BRASILIA

Nadie me espera. Mar, mi hermana, desapareció; a mamá se la tragó la tierra. No conozco más ciudad que ésta, que tampoco domino del todo. Antes de su llegada vivíamos las tres; la casita era pequeña y cómoda, con la presencia de Roberto mermó la calma y la dignidad. Mientras mamá trabajaba, nosotras íbamos a la escuela, regresábamos y hacíamos las tareas; después nos acostábamos en su cama, veíamos un poco de televisión mientras comíamos y dormíamos; muchas veces juntas. La escuela a la que asistíamos quedaba a unas contadas cuadras. Por años no parecieron tantos pasos, después, con mi despertar, parecían mil: cada paso era un descenso a las tinieblas; un trayecto interminable, agotador, angustiante: ida y regreso.

No sé bien cómo se conocieron; dudo un enamoramiento fantasioso: miradas, gestos, cariño. Roberto comenzó a presentarse, de un día a otro, en casa. Dos meses después mamá, mientras desayunábamos, anunció su mudanza; esta misma tarde pasaría por la casa a dejar lo que tenía. A Mar y a mí nos entusiasmaba esta nueva compañía; desde mi papá no había nadie en la vida de mamá. El papá de Mar y el mío duraron lo que tardo el aviso de embarazo. Será por esto que nos queremos: somos productos del abandono; tal vez ahora sea lo único que tenemos en común. Mar es mayor que yo, tiene -no sé si aún- tres años más. Por entonces llevaba el cabello largo, grueso y oscuro; llevo conmigo sus ojos: dos perlas grandes almendradas. Alta y gruesa, así la recuerdo. Yo, no soy tan alta para mi edad. Somos de piel oscura, la de ella un poco más negra que la mía: más tersa, delicada. 

Al principio poco sentíamos su presencia; únicamente escuchábamos el pecado en la noche: los jadeos, los rumores. Mamá le pedía que esperara, que lo hicieran en nuestra ausencia; Roberto insinuaba que aquello no debía ser censurado, ¿cómo podía incomodar la muestra de amor, de afecto: la presencia de Dios en los corazones de dos personas que se quieren? El matrimonio se daría con la llegada del dinero; mamá cedía. Él y ella salían, en la mañana, antes que nosotras. Al regresar de la escuela, nos sentábamos a estudiar y él llegaba con la caída del sol; trabajaba cerca de casa o eso nos decía. Se acostaba en la cama y nos veía: una mirada singular recorría a Mar de arriba a abajo. Podía notar la incomodidad que sentía mi hermana, en su cara había rastros de vergüenza. 

Los domingos, en el recorrido de la casa a la iglesia, le decíamos a mamá -o yo se lo mencionaba mientras Mar caminaba a su lado- que había algo peculiar en aquel hombre; le preguntaba por las miradas, si eran normales -haciéndome la estúpida-. Mamá me miraba entonces con desprecio, enfadada, me trataba de malagradecida, de miserable; me decía que llegaría el día en que yo vería todo lo que ella sacrificaba para darnos una vida digna: el mundo es un moridero y llegaría mi hora de verlo. Entonces callaba por unos segundos y observaba a Mar que pateaba las piedras del camino, le reprochaba su silencio: preguntaba a mi hermana si no tenía nada que decir al respecto, si aquello que yo mencionaba era real. Ella murmuraba algo ininteligible y disentía cerrando los labios. Mamá entonces se erguía y hablaba de la inmensa bondad de Roberto, la enorme dedicación de éste en la iglesia, su servicio constante en la casa de Dios. Entonces volvía su mirada a mí y le pedía a Mar que se adelantara. Me tomaba fuerte de los brazos y me miraba con repulsión, desespero y el poco amor que le quedaba; mencionaba una y otra vez que debía rezar por mi curación, por alejar las mentiras de mi cabeza, ahuyentar los pensamientos y tentaciones del demonio; mi actuar era obra del diablo y, seguramente por eso, inventaba todo aquello de su pareja, hombre dedicado y servidor de Cristo. Cuando mamá me agarraba y me reprendía de esa forma, toda mi piel se erizaba, sentía los escalofríos rasgar mi espalda; un sudor frío recorría mis antebrazos y mis piernas.

Esa misma sensación pasaba por mi garganta al ver a Roberto arrodillado sufriendo cada uno de sus rezos; sentía un miedo mortal: era enemiga de Dios, y aquel hombre era su aliado, uno de sus hombres; capitán de sus ejércitos. En el transcurso de la eucaristía, daba golpes tan fuertes en su pecho que espantaba a la gente a su alrededor, atemorizaba la transparencia de su espíritu, se confesaba públicamente como pecador; las lágrimas brotaban de sus ojos. “Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa”; pum, pum, pum, retumbaba el pecho de Roberto; elevaba los brazos y miraba al cielo, suplicaba por el perdón de su alma. Comulgaba y, fortalecido en su fe, con una gran sonrisa en su rostro, se acercaba a nosotras a la salida. Mamá lo besaba como si fuera el mismísimo Jesús; regresábamos a casa escuchando las enseñanzas aprehendidas entre puño y puño. Yo no me atrevía a mirarlo, ni a mamá, ni a Mar. Al llegar a casa ellos se acostaban y yo me sentaba en una silla cerca de la cama. Estaba espantada. Entonces llegaba el lunes y callaba mis pensamientos, no me atrevía a pensar mal de Roberto; en el tránsito de la semana perdía el temor a Dios igual que aquel hombre. 

Cuando el pecado disminuyó entre él y mamá, su proximidad con Mar avanzó; cariños tramposos, ruines. Se acercaba a ella y le sugería que organizara la información en su cuaderno de esta u otra manera; que arreglara tal tachón, que usara este otro color. En esos encuentros Mar se quedaba paralizada, y yo acudía en su ayuda; le pedía auxilio a Roberto. Al oírme regresaba al cuarto y le rezaba de rodillas a la virgen que se encontraba en la mesa de noche. Posaba ambas manos sobre la figura, agachaba su cabeza y oraba en voz alta. Pedía a Dios y a la Santa Madre que alejaran al demonio del hogar. Volvía persignándose y besando su dedo índice derecho, dirigiendo una mirada al cielo. Era tal el nivel de espanto que sentíamos al escuchar su ronca voz pronunciando las oraciones, que a Mar se le asomaban un par de lágrimas en los ojos y se persignaba una, dos y tres veces. 

Sus acercamientos eran más frecuentes, despreciables: la cara de mi hermana con el sólo roce mutaba. Pasaba su pesada mano por la cabeza de Mar al verla estudiar y agradecía a Dios por haberle dado la oportunidad de tener una hija tan respetuosa y dedicada; después desviaba su mirada y pedía por la salvación de mi alma. Había días en que sostenía un crucifijo sobre mi frente y lo presionaba con sevicia; no podía entender cómo éste hombre podía hablar y reprochar mi existencia de esa manera, un hombre de Dios, que a sus ojos todos somos iguales.

Mar crecía y tenía la edad que yo tengo ahora. Empezaba a cuidar y a interesarse mucho más por su apariencia. Había mañanas que, antes de salir a la escuela, se miraba en el espejo y usaba el maquillaje de mamá; daba notoriedad a sus pestañas, volumen a sus labios, un poco de rubor. Yo la miraba desde la puerta con curiosidad, me gustaba ver aquellos movimientos que se trazaban en su cara. Me sentía ella, su belleza como propia, y le recomendaba usar ciertos colores que podían resaltar sus facciones; soltarse o agarrarse el pelo dando notoriedad a determinados rasgos. Los primeros días por supuesto me ignoraba; con el paso de las semanas me prestaba atención: valoraba mis sugerencias. No hay complicidad más grande que un secreto compartido. Mientras más segura era nuestra relación, más segura me sentía de mí y aquello más problemas me traía en la escuela. Había días que Mar me dejaba maquillarme un poquito nada más, y yo me sentía linda y feliz. Regresaba casi siempre llorando por el desprecio recibido en el salón, Mar siempre estaba ahí para decirme que la gente se burla por envidia: su vida es desgraciada y fijarse en su camino personal traía dolor. Escucharla me llenaba de tranquilidad y seguridad, nos quitábamos entonces el maquillaje para que mamá no se fuera a disgustar; las dos sabíamos, sin decirlo, que ella no era nuestro miedo.

Todo empezó con la citación. Mar me había advertido, entre risas, que aunque el maquillaje se me viera tan bien, los profesores podrían molestarse. Y así fue: a pesar de las burlas, permanecía casi siempre apartada de mis compañeros, de los profesores. Pero la distancia a esta edad nunca es suficiente: siempre habrá alguno que, queriendo llamar la atención, usará lo que encuentre en el recorrido de sus ojos buscando aceptación. La mofa llegó y con ella el interés inquisidor de mi tutor: al verme, pidió que me levantara, saliera de su salón y me lavara la cara. La clase entera se reía al verme regresar, el profesor respaldaba la burla: aquello no era apropiado, parecía una puta. Llamaron a mamá, sabía que no podía asistir de inmediato, abandonar su puesto era imposible. Se lo conté todo a Mar a la salida; la cara me ardía, estaba rojísima; me había quitado el maquillaje con alcohol. En casa, mi hermana se hizo cargo de mí, me mimó hasta que llegó Roberto. Al verme agarró una botella de agua bendita, que siempre dejaba bajo la cama, y me la regó encima. Comenzó a rezar y a apretarme el pecho con fuerza. Me exprimía el aire mientras yo sollozaba. Mar trataba de detener a Roberto: atrapar sus brazos que rezaban y golpeaban mi cabeza decididos; después de unos minutos de constantes ataques me encontraba inconsciente en el suelo. Me desmayé. Cuando abrí los ojos mi hermana estaba tendida en la cama boca abajo y era sometida por Roberto. Me levanté sin hacer el mayor ruido, abrí la puerta y corrí. Gotas de sangre bordeaban mis ojos; no estoy segura de cuántas calles recorrí, ni en qué dirección. Me resbalé y caí al suelo, un hombre se acercó a mí, levantó mi cabeza y le conté lo que pude; una pluma volaba mientras mis ojos se cerraban. 

Me levanté en casa pasados unos días, unas horas, no lo sé. Por momentos se atraviesa la imagen de Roberto amenazándome y pidiendo a Dios por la salvación de mi alma. Cierro los ojos de nuevo y vuelvo a verlo apresado por dos hombres, jurando que habría venganza, que Dios daría castigo. Al despertar de mi trance recuerdo estar sola en casa, mirar a mi alrededor y notar la falta de muchas pertenencias de mi hermana. Me acerqué al armario: su ropa había desaparecido. Llegó la noche y mamá con ella. La saludé mas no recibí respuesta. Le pregunté por Mar, una y otra vez, hasta que me dijo que se había ido, que se había largado. Me miró con severidad y me dijo que mañana mismo volvería a la escuela, que no quería verme más de lo necesario en su casa. Prendió uno de los fogones, sirvió agua en una vasija y la dejó calentando. Salió de la cocina, sin decirme mucho más; se quitó el saco que llevaba puesto y regresó a mí, con los ojos encendidos. Tus mentiras y estupideces nos han traído sólo desdicha. Ahora te harás cargo de tu vida, tú y nadie más que tú. Tendrás que luchar contra Dios, malvado demonio, lucha con tenacidad, toda la vida tendrás que hacerlo. Si algún día decides dejar el camino del mal, curar tu alma, el Dios justo te perdonará; sangrarán tus ojos, tus manos y pies. Lárgate. Me acosté en cama y nunca más volvimos a hablar. No sé bien cómo sobreviví los meses que siguieron. Aprendí a cocinar lo básico, a veces encontraba algo de comida en una sartén, a veces nada. Iba al colegio y me la pasaba sola, sentada, sin atender ni responder. Sobreviví sin dinero, con algo de suerte: estaba delgadísima y con cara de muerta. Una que otra vez algún profesor se acercaba a mí y me regalaba alguna fruta, algún billete. La soledad apenas empezaba. Llovía, mi ropa se había mojado, mi cuerpo pesaba. Al llegar, abrí la puerta y encontré, lo que alguna vez fue mi hogar, totalmente desocupado. Me acosté en el suelo gris, usando mi maleta como almohada. Me despertaron un par de patadas, una mujer me expulsó de la casa; mientras salía, somnolienta y aturdida, me gritaba que no volviera a aparecer, no quería demonios en el barrio, que buscara rumbo y así fue.

Los años siguientes fueron el descenso al infierno tan temido, el augurio de Roberto. No había motivos para regresar a la escuela, no me sentía cómoda allá, así que comencé a vivir para sobrevivir. Dormía donde podía, comía lo que conseguía. Sin dinero en el bolsillo, ni techo donde meter la cabeza, vivía en un desvanecimiento constante. Son muchos los que viven así, es una comunidad inmensa: nunca sola, nunca acompañada. Es un continuo tránsito, un ir y venir; a nadie se conoce realmente, hay intercambios infinitamente interesados: qué puedo obtener y a cambio de qué. Roberto tenía razón: el infierno es un lugar nauseabundo pero fallaba al mencionar que se debe morir para padecerlo. Como contaba con pocos años, no era mucho lo que podía ofrecer; traté de encontrar oficio que no arrastrara lo poco que quedaba de mi dignidad y no lo hallé. Sin trabajo no hay dinero, sin dinero no hay comida. En la baraja únicamente queda la sumisión y las labores miserables. Siempre llega la mano amiga, la gruesa palma aprovechada.

Se lanza el anzuelo y el pez ingenuo pica, digamos que es una bailarina, lleva un nombre lindo, Stephany. Se le ofrece una moneda por llevar un paquetico a cierta zona. Luego, lo que se ha picado y se ha llevado, genera curiosidad, un bocadito nada más. Sabe asquerosamente bien, amargo y adictivo; vertiginoso y llamativo. La bailarina regresa, ya no para llevar, esta vez para seguir degustando; no hay prueba eterna. La única moneda de cambio la lleva consigo: escamas exquisitas y delicadas. A pedacitos van despellejando sus pieles, duele y arde, se llevan trozos de espíritu. Poco a poco sólo queda sangre y huesos. Estando vacía llega el auxilio, se carga únicamente con la desesperanza. Creen que reparando el daño físico curan lo incinerado. La solución: reunir a la bailarina en un cardumen desalmado. Les piden atención y disposición. Todos se detestan entre sí: se aborrecen en conjunto y unidad; los guía la miseria y el resentimiento. Aquellos centros son una oda al terror. Hay un frenético odio apasionado. No hay comprensión ni tolerancia para aquella bailarina tan particular ¿Cómo puede encontrar alivio en un cardumen despiadado? Es encerrada y apaleada una y otra vez. 

Su mente se ilumina, una hermosa idea de venganza. Cada vez que pasa por la enfermería roba porciones de un líquido inflamable. Cada tres o cuatro días roba un poquito más y un poquito más. Por su bienestar, es aislada: puede penetrar y permanecer en los pasillos; recorrer los cuartos de todos y cada uno de los peces del cardumen. Con el recipiente lleno prepara su ofensiva: riega con felicidad plena, intriga y curiosidad, una de las camas del más desgraciado de los seres, ese que le recuerda a Roberto y toda la desgracia acumulada. Espera su regreso, escondida; a su llegada le ofrece los huesos, pues carne no queda, éste cede al impulso. La bailarina lo desviste y lo acuesta; le pide que cierre los ojos y le clava un lápiz en el rostro, justo en el párpado derecho. Se levanta y le prende fuego al cuarto. Lo cierra y grita con descontrolada, pide ayuda, llora de felicidad; su alma se regocija con el calor que emana el cuarto. Como premio es investigada y posteriormente llevada a un centro especial de peces desadaptados. 

Un año acá y todo se parece, todos los lugares son lo mismo, avanzo en el descenso; tal vez más segura, menos confiada. He encontrado, al menos, la forma de estar donde debo, y así también he encontrado nuevas formas de conseguir lo que quiero; ya sin carne, ya sin huesos, con un privilegio que aún conservo. Tras varias luchas judiciales logré mi traslado: el patio correspondiente. Problemas no me faltan, yo misma los he buscado y me encanta. Las niñas se han obsesionado conmigo; cobro por ver y por tocar. Muchas creen encontrar su esperada libertad en mí, el atajo rápido; la tarifa cambia dependiendo de las expulsiones. Ellas suelen esparcir el contenido tan pronto se los entrego, lo ingresan ágilmente. No he tenido mi primer fruto. Sueño con él, con poder verlo a mi salida, tal vez sea aquel ser el que me espere, el que ansiosamente esté para abrazarme.