DIESTRA Y SINIESTRA

Fer:

Ha pasado más de un año desde aquella conversación que tuvimos en casa de tu mamá; ha pasado un año y un poco más desde aquella conversación que tuve contigo en ese café cerca de mi casa. Fuiste tú quien empezó el diálogo, llevábamos mucho sin vernos. Ese día no quería salir de casa, tampoco quería estar ahí; no sabía dónde meterme pero acepté. Cuando bajé y te vi esperándome con tu cigarro en la boca, vi tu figura atrapada en ese cuerpo delgado, con ese mal semblante; no me desagradó, de hecho me alegró verte así porque de alguna manera pensaba que al verme, al estar conmigo, tú cambiarías: sentirías mi querer y eso te daría paz. De mi casa al café te sentí bien: sin mucho que decir pero alegre, usando ese humor cínico que tanto detesto ¿Te has fijado en eso? Cuando estás triste te vas a lo profundo y eso es incómodo, para mí lo es; prefiero el cinismo en la tristeza. Hablamos de tus viajes, de esos que estaban por llegar, esos en los que nunca supe lo te había pasado: todo contigo se convierte en situaciones, momentos, circunstancias. En el café hablamos como siempre lo hemos hecho -o por lo menos como yo siempre lo he percibido: hay algo más allá de la amistad. Pedí aromática, tú hiciste lo mismo; nunca sabes qué ordenar y terminas comiendo y bebiendo lo del resto ¿Cómo serás en soledad?

No quería hablarte de eso directamente, por eso te conté lo del apartamento: me pareció un gran inicio para hablar de mi desventura; quería que entendieras porqué no quería verte, ni ver a nadie. Sé que quieres saber los detalles, qué ha pasado desde entonces: el juez falló a nuestro favor. La administración del edificio se hizo cargo de los daños que había sufrido la vivienda, cambiaron los pisos de madera y reembolsaron la plata de los muebles que se habían dañado por las inundaciones en el piso. La infraestructura de las tejas la cambiaron. El hilo del recuerdo me alegra hoy, pero las semanas que pasaron desde el encuentro en casa de tu mamá fueron un desastre: ¿recuerdas que estaba durmiendo en la sala y mi mamá en su habitación? pues con las lluvias de abril y mayo la humedad llegó hasta su cuarto y tuvo que dormir conmigo por dos meses ¡Dos! Todo esto sucedía mientras tú desaparecías. Tengo un recuerdo lindo: nos ofreciste tu casa y eso me pareció genuino. Ay, Fer. Sabía que contigo podía hablar de eso, tienes un corazón bueno, es lo único que no te puedo quitar. 

Pero no lo hice, te dije que ‘eso no era todo’ mientras tú lamentabas mi miseria, y te mentí. Quise contarte, hablarte, abrirme a ti, pero en el último segundo mi boca se abrió y mi lengua mintió. No sé de dónde saqué todo aquello que te dije. Te dije que me había presentado a una maestría en sociología y no me habían aceptado. Un par de lágrimas se asomaron en mis ojos y, mientras eso pasaba, sentía que expulsaba todo de mí, sentí que las lágrimas que fluían eran sinceras así lo que te dijera fuera falso, y eso me ayudó: fueron reconfortantes tu abrazos y tus palabras. Entonces mentí nuevamente: te dije que no había pasado porque mi promedio era bajo; te enfadaste -buscando mi agrado- y echaste pestes de la educación, de ese tipo de escuelas. Yo callaba y me derretía en llanto sobre tu hombro, tú eras paciente y me abrazabas, me decías que todo iba a estar bien, que no era para tanto, que ya vería como todo se iría enrutando. Se sentía bien llorar sobre ti: en tu hombro delgado, abrazaba tus costillas, y eso me impulsó a seguir mintiendo: te dije que había perdido mi trabajo, que había renunciado porque tenía la seguridad de que me aceptarían. Jose había pasado y sólo superaba mi promedio por unas décimas. Se iría con su pareja -cuando no había relación alguna y te mentía porque sabía que te gustaba y, de vez en vez, me pedías que saliéramos los tres; eso me molestaba y me sacaba de mí, te quería reventar a insultos pero entonces mejor mentía, te mentía en ese momento. Me sentí mejor y tú trataste de animarme, me decías que no me comparara con nadie, que algo bueno vendría con todo esto. Te angustiaste con lo del trabajo, te dije que ya había hablado con Jose para ver si su puesto estaba disponible ya que se iba y los planes iban tan bien. Seguro no volverán, afirmé; incluso exageré: Terminarán casándose. Exploté veneno en tu cabeza: ya no habría oportunidad, tendrías que resignarte; y seguro, mientras te separabas de mí y quitabas tu hombro de mi cara -desprendiéndote como la baba de un hombre que muere sediento- pensabas en Jose y no en mí que estaba enfrente.

Quise preguntar por tu suerte, quería saber -con total hipocresía, pues yo hubiera podido hablar por horas enteras y mentirte una y otra vez hasta sacarme toda la miseria acumulada- cómo iba tu vida. Respondiste, con tu caprichosa amabilidad, que no tenías nada nuevo que contar, que querías seguir escuchándome; negué con la cabeza mientras agarraba una servilleta, me sonaba y llegaban las aromáticas. Te dije que me dejaras ir al baño y ahora que regresara algo te inventarías, algo tenías que contarme así fuera irrelevante. Entré al baño y volví a sonarme, abrí el grifo del lavamanos y salpiqué mi cara con agua, tomé una toalla y me sequé. Me vi al espejo y sonreí, sonreí y reí, reía a carcajadas y quería contarle a alguien lo que acababa de hacer pero no tenía a quién llamar entonces reí más fuerte, profundamente y terminé en el piso mientras la risa se desvanecía. Regresé a la mesa, quería escucharte, así quisiera hablarte. Y volviste con tu estúpida discreción y modestia para darme -después de pedirte y buscar por todas las formas posibles que hablaras- la respuesta de siempre. Incluso antes de saber tu respuesta, y de saber lo que te preguntaría, deduje toda la conversación: Estoy escribiendo, me dirías; ¿De qué?, preguntaría yo; No te puedo decir, responderías; ¿Por qué no?, preguntaría nuevamente yo; Porque no se debe hablar de los proyectos futuros; ¿Por qué? volvería a preguntar; y tú finalmente responderías lo de siempre: Los proyectos futuros son como las heridas: no deben mostrarse porque se infectan. ¡Y así fue! La conversación entera que se reprodujo en mi cabeza se dio. Sin embargo ese día decidiste contarme la historia después de mi silencio; tal vez porque yo había llorado, porque te había contado una infidencia. No sé porqué lo hiciste, tal vez tú también mentías.

Está bien, te la voy a contar pero no puedes hablar con nadie de esto -con quién hablaría de tu historia, Fer. Lo que te diré es la base principal de la obra, creo que puede funcionar muy bien en teatro o cine. Se da en un pueblo ficticio de nombre Arteaga; el pueblo cuenta con una particularidad: las hegemonías únicamente duran 10 años; dominios de todo tipo: político, cultural, artístico. Al cumplirse este tiempo, los líderes principales -o sea, los escogidos: esto lo entenderás más adelante- son decapitados y sus nombres son borrados de la historia: no pueden mencionarse de nuevo. En ese tiempo, todos aquellos que no hacen parte de la hegemonía deben servir sin posibilidad de ascender en ninguna escala social. Su día a día se concentra en obedecer. La obra empieza en el momento en que una mujer de unos 40 años espera que decapiten al alcalde, que da en ese momento su discurso de cierre: son palabras vergonzosas, llora y menciona lo bueno que hizo por el pueblo. Nuestra personaje desea ser abogada, quiere estudiar y poder trabajar en ello el tiempo que le reste. Nada asegura que vaya a lograrlo: la decisión de los escogidos es azarosa. Los habitantes del pueblo escriben sus nombres en un papel y este es ingresado a diferentes balotas: la de los abogados, los arquitectos, los artistas, los políticos, etcétera. Son 10 los escogidos en cada uno de los campos, y, cada balota saca un papel adicional en caso de muerte de alguno de los seleccionados. Sin saberlo, el papá de nuestra protagonista también se postula para el puesto de abogacía, y es éste el que queda seleccionado. La hija supone que esto traerá grandes beneficios para su porvenir mas su padre la niega desde el minuto en que es elegido. La hija decide matar a su padre decepcionada por la actitud que ha adoptado. Sin embargo, no puede cometer ningún asesinato: los bandidos también tienen su balota. Decide entonces convencer a un conocido suyo para que mate a su padre prometiéndole prosperidad en el crimen. La relación entre la hija y el criminal se torna difícil por el pago que el delincuente espera; en un encuentro violento la hija lo mata. La corte designa al padre de la mujer como su abogado.

¿Y, qué pasa?, te pregunté. No sé, ahí voy, respondiste. Recuerdo que comencé a cuestionar tu historia: ¿Cómo es que el padre la podría llegar a defender si no ha sido abogado?, ¿Lo fue en su pasado y su hija lo desconoce?, ¿Por qué el padre tomaría una decisión así?, ¿No faltaría entonces un contexto familiar? Tú te enfadaste y me dijiste que así empieza la infección: me contabas la historia para que resonara en mi cabeza, no para disparar preguntas. Pensé en ella, en el desenlace. Hay días que creo que el papá hace todo lo posible para defender a su hija y, después de salvarla, le explica la negación de la hegemonía: quizás para que creciera de la misma forma en que él creció. Otros días pienso que el papá deja morir a su hija al pensar que lo quería matar. No sé si terminaste la obra: tú empiezas una historia tras otra, nunca las concluyes. Desapareces y dejas desaparecer lo que escribes también: así eres tú, es lo tuyo. Agarras una guadaña y cortas a ras de tierra cualquier vínculo, desde que te conozco has sido así. Tal vez esa fue mi inseguridad: no saber si podía hablar de eso nuevamente contigo; no saber si hoy podíamos hablar pero de golpe ibas a desaparecer. Hay días que pienso que tú eres el padre de la obra, que encuentras algo mejor -o tal vez no encuentras nada- y olvidas a las personas que te han acompañado. Sé que confían en ti y en tu silencio, mas no confían en tu permanencia. Te mueves en la vida como en un ajedrez: cada paso es pensado con anticipación, cada paso tiene su función, su uso. Y entonces también eres la hija de la obra: buscas la forma de llegar a donde quieres sin importar lo que se tenga que hacer.

Recuerdo que después fuimos a comer, hubo espacio para la broma, para anécdotas vagas. En esas también mentí: sentí atracción y continué. Te dije que el fin de semana que había pasado perdí el control. Había salido con mi grupo del colegio -no los veía hace mucho: eso es cierto, hoy día aún lo es- uno de ellos estaba de paso por Colombia y era su despedida -eso también era cierto mas yo no fui. Mientras comías me mirabas, expectante: conozco esa cara tuya, ese gesto perverso; te traga la ansiedad, comes rápido, brotan las preguntas. Te dije que habíamos tomado de más y, en un punto de la noche, discutimos lo que haríamos, la competencia: teníamos que terminar en casas distintas. En el transcurso de la noche sólo yo concluí, sólo yo terminé en una casa desconocida. Tu cara cambió y eso me enterneció, me sonrojé por lo que te decía, por la mentira; tu cara empeoró, se tornó seria y eso me encantó. Entonces mentí dentro de mi historia: quería que el final fuera una noche de sexo salvaje, descontrolado por horas; en vez, te dije que en el taxi de ida mi acompañante me había dicho que vivía con sus papás. Quería bajarme del carro, te dije. Pero la competencia continuaba. Llegamos a su apartamento y me dijo que entráramos en silencio a su cuarto -eran las 3 de la mañana: la idea de saludar a alguien a esas horas y en ese estado no era posible. En el momento justo en que cerramos la puerta sonó una voz en el cuarto contiguo. Le dije que me iba. Me dijo que esperara, que saludaría a su mamá y volvería conmigo. En ese tránsito pedí un transporte, salí de su habitación y me fui. Negaste con tu cara pero había satisfacción, volvías a mí.

Te gusto, pensé. Era tarde y con tu cara llena de placer me dijiste que te ibas, que me animara, que todo se solucionaría. Sí, era tarde pero eso no quería decir que no quisiera estar más contigo: ahora no quería volver. Quería quedarme contigo, pero nos despedimos: un abrazo largo. Mientras caminaba a casa me quedé con tu cara, con ese gesto de complacencia que había generado la mentira de mi historia ficticia. Esa cara que se arruinó cuando nos vimos un mes después en casa de tu mamá y me dijiste que te ahogabas, necesitabas curarte, te escuché. Ese día quería decirte que había pensado en tu historia, que llevaba un mes resonando en mi cabeza, como querías. Entonces te aconsejé: te dije que te entendía, que lo más importante era eso, sanar; y creo que eso hago al recordar, al escribirte esta carta que me gustaría entregarte pero te has ido. Me encontré hace unos días a ese amigo tuyo que vive en Barcelona, me contó que ahora vives en Bilbao, que estás bien, que sigues escribiendo, que aún no terminas las historias. Sé que te encantaría recibir estos papeles y por eso mismo no te los pienso enviar. Los dejaré en mi cuaderno y, un día de estos, arranco las páginas y las quemo.

Qué imbécil, Fer.