ESPIRAL

Refutación de las Peregrinaciones

Aunque nuestras conversaciones sean cotidianas, llevaba semanas sin verla; fui a su apartamento y almorzamos. Necesitaba aplacar el espíritu, despejarme por unas horas; la desesperanza habitualmente brota de súbito, alcanza y retiene como una conversación obligatoria e ineludible, agota el ánimo y lo libera -satisfecha como una sanguijuela nutrida- al advertir su abatimiento. Comimos y me acosté por un rato en la cama del que fue alguna vez mi cuarto. Revisé la habitación buscando algún recuerdo que menguara mi desaliento -la alcoba está en continua mutación: en cada visita percibo una nueva reconfiguración espacial; todo se agrupa y reagrupa tratando de anular a su antiguo residente, eliminando cualquier filiación: semejante al cuarto de un hotel al que se incorporan únicamente los elementos indispensables para las continuas transiciones. No me incomoda la circunstancia: siempre encuentro algo que suponía perdido-. Lo único que conserva una identidad se encuentra en los armarios: en ellos están todas aquellas pertenencias que alguna vez fueron propias y ahora hacen parte de un pasado ajeno. 

En una caja metálica, que antaño almacenaba munición militar, encontré variedad de elementos alguna vez dispuestos de forma aleatoria en el espacio: fotografías, objetos y cartas; una de las imágenes era un retrato ajado de la familia de mi papá plegado en cuatro partes. Pertenecía a él y en su reverso estaban escritos los nombres de los figurantes -seis hermanas, sus padres y él- y, debajo de ellos, los nombres de los hermanos ausentes. Cada uno de los muertos era escoltado por una cruz con su respectiva fecha de defunción. (Recuerdo haber guardado la imagen junto a una hoja donde él escribía una y otra vez -semejante a una plana infantil- la información registrada en el dorso del retrato, así como su nombre y cédula). En otro tiempo había ojeado la imagen pero nunca había prestado atención a las dieciséis líneas extendidas; descubrí dos nombres extraños, peculiares. Sus fechas de nacimiento y muerte eran próximas; además coinciden por un periodo de tiempo con mi padre. Me levanté y me acerqué a su cuarto, toqué la puerta y, a su acostumbrada contestación -’Dime…’-, le pregunté por las niñas: dos hermanas mayores, ignoraba su historia. Sugirió una entrevista a la hermana mayor de mi papá. 

Salí a la calle, prendí un cigarrillo y la llamé; buzón de voz. Me dirigí a un parque cercano y esperé -quizá optimista, acaso ingenuo- en una banca el regreso de la llamada. Contesté, la saludé mencionando mi nombre y el de mi papá; respondió brusca y áspera, desafiante. Me referí al retrato familiar y a las hermanas fallecidas. El tono agresivo menguó mas el impulso retador continuó desapareciendo progresivamente con la explicación del parentesco: una de ellas era su hermana mayor, la otra, inmediatamente menor. Hubo un silencio, se contuvo y se excusó: 

–Espere...Discúlpeme. Resulta que, hace unos meses, recibí una llamada similar: un supuesto sobrino me llamó afanado, me dijo que iba por carretera y se había estrellado. El accidente había sido tan grave que, con el choque, había matado a unos de los pasajeros del otro carro; la policía había llegado -se escuchaban las sirenas, los carros circulando, una mujer llorando- y le exigían cierta cantidad de dinero para poder llamar al abogado y así defenderse; lo insultaban y apuraban: Hijo de las tantas, muévase con la plata o nos lo llevamos. Pensando que era uno de ustedes, consigné de inmediato; llamé al número unas cuatro veces para confirmar la recepción del dinero y nunca me contestaron. Ahí me di cuenta que había sido una estafa. Por eso le contesté así.

La tranquilicé: entendía la disposición inicial después de aquel engaño. Entonces la conversación se renovó: preguntó por mi mamá y mis hermanos; una actualización ágil de sus vidas. Los eventos populares establecieron el flujo del diálogo: con quién se había casado uno de ellos, el otro de qué se había graduado, cómo estaba el trabajo de mi mamá, con quién vivía yo. Eventos ocurridos años atrás pero ignorados por la evidente distancia. La pintoresca y característica conversación que se tiene con un familiar o un conocido de infancia que hizo parte de nuestra vida y, por razones fortuitas, se ha ido o distanciado; un exiguo reconocimiento de nombres. Tras la renovación de datos, compartimos el silencio; se anticipó: mencionó las narraciones previas sobre los diferentes eventos familiares y preguntó si exploraba el fallecimiento de sus hermanas en la infancia para un nuevo relato. Afirmé y quise dar una explicación breve de lo escrito mas ella continuó: 

»Como no sé qué sabe, debo contar todo como realmente sucedió. En sus historias hay circunstancias correctas, válidas; así como información falsa. Ciertamente vivíamos en el campo pero es incorrecta la condición mísera en la que nos ubica; vivíamos con lo justo, no moríamos de hambre -desgraciada la realidad venezolana: la desdicha invade las calles, el campo, el país entero… y ese es nuestro destino si la izquierda asciende al poder: recordará mis palabras, pero esa materia no nos concierne en este momento-. Eran otros tiempos, las facilidades con las que se cuentan ahora eran impensadas por aquel entonces. Yo aún vivía con mis papás, tendría unos ocho o nueve años y recuerdo bien a Alicia, mi hermana mayor. La tengo tan presente como su papá debió tenerla en su niñez; fue importante para él. Mientras mi mamá estaba embarazada y se ocupaba de los niños recién nacidos, nosotras -las hermanas mayores- cuidábamos de los pequeños; así fue como Alicia se entregó a él: le daba de comer, lo paseaba, lo distraía y sólo de ella dejaba cargarse, la rabieta cesaba en su canto. 

»Alicia atendía a su papá, yo a mi hermana menor -mayor que él un par de años-, Lucía. (Otra Lucía, no mi hermana viva; cuando murió, mi papá le asignó el mismo nombre a la recién nacida; había querido en extremo a su hija y pensó que, con esto, la Providencia le daría la misma mujer. La primera Lucía fue la única mujer que recibió un cariño absoluto de su parte; incluso el cuidado -responsabilidad particular mía- era compartido con él).

»Las punzadas en el vientre de Alicia brotaron de la noche a la mañana, repentinamente: como la llegada de la luna y el despunte del sol. Mi papá propuso (¿Permitió?, pensé) una suspensión de labores y un reposo temporal -como le digo eran otros tiempos, ¿quién no ha sufrido un dolor de barriga?- suponiendo una pronta recuperación. Sin embargo, el mal se intensificó: la postró por ocho, diez, once días. ¿Y su papá? Alicia se levantaba en la noche, vencida por su debilidad pero mansamente firme, maternal -como una mujer madura que abandona la dolencia y avanza sólida, indiferente al mal, dando prioridad a la vida de sus criaturas-, lo abrazaba y lo acostaba a su lado; mi papá lo permitía: Alicia se sentía útil y a su lado el llanto concluía. Tras una semana, Alicia se estabilizó: las molestias persistían pero la energía y el ánimo se habían reintegrado a su cuerpo -o era lo que ella decía-; volvió a asistir las labores del hogar con una normalidad parcial; por supuesto había momentos en que reposaba por unos minutos, luego continuaba, sin queja. 

»Una mañana no se pudo levantar, la fiebre la enterró; la noche entera había delirado. Cada bocado terminaba en vómito. Mis papás juzgaron el nuevo desaliento como una recuperación incompleta: el virus había regresado con vigor; la forzaron a permanecer una nueva semana en cama. Llegó el martes y el miércoles, y los días transcurrían como pasan con la pena o el malestar: lentos y rígidos, suspendidos en la presunta mejoría corporal o espiritual, sin que nada ni nadie pueda hacer más que esperar. Pero, hay veces que el cuerpo no reacciona: se deja ir, se separa de la vida. Alicia empeoró y su papá berreaba de sol a sol. Llamaron al médico: eran dos los dolientes. Apareció al día siguiente, cuando los paños que mi mamá dejaba en la frente de Alicia se secaban en cuestión de segundos. La examinó, le dejó unas pastillas a mi mamá y la bendijo. Murió en la tarde, una gastroenteritis se la había llevado.

»Ese día dejó de llorar; pasaba de brazo en brazo como un pañuelo: como un pedazo de trapo pesado y frío, desentendido. Mi mamá pensó que el niño también se iba a morir, que la pena lo estaba asfixiando; respiraba, comía y dormía sin alma, o quizá había procesado la muerte sufriendo un ataque de mutismo, seco como la ceniza. Absorbió las lágrimas, se las tragó. En adelante llevó un proceder extraño, misterioso: un comportamiento eufórico forrado de una tristeza irregular; un barullo destructivo, un ardor desbordante, una continua necesidad de alejarse, retirarse, desplazarse: como si el movimiento menguara su espíritu. Luego llegó la muerte de Lucía… y, cuando sucedió, parecía preparado para el acontecimiento: similar a la muerte larga, sofocante y degenerativa de un ser querido, el tiempo ofrece un exclusivo lapso de separación. Sabía que iba a morir y se desprendió; Lucía era enfermiza por naturaleza, acaso el único periodo saludable fue el deceso de Alicia. Dejó de hablarle, de acercarse: su relación final fue distante. Mi mamá me contaba todo esto los domingos: el día que podíamos salir del internado en el que estábamos encerradas. No presencié su muerte. Esa historia se la tendrá que contar uno de mis hermanos.

»Otro de sus errores en Cuesta: los únicos que residían en casa eran los hombres y, a Lucía -única habitante femenina además de mi mamá-, jamás se le hubiera impuesto la tarea de cocinar: como le digo era débil y enfermiza. (De hecho, la imagen que mencionó al inicio de nuestra conversación fue tomada uno de esos domingos -salgo horrible-. Cada domingo iban a recogernos con mis hermanos -inmóviles, estáticos y pulcros: como esculturas de piedra presas por el tiempo y la gracia; aguardando el consentimiento, la instrucción superior para correr y abrazarnos-. Salíamos en la mañana, participábamos de la misa, almorzábamos en el pueblo y regresábamos, después de una o dos horas, al internado. Ese día, concluida la ceremonia, tomamos una dirección inusual: la Alcaldía. Un familiar del alcalde había venido desde Bogotá para tomar una fotografía de él y su esposa; Augusto Navas le recomendó a mi papá que hiciera lo mismo: que conservara una imagen de su familia reunida, viva -dos de sus hijas habían muerto en un abrir y cerrar de ojos y, en cualquier momento, llegaría su turno, el de su esposa o el de alguno de sus hijos-. Mi papá dispuso nuestra posición y postura: todos estaríamos sentados, cargando a los niños en nuestras piernas; el único de pie fue su papá -al lado izquierdo de las piernas de mi abuelo: prolongadas y esqueléticas, como las ramas de un árbol en invierno- ni tan grande para sentarse, ni tan pequeño para ser cargado. Los sobrevivientes).

»Eso fue lo que me contó mi mamá sobre la muerte de Lucía. Yo recuerdo el ataúd: uno pequeñito, caoba. Mis papás lo llevaron con algunos familiares. Fue un duelo corto; era común que aquello sucediera, casi periódico en cada familia: en todo círculo había un niño que moría por una enfermedad desconocida, por un diagnóstico vago, o porque el médico no llegaba a tiempo. 

»Quiero que cuente la historia tal cual se la narré, nada de andar mintiendo y fantaseando; usted siempre ha sido muy mentiroso: el niño miente, el adulto engaña; no lo olvide. ¿Todavía se come las uñas? -Negué-. Bueno, qué bien; ya sabe usted que el que se come las uñas lo hace porque es ladrón.

Así concluyó su relato. Le agradecí y le dije que haría lo que estuviera a mi alcance por contar la historia como ella me la había relatado. Sin embargo, le expliqué que lo que escribía hacía parte, también, de una ficción: de las diferentes versiones que las personas podrían tener de una historia, no era yo un historiador. Me dijo entonces que debería escribir historias absolutamente ficticias y no involucrar a la familia. Le contesté que, así no lo quisiera, habría muchos sucesos, expresiones, acciones que aparecerían en mis relatos por pura inercia, imposible no escribir sobre lo vivido o escuchado. (Me hubiera gustado decirle que, diariamente, libro batallas para poder escribir y que, muchas veces, sólo me queda lo recordado. Pareciera que siempre, al escribir, recordara y atravesara el mismo sendero: observara los mismos personajes, mudando continuamente de nombres mas dominados por características y penas frecuentes. Y que, de una enorme cantidad de miedos, vicios y frustraciones, la imposibilidad de escribir es, quizá, la mayor amargura). Pero ella piso mi respuesta y barrió cualquier posible contestación:

–Escriba sobre esto que me contaron; ¿Tiene donde anotar?. Afirmé. Eliza Mantilla, prima nuestra, me contó hace unos días que, su hija menor, Carla, estaba ennoviada con un muchacho del pueblo, un joven de su edad -¿Cuántos años me dijo que tenía? Bueno, tal vez un poco mayor-. Conocíamos a los papás, gente de absoluta confianza. Al muchacho le salió un trabajo en el exterior; decían que iba a cobrar una cantidad absurda de dinero y que Carla, en menos de un año, estaría viviendo en un palacio. El tipo -póngale Mateo porque ahora no recuerdo su nombre: ahí entra usted- se fue y le contó, al llegar, que había sido acogido con la mayor cordialidad y atención posible -escriba, por ejemplo, que lo recibieron con una cena para siete personas, que el hotel contaba con una piscina gigante en la terraza del edificio y que le asignaron un mesero particular para sus requerimientos-; le dijo que la estaría llamando, que habría una corta intermitencia por algunos problemas de comunicación pero él la tendría al tanto de las novedades cada semana. La llamó dos o tres veces, luego desapareció; ni los papás sabían de él. Carla lo lloró y sufrió porque pensaba que algo le había sucedido; acá la convencieron de que seguramente había encontrado otro amor. Eso habrá sido seis años atrás. La vida y el tiempo pasaron: Carla conoció un nuevo hombre, se casó y tuvo un hijo el año pasado. Hace un mes, a través de la redes volvieron a saber de Pedro -¿Pedro? Ah, no: Mateo; sí, Mateo-. Resulta que lo encontraron en Europa viviendo en la calle; en la cochina calle como un mendigo sucio y andrajoso. Como nada se oculta entre cielo y tierra, en la cadena mencionaban que estaban en busca de la familia de este mengano, que había estado preso -¡Sí, preso!- por tráfico de droga y ahora, durante la pandemia, pedía limosna para drogarse: un dro-ga-dic-to. ¡Y ahí no termina todo! Resulta que Carla, al enterarse, tomó la decisión de irse detrás de él, a rescatarlo. ¡Imagínese eso! Dice que deja al niño y que se va en busca de Mateo.

Prometió llamarme tan pronto hablara con Eliza Mantilla. Detalló fragmentos de la historia, explicándose los inverosímiles sucesos; repetía cada frase dos veces analizando el sentido de las acciones, el proceder de los personajes: el estado mental de la mujer, la condición del esposo, del hijo, del vagabundo. Le dije que esas eran las cosas que hacía el amor; afirmó: Por amor uno es capaz de morirse. 

Concluyó la conversación diciéndome que esa sí era una historia con la que podía hacer lo que quisiera, modificarla a mi gusto y agregar todos los detalles que deseara; le agradecí nuevamente y le dije que así sería, que escribiría todo tal cual me lo narró. Preguntó por el día que iría a visitarla; le dije que, con la situación actual, había mucha incertidumbre pero que tan pronto pudiera iría a saludarla. Le mandó un abrazo a mi mamá y a mis hermanos, y se despidió. Al subir a casa ella preguntó por lo que hacía, le dije que había salido a dar un paseo. ¿A fumar?, preguntó. Negué. Se refirió a la fotografía: a la llamada sugerida. Le respondí que la había llamado pero no se acordaba de las muertes; había pasado el tiempo.