la observación minuciosa, los halagos, los cumplidos; sin embargo, con la estadía, su estómago y su garganta se atrancaban al ver sus obras descompuestas: leves desplazamientos, rotaciones involuntarias, sugerencias imbéciles e injustificadas. Despreciaba su actuar, sus opiniones: el descuido sistemático —eximido continuamente— de sus sobrinos, desorganizando y ensuciando su universo; detestaba las disculpas constantes de sus nueras cuando el bebé perpetraba sus razonables faltas: ‘Ay, Rosarito, así son: ya lo sabrá cuando tenga los suyos’. Sonreía cortés, limpiando el vómito y la mierda, consolidando su determinación: rehuía esa vida de perpetuo sacrificio, la perenne sensación de desconcierto e incertidumbre, la compañía constante…: renunciar a su soledad, a su libertad. Así que, cuando la menstruación se ausentó, ella y el tío lloraron como el niño que nacería meses después, pero sus sentimientos eran opuestos: él lloraba de felicidad, ella de tristeza: la vida construida se derrumbaba.

Pero el tiempo pasa, y lo que ayer fue desdicha, mañana cautiva, y, poco a poco, entusiasma; así también, lo construido cede, el resplandor se extingue y la facultad se marchita. La vida habría de recordarle a Tiberio que sólo ella procede tiránica el tiempo que le plazca, que sólo ella da y quita. Habría de revelarle, quizá muy tarde, que era mortal, y que, todo en esta vida cuesta y se paga con sangre o con oro.




***




Simón, 

Siempre será mejor disculparse por escrito. La palabras quedan en el papel y, cuando vuelven las dudas o la tirria, se puede repasar la hoja y cerciorarse del arrepentimiento. Igual, la decisión está en cada uno. Mucho mal he cometido, y muy pocas veces he tenido la valentía de agachar la cabeza y pedir perdón. Lo hago con usted. Perdón por la lejanía, por haber desaparecido de repente, por ignorar las llamadas de usted, de sus hermanos y sus esposas. Los traté como a unos perros desconocidos. 

Ojalá algún día pueda entenderme. No quería verlos, no quería recordar nada que tuviera que ver con Tiberio. Quería que el tiempo pasara para volver y explicar… He vuelto tarde. Hoy tuve la fuerza y usted está enfermo. Pienso en mi destino. Usted siempre fue bueno y vea lo que le tocó. Y si eso le pasa a la gente buena, a la mala qué le espera. Sólo Dios sabrá si me manda al cielo o al mismísimo infierno. A lo mejor me encuentre allá a Tiberio, así de enamorados habremos de estar: para toda la eternidad. Es nuestro lugar, pagando lo que nos faltó en vida. Nos juntan a todos para probarnos. Para ver cómo nos matamos, para ver quién es más canalla. 

Usted no se preocupe, seguro se va con Dios y allá se encuentra con mi madre. Sé que usted hizo lo que pudo para ayudarla mientras yo hice lo que pude para dañarla. Así somos: entre más nos quieren peor tratamos. Mi padre era un bellaco, cuánto le tuvo que aguantar mi madre y cuánto lo quisimos igual. Pero todo en esta vida se paga, Simón. Y la misma vida supo cobrarle lo hecho en San Martín, usted lo sabe y no hay necesidad de repetirlo. El remordimiento se lo llevó.

A todos nos llega la hora, y a Tiberio, tarde o temprano, le tenía que llegar. Se lo llevaron sin tocarle un pelo. Él, y todos, se hubieran sentido mejor si le hubieran metido una bala en la cabeza. Quién no lo quería muerto. Cuando empezaron las amenazas, sentía un fresquito por dentro. Perdóneme usted por Tiberio. ¿Pero qué creía, que la gente no se iba a levantar? Trató a todo el que quiso como se le dio la gana y así no funciona la vida. Se lo digo yo. No puedo negarle que, cuando venía a mí muerto del miedo, llorando como uno de mis hijos, yo lo consolaba y lo abrazaba. Tiberio quería que le dijera que todo iba a estar bien, cuando él y yo sabíamos que no sería así. Él solito se mató. Pocos lo querían y vea como fue. Perdón por haber hecho tan poco. Juro que traté, y él también Simón, pero no podía, le ganaron las voces de su cabeza. Si se la pasaba a usted, lo verían débil. Sólo en usted confió hasta su muerte. Por eso le habrá mandado el testamento. (No se preocupe, Simón. Nunca cobré un peso de las deudas, y a cada una de las madres de los niños olvidados por Tiberio, le llega, y le seguirá llegando mientras viva, la mesada de sus hijos).


Yo quise a su hermano con todo el corazón, lo quise como pude. Y él me quiso con su alma, quiso su casa, fue feliz en ella amando a sus hijos, a ellos los deseó más que a la plata misma. Yo no los quería y luego sí. Si Tiberio se hubiera enterado de lo que hice, yo no estaría escribiendo esta carta. Llegaron sus amenazas, usted sabe de qué tipo, yo quería seguir en Bella Esperanza y tuve a Carlos. Me enternecí al verle la carita y pude seguir con Simón, que llegó sin siquiera darme cuenta con tanta cosa que Tiberio andaba haciendo. Perdóneme de nuevo usted por él. 

Hay días que me levanto y pienso que él está vivo. Me despierto afanada, hago mis labores, y mucho tiempo después recuerdo que ha muerto. Y me entra la tristeza. Paso por los cuartos de Carlos y Ernesto y me lleva la rabia, ellos me lo recuerdan. Cuando más extraño a Tiberio, más lo detesto, y me odio a mí por extrañarlo. Pienso que si yo hubiera muerto, él seguramente habría conseguido una mujer en el mismísimo entierro. Y se me pasa la idea de tener un hombre nuevo, un hombre que Tiberio vea desde el infierno. Un hombre que llene su cama, un hombre al que pueda vestir, un hombre al que pueda ver y reprochar, ignorar, tener un hombre para todo aquello que tenía con Tiberio. Un hombre para odiar. Alguien a quien culpar. Pero me calmo y pienso: ¿Para qué, Simón? Para qué voy a conseguir alguien para odiar, mejor me odio a mí misma. No soy Tiberio. Porque Tiberio no tenía jodida la cabeza, Tiberio tenía podrido el corazón. Y eso sí que no. 

Si se cruza con Tiberio dígale que aquí estoy, dígale que perdón y que, más pronto que tarde, nos veremos.

Descanse, lo merece.

Rosario.