GÓLGOTA

(Segunda parte - Tríptico Peregrinaciones)


El primer desmayo ocurrió en una iglesia cercana a la casa donde vivía en la infancia. Me encontraba cerca del púlpito: mi mamá servía de ministra de eucaristía así que solía acompañarla con mi hermano menor. Mi papá y mi hermano mayor, habitualmente, se ubicaban en las primeras bancas de la parroquia. Mi locación era favorable: podía permanecer a una distancia prudente de mi padre para fastidiar cautelosamente a mi hermano; la separación me resguardaba de su supervisión y custodia. La posición, asimismo, brindaba una postura conveniente: podía apoyar mi espalda contra el muro que se alzaba perpendicular a las escaleras laterales del altar y, tumbarme y reposar sobre los peldaños, en el lapso de descanso establecido en la ceremonia; mi concentración en el reposo se fijaba en ocultar mi figura y pasar inadvertido en el ángulo de visión de mi padre que, al verme, entornaba sus ojos condenando y reprendiendo la conducta: ese breve repaso generaba mi erguimiento instantáneo.

Desconozco la etapa precisa de la ceremonia en que se produjo el desvanecimiento; reconstruyo y evoco mi impresión: un mareo particular, la caída de la luz, el derrumbamiento repentino del telón y la debilidad corporal. Abrí mis ojos y vi a mi mamá y a una pareja que asistía regularmente a los oficios del rito. Un copo de algodón con alcohol se arrimaba a mi nariz; mi mamá sostenía mi cabeza sobre su regazo, sentía su mano cálida, dulce. La señora repetía un ‘ya, ya’ mientras recuperaba la consciencia; los tres sonreían. Recuerdo que el hombre preguntó a mi mamá -mientras permanecía en el suelo- si había desayunado -asistíamos frecuentemente a misa de diez de la mañana-; afirmó, segura, amable pero con determinación, como si lo que acabara de preguntar fuera una falta de cortesía, un descuido. El hombre entonces mencionó que probablemente fuera una arritmia la causante del desmayo. 

Al levantarme, noté las miradas curiosas de las asistentes acomodadas en las primeras filas del templo; examinaban con cariño y compasión mi figura -oculta en el cuerpo de mi mamá- y luego la de ella que me abrazaba con uno de sus brazos y me daba palmaditas de aliento en el dorso. Seguro papá certificó mi bienestar asintiendo e inspeccionando mi semblante, luego constataría mi estado con el gesto de mamá que, cerrando sus párpados con tranquilidad, sonriendo y girando ligeramente su cabeza hacia mi cuerpo, confirmaría el diagnóstico; quizá él estaba presente al despertar mas su figura no habita en mi recuerdo, mi memoria lo ubica con más certeza en la banca, junto a mi hermano, advirtiendo la circunstancia cauto y reservado: seleccionaba impasible sus angustias. (Estoy seguro que, si hubiera permanecido un periodo de tiempo irregular tendido en el suelo, se habría apresurado al altar, me hubiera recogido en sus brazos y habría salido a la calle para trasladarme al hospital; repetiría la misma secuencia, o una serie de acciones semejantes, a las realizadas años atrás cuando mi hermano menor convulsionó por primera vez).

Seguramente el cura finalizó la eucaristía aludiendo en broma al accidente; se mostraría interesado en su pequeño feligrés a pesar de haber continuado el itinerario del rito. En el recorrido a casa -tres cuadras-, recuerdo un par de comentarios lanzados por desconocidos preguntando por el progreso de mi condición; mi mamá afirmaba, con afecto y gratitud -dirigiéndome un vistazo-, que mi energía se había restablecido; recuerdo haber asegurado y añadido a su respuesta, segundos después, la correcta reposición y haber atribuido mi desmayo a una arritmia pasajera. Ciertamente desconocía la valoración, su significado preciso, pero me sentía orgulloso de llevar conmigo aquella insignia. Al llegar a casa, me recosté en mi cama y tanteé mi pecho y mi cuello tratando de percibir el ritmo de mi corazón, estaba comprometido con mi incipiente condición.

La naturaleza de mi vanidad provenía del recuerdo de una serie de conversaciones familiares sobre un primo hermano -hijo de un hermano de mi mamá, urólogo- que, meses o acaso años antes, se daban en su ausencia y se referían a una afección de su corazón. Opinaban sobre una cirugía a corazón abierto que se le había realizado o que se desarrollaría en los próximos días: una hazaña, uno más de sus múltiples méritos (atleta, estudiante sobresaliente, amable y educado); mencionaban la valentía requerida en un proceso quirúrgico como aquél, ejecutado sin sedante o analgésico cerebral; maravillados agregaban un trofeo más a su colección. A estas virtuosas líneas se incorporaban comentarios compasivos y piadosos. Cuestionaban a la vida y a la Providencia por el nefasto suceso: ¿Por qué a un joven colmado de bondad?. 

No lo envidiaba; éramos comparados continuamente con él y su hermano menor por el juicio y la disciplina, sin embargo, sentía por ellos un fastidio prudente, una digna molestia, una fatiga discreta. Esa admiración envuelta en compasión -o viceversa-, la sentí los días posteriores al desmayo: escuchaba a mi mamá -sentada en su cama, apoyando sus codos en la mesa de noche y sobándose la frente con una de sus manos- contar a sus hermanas, entre susurros, lo sucedido en la iglesia. También habrá llamado a mi tío, y éste, aplacando su nerviosismo, habría sugerido que, a la menor molestia, lo llamara. El misterio me revestía: llamaba la atención sin pretenderlo, con recelo. El interés general de mi aflicción duró poco, el sentimiento reacio -y a su vez complaciente, en disimulo- de responder las preguntas de la evolución de mi incipiente falla cardiaca, se prolongó por dos semanas; un primo hermano materno se desmayaría también en una iglesia, y, ni en mi caso ni en el suyo, se logró determinar el motivo del síncope.


***


En instituciones represivas, la violencia y el entretenimiento imbécil redimen… o quizá sean estas las réplicas a la adolescencia latinoamericana. Se daba un juego bastante absurdo en uno de los colegios a los que asistí: se requerían dos integrantes, uno de ellos -la víctima-, mantenía la respiración por veinte segundos, luego, su verdugo oprimía su pecho impidiendo el paso del oxígeno al cerebro provocando el desmayo. Presencié el colapso en varias ocasiones, fui un testigo accidental y acobardado -permanecía y resistía en la escena sujeto y dominado por el morbo-; observar a la víctima desvanecerse y caer al suelo con su cara lívida y su cuerpo sin movimiento, me estremecía. Lenta y gradualmente el afectado se restablecía, recuperaba su color habitual y abría los ojos. Mi temor estaba vinculado al derrumbamiento: al cuerpo desfallecido, a la flexión endeble de las rodillas, los brazos derretidos y carentes de fuerza, a la caída viscosa y repentina de una marioneta. Asistía, íntimamente, a un fallecimiento súbito: una idea predominaba y recorría mi cabeza en el instante posterior al colapso: la muerte, la marcha brutal y definitiva, el organismo inerte. Al huir y desaparecer del suceso, volvía a mi mamá y mi papá, a la sensación experimentada en mi desmayo, o en las convulsiones de mi hermano: ver al hijo concebido caer, derrumbarse y marcharse sin explicación. Debo integrar a la serenidad e imperturbabilidad de mi papá sus experiencias de infancia: se habrá templado después de haber enterrado a tantos muertos para verlos, días después, pasear por el pueblo… pero esa historia no hace parte de esta pieza.

Mi segundo desmayo no se produjo en aquel obtuso pasatiempo, sino en otro -menos salvaje, más malicioso-, pero al levantarme, después de haberme desvanecido, me quebré por lo anteriormente presenciado. La víctima, desprevenida, era agarrada por un grupo de estudiantes -frecuentemente solapados y gavilleros, colmados de desconfianza y angustias individuales- y arrojada a la hierba donde era aplastada, progresivamente, por cada uno de los integrantes de la camada: se sumaban generando una cumbre de adolescentes hastiados y desatendidos. Recuerdo entonces estar en uno de esos grupos -tal vez entre los marrulleros- y quedar atrapado en la oscuridad: cuerpos indescifrables me sofocaban, incapaz de retirarme. (La recomendación principal consistía en buscar la posición en la que el cuerpo pudiera soportar el peso con los brazos evitando así el ahogo). Por la premura y el acto improvisado, mi cuerpo se acopló al monumento boca abajo; fui sepultado hasta perder el conocimiento. Después de un rato, la orbe de cuerpos adolescentes se apartaba entre risas, golpes y molestias.

Recobré el conocimiento después de unos segundos; me levanté y, tras caer en cuenta del letargo, una capa de amargura me revistió: palpé la imagen desfigurada de la muerte, el cuerpo desfallecido sin interés ni atención, frágil e insensible. (Por momentos, se está tan ocupado en los complejos y perturbaciones individuales que, difícilmente, se obtiene una reflexión mayor, colectiva). Al caminar, la luz volvió paulatinamente -los colores saturados y sobreexpuestos se definían-; agarré mi cabeza, recreé lo sucedido y temí: la formación infundida en casa y en el colegio -siendo una y otra instituciones estrictamente católicas, fanáticas de la congoja, sometidas a la constante diagnosis, a la valoración y calificación de los resultados obtenidos cada hora, cada día, en cada mínima acción, y principalmente, despavoridas y horrorizadas por Dios y la muerte- influenció ese sentimiento, ese dictamen: la innegable posibilidad de morir intempestivamente y ser evaluado en el Juicio Final sin haber ajustado las cuentas: la absolución de los pecados cometidos.

Confiesa tus pecados, hijo; preguntó levantando su senil mano sobre la cabeza del adolescente. Faltas ordinarias, Padre; declaró. Hazme testigo de tus culpas, hijo; insistió enderezando su cabeza. ¿Qué gran pecado pude haber cometido a mis catorce años?; preguntó, elevando su mirada. Imponiendo sus manos descarnadas y velludas, sugirió: Pensamientos perversos te habrán arrastrado al egoísmo, la mentira y la envidia; has robado tiempo con tus atrasos y prorrogas; has aniquilado ilusiones y esperanzas; el animal bruto y salvaje inherente a nuestra condición te ha tentado y seducido impulsando tus actos impuros. El muchachito imberbe reflexiona: He sido humano, Padre… El cura se anticipa a la prolongación del testimonio: Lo eres y lo seguirás siendo por el resto de tus días; absuelvo tus pecados, ora y pide perdón por tu insolente arrogancia.

Caminé al salón de clases -el timbre anunciaba el fin del descanso- y un par de lágrimas brotaron, infantilmente, sin una explicación precisa del malestar, acaso saberse y reconocerse vivo, quizá por la posibilidad de ser una muerte tardía, inadvertida. (Hoy lo interpreto como un privilegio: ¿cuántos mueren, día a día, y sus nombres son olvidados, superados y destripados por el tiempo, sin mención o, aún peor, en la incertidumbre de la desaparición, llevados por las corrientes de los ríos?). Un temor secundario me recorrió al sentarme en el pupitre: el título de mi muerte -dos posiciones se ofrecían: el miserable o el sobresaliente- en las dos únicas vacantes moriría siendo un nadie.

Un año después, un compañero de salón sufriría un ataque epiléptico en medio de una clase, el profesor encargado -asignatura de Geometría, recuerdo con precisión- se burlaría del estudiante creyéndolo dormido hasta captar los movimientos anómalos ejercidos por su cuerpo. El nerviosismo se apoderó del docente -sus labios se encogieron y encorvaron, las letras vibraban entre su lengua y su paladar reprimiendo la dicción, despedía balbuceos- y el desconcierto se extendió por el aula. La reacción al estado petrificado del maestro fue el auxilio súbito, ingenuo y cándido, de varios alumnos, me encontraba entre ellos; recordé lo sucedido en la infancia y cumplí la ficción: introduje mi mano a su boca impidiendo el ahogo con su lengua y con dos compañeros lo cargamos a la enfermería. Olvidé lo sucedido en el trayecto, seguro la convulsión terminó y se presentó el sopor superficial. Tal vez agradecieron la intervención -¿fuimos acompañados por algún profesor?- y solicitaron nuestro regreso; intuyo una conversación: la parálisis del profesor; la felicitación conjunta por la resolución; la explicación de las medidas tomadas: indudablemente, de mi parte, una mención de la circunstancia vivida con mi hermano (considerado desaplicado e incompetente, en la misma institución, debido a un adormecimiento permanente resultado de un medicamento recetado para la prevención de convulsiones repentinas, y que, nosotros, sus hermanos mayores, usábamos para tratarlo de idiota al enfadarnos con él; qué despiadado se es: atacar con el arpón más letal y mezquino, la intimidad); el diálogo habrá concluido con el acuerdo conjunto de un regreso pausado, eludiendo la clase. Hoy, sé que asistí inconscientemente a mi compañero por esa razón: esquivar la eterna y tediosa monotonía.


***


Residía aún en casa de mi mamá cuando recibí la llamada de un primo hermano -mi sustituto del desmayo- anunciando la muerte de mi abuela: el abuelo lo había llamado y, entre sollozos incesantes, mencionaba que su esposa yacía en el suelo inmóvil. Mamá estaba en la iglesia así que esperamos, con mi hermano menor, su llegada para revelarle la noticia; miré el reloj y salí a esperarla en el callejón del conjunto. Al verla la agarré de los hombros y -con serenidad y cariño- le detallé lo ocurrido; contadas las palabras. Arrojó una serie de negativas en diversos tonos mientras las lágrimas empezaban a brotar, y se agarraba de mi hermano con fuerza golpeando su espalda pidiéndole que fuéramos al apartamento de los viejos inmediatamente. Al llegar vimos el cuerpo en el suelo, la cabeza reposaba en un cojín dispuesto por mi abuelo que recorría el apartamento explicando insistentemente la situación: la había dejado en la cocina mientras recogía una manta en el cuarto y, al volver, la había encontrado en el suelo. Recuerdo la llegada consecutiva de un primo médico y su fallido proyecto de reanimarla: levantaba su cabeza, suspiraba y disentía. La cargamos al cuarto donde permaneció un par de horas; los familiares fueron llegando: se acercaban a verla y comprobaban lo escuchado, evidenciaban el fallecimiento -¿No es acaso el velorio la constatación de la fatalidad?-, conmemoraban su vida besando sus manos. Agobiado e impotente, mi abuelo agarró una silla y se sentó a su lado. Decidí acompañarlo, observarlo, contemplar los testigos y escuchar las preguntas realizadas al cuerpo yaciente. Dos hermanos de mi abuela entraron, la besaron y abrazaron a mi abuelo. El silencio absorbió la habitación.

GERMAN (a su hermano Humberto, tocándole el brazo): ¿Lo operaron?

HUMBERTO (devolviendo la mirada): Sí, la próstata. Me estuvo molestando y me abrieron.

GERMÁN (desconcertado): ¿No lo habían operado ya?

PABLO: ¿Qué dicen?, ¿Qué pasó?

HUMBERTO (levantando la voz y acercándose al viejo): Me operaron la próstata, la prós-ta-ta. Es la tercera vez que me operan. Estoy dos meses bien y vuelve a fastidiar.

PABLO: Mejor que se la saquen…

GERMÁN: Yo fui al urólogo y me sacaron eso de una vez; es lo mejor que puede hacer.

HUMBERTO: Pues miren que fui a la EPS y me remitieron a una consulta: el urólogo me dijo que ese era el procedimiento.

GERMÁN: Así no es. Usted va y pide que se la saquen, con eso evita el cáncer… 

PABLO: Pablo (se refiere a su hijo) ha hecho muchas veces eso: se la quita y se acabó el problema; debió hablar con él desde el primer minuto… 

HUMBERTO: Esperemos a ver, yo creo que después de esta no jode más.

PABLO: Háblese con Pablo, él lo mira… debe estar en la cocina.


Así que eso era la muerte: una tristeza interrumpida por la vida. Mi abuelo aún vive, a sus cien años ha enterrado -lúcido- a todos sus hermanos, a su esposa, a todos sus contemporáneos… ¡Qué calvario salvaje! A mi abuela la lloré meses después; en ese entonces y aún hoy, sigo aterrado por un desvanecimiento progresivo inconcluso, pero, de nuevo: esa historia no hace parte de esta pieza.