QUIETUD

Estoy seguro que me abandonará, o no me abandonará: me echará de su casa, pues es suya, yo sólo paso mis días acá; me pedirá que me vaya, que agarre los libros y busque un nuevo hogar. En su casa, nuestra casa a ratos, lo averiado ha comenzado a repararse, lo imperceptible es ahora visible. Hace unos días me percaté por primera vez de esto: uno de los bombillos del baño auxiliar se había fundido hacía poco más de un mes, pensamos en repararlo pero por el momento usábamos el lavamanos a oscuras; por pura costumbre al salir y no al entrar, después de haber orinado, oprimí el botón con un gesto cotidiano, la luz se encendió: no ardió intermitente, ni con debilidad, destelló más fuerte que antes. La apagué y volví al cuarto, se lo dije a Susana; no hubo sorpresa, ni siquiera una leve señal de asombro. Acariciaba su ondulado río negro; me acosté a su lado y la miré: ¿Qué?, preguntó. Disentí y giré mi cuerpo. Ella hizo lo mismo y me pidió que buscara alguna película en la televisión. Este suceso parecerá despreciable, delirante e insignificante, pero hoy, que he encontrado más pistas, mis decisiones convulsionan.

Es domingo y la espero. Ha pasado el fin de semana en casa de sus padres fuera de la ciudad. Ayer, en su ausencia, visité a mi hermano: hablé con él de Susana y de mis pesquisas; tomamos unos whiskies: me sugirió abandonar el tema, dejarlo atrás; había creado una gran red de imágenes que sólo tenía sentido en mi cabeza y, al encontrar un nuevo indicio, éste se adaptaría a mis inseguridades. Quise prestarle atención, pero lo del bombillo era exagerado: inexplicable. Me dijo que le preguntara con naturalidad si a ella no le parecía extraño aquel suceso. Le mentí y le dije que lo había hecho, incluso exageré: Susana no dijo absolutamente nada, recostó su cabeza sobre la almohada y cerró los ojos después de pedirme que apagara la luz. Surgió el reproche: había advertido una mudanza acelerada; también lo habitual: dinero escaso, compromiso fallido, direcciones laboralmente opuestas. Asentía agobiado; sin duda sintió un patético pesar: podía quedarme en su casa por unos días.

Llegué a casa y me tomé un par de cervezas antes de dormir. Me levanté tarde y decidí realizar el aseo del hogar para que mi mujer lo encontrara limpio; a mitad del proceso, me detuve. Saqué la bolsa de la basura a los contenedores del edificio y sentí la humedad de un líquido cayendo, esparciéndose por mi rodilla. Inspeccioné el contenido y vi que el fluído provenía de una botella de aceite. Abrí el plástico en medio del pasillo y, con un papel, cubrí la boca de la botella. Mientras cerraba nuevamente la bolsa pude ver el empaque de un bombillo. (Susana no había mencionado ningún cambio; y no fue olvido: nunca pierde la oportunidad para adular su diligencia y así también evidenciar mi indiferencia en las labores cotidianas). Boté la bolsa y regresé al apartamento; cambié mi pantalón, usé una sudadera y lavé los platos sucios. Regué las plantas; nunca he estado pendiente de ellas, siempre es Susana...siempre es Susana. Tomé el agua reciclada de la ducha -la misma que usa ella- y la llevé a la terraza. Las miré con detenimiento, como ella lo haría: hablándoles suavecito, contándoles sus problemas. (Suelo reírme entre dientes de los ridículos susurros, sonríe mi rebosado cinismo mientras la escucho). Me fijé en los incipientes tomates, en los cactus y en las suculentas que crecen sin parar. Vi una forma irregular: una nueva planta de flores rojas y un grueso tallo verde. 

Cada vez que Susana llega del trabajo, entra con su bolso y algo de comida para el desayuno de la mañana siguiente; siempre que ha traído una nueva planta me la ha mostrado buscando mi interés y su satisfacción: necesita -deletreando cada una de las sílabas- depositar su amor en algo o alguien. Le he dicho que no quiero tener hijos, que incluso me he realizado una vasectomía. Desprecio los malditos gatos y perros; odio los canarios y todo animal doméstico. Cuando ronda la idea de una criatura, pequeña y torpe -adjetivos que generan desprecio en vez de ternura-, le recuerdo mi -inventada- alergia al polvo, las plumas y los pelos. Es comprensiva mi pobre mujer. Así que, esta nueva planta nunca la había visto, y si Susana la hubiera traído, yo lo hubiera sabido. Una planta llamativa, pretenciosa: un regalo, no una compra. La examiné con detenimiento, miré con detalle su maceta de cerámica. La regué con el mismo cuidado; le hablé a ella y a todas las plantas de la terraza. Les pregunté si habían tenido un buen rato a mi lado; lamenté no haber estado presente: haber sido una figura paterna tan pobre. Cerré la puerta de la terraza, barrí con cuidado la cocina, el pasillo y el cuarto. Recogí y dejé la mugre en su puesto. 

Organicé nuestro -¿alguna vez compartido?- cuarto: sólo tenía algunas camisas y un par de pantalones. La ropa de Susana estaba regada por el suelo -nunca me había fijado en su estado inerte, agonizante: perdiendo su forma, olor y gestos-; la levanté y seleccioné todo aquello que a mi juicio se podía utilizar nuevamente y lo dejé sobre la cama, llevé el resto a lavar. Agarré los ganchos de la ropa y colgué las camisas, los sacos, los pantalones y todo aquello que podía ponerse una vez más: adquirir una nueva figura, recuperar antiguas posturas. Había un par de plantas en el cuarto, no las había regado; las saqué a la cocina. Detrás de ellas encontré una foto de Susana, una foto privada: en la imagen se le veía riendo abrazada a un hombre; usaban gafas de sol, ella lo mira. La foto seguro había sido tomada por ellos mismos: alguno de los dos había apretado el obturador; en uno de sus dedos, Susana lleva un anillo, al parecer de oro con un pequeño diamante incrustado en el centro; estaba de paso... Regué las plantas y las dejé en su lugar. Prendí la lavadora, con dificultad -desconociendo los tiempos requeridos para aquellos tejidos sin vida pero necesitados de cuidado: lápidas- y esperé.

Me siento en el sofá, sé que me abandonará. ¿Quién le ha dado la planta? Es un regalo que requiere esmero. Yo jamás le regalaría una. Me sirvo un vaso de ron y dejo la cabeza sobre el cojín de cuero. Miro al cielo, luego el reloj: era del viejo; no sé cuánto me darán: quizá pueda aguantar un par de meses con lo de la venta. Tengo lo necesario para vivir con Susana, lo estricto para sobrevivir modestamente. Sé que esto le molesta: le incomoda mi angustia mes a mes, la incertidumbre. Conoce mi situación: la menciono cuando inquiere una posible adopción. Se iba a casar, aquel hombre era pudiente pero las cosas no resultaron, desconozco la razón; sin duda, con la opción alterna, no tendría que verse obligada a la insatisfacción de sus deseos. Sé que no disfruta el sexo: su placer es autoprovocado y no hay amor en él; con una especial nostalgia, después de haber terminado el acto sexual, habla de otros amantes con miembros más ostentosos, mejores movimientos pélvicos, más salvajes, experimentados, diversas razas. Es ella la que pierde conmigo: me brinda compañía y un lugar donde acomodarme. Recostado en el sofá, tomando un poco de ron, le doy la razón: sufrió más de lo debido con esta irrupción. 

Guardo lo poco que tengo en un maletín, termino de limpiar la casa y cierro la puerta. He dejado una pequeña nota pegada en la nevera, en ella le agradezco el tiempo invertido y su constante paciencia. Dejo las llaves con el celador y me dirijo a casa de mi hermano; no sé si Susana me buscará, si lo hace, seguro ese será el primer lugar al que llame; de todos modos, mandaré a decir que no me encuentro. Llego a su apartamento, me indican que ha salido desde la tarde, no dejó razón alguna. Me hago a la salida del edificio, prendo un cigarrillo y lo espero. Seguro Susana ha llegado a casa, ha visto la nota y ha llorado, o se ha molestado y ha llamado a aquel amante clandestino para que se mude con ella. Seguro no sólo lo invita a que pase a saludarla, también le avisa que lleve consigo algunas mudas de ropa. Las hojas cenicientas del tabaco vuelven a caer; lejos de Susana, se atraviesan y rebotan las explicaciones, de lado a lado en mi cabeza. Entonces la imagino en el cuarto que he organizado, viendo las plantas que he regado y la mugre que he barrido, sin entender muy bien una carta de despedida llena de condescendencia; llama a casa de mi hermano, ahora desocupada: nadie contesta. Tomo un taxi y regreso,  pregunto al celador si Susana ha llegado, éste disiente entregándome las llaves. Agarro el papel de la nevera y lo rompo, organizo de nuevo mis libros y mi escasa ropa, barro una última vez. Salgo a la terraza, veo las plantas y fumo un cigarrillo mientras espero a Susana, que minutos después baja de un taxi. 

La recibo con cariño y la sorprendo con la labor resuelta. Me abraza y adula: la casa ha quedado tan limpia como si lo hubiese hecho ella misma. Le pregunto por el viaje: me cuenta una historia tras otra que yo escucho con atención, hasta que calla y pregunta por mis días. Le digo que tenemos que hablar: confieso, abatido, que he sido infiel. Susana llora y pide una explicación: invento y describo con naturalidad, hay precisión y detalle; mi pobre mujer es comprensiva. Reclama y exige razones: no hay específicas. Estaba aburrido, le digo impasible, cauto. Me pide unos días, ofrece el sofá: valora la sensatez mas no percibe dolor, ni culpa. Acepto, me excuso en los nervios, seguro de su abandono.