DESPEDIDA

Encontramos en París gente elegante; en provincias puede haber gente de carácter. Sieyés

La conocí ya vieja, bisabuela para aquel entonces. Han pasado más de diez años, un ser memorable. Vivía en Villas de Oro; una mujer nacida y criada en el llano. Hablaba fuerte, se le escuchaba claro. En ella no existía la menor señal de prudencia: todo lo decía como le iba pareciendo. Se fijaba con precisión en cada movimiento, cada palabra. Padecía sus delirios: atendía a cada conversación desarrollada a su alrededor, como si cada tema le concerniera; pretendía observar y conocer la totalidad de su universo y, todo aquello inadvertido, era reprochado, condenado, reprendido.

La conocí y la detesté, no importan los motivos, tengo la certeza de que todo aquel que la ha tratado ha tenido sus razones; pero todo aquel que ha cruzado el umbral del fastidio llegó al cariño. Yo la quise y estoy seguro que ella a mí; tal vez en este momento yo sea un recuerdo lejano, pasajero, pero ella en mí quedó atravesada: su esencia quedó por mucho tiempo en mi cabeza. Creció en el llano de La vorágine: tosco, crudo, áspero. Era una mujer gruesa, andaba con un bastón y era difícil percibir en ella algo de simpatía. Había cierta luz en unos ojos claros que ahora eran difíciles de capturar; le escaseaba el pelo, el pellejo lo tenía acabado, el cuero de sus manos se comía sus nudillos y el reloj de oro que llevaba en su muñeca izquierda estaba incrustado entre los pliegues de su brazo. La señora Emilia se ufanaba de una infancia brutal; sentía orgullo y simpatía por los actos violentos y grotescos que le cometieron.

La señora Emilia disfrutó de la fiesta mas no del aguardiente; me aseguraba que nunca se había emborrachado pero sí le gustaba salir, le gustaba bailar. Mencionaban su belleza adolescente, decían también que fue reina de un festival del llano, ahora no recuerdo cuál. Salía con horarios estrictos que ella incumplía; las reprimendas eran severas. Creo que había desobedecido el pacto un par de veces: en esas ocasiones su padre le había propinado sendas tundas, a palo, a cable, a correa, con lo que se encontrara le iba dando. La señora Emilia igual volvía a escaparse: iba a casa de diferentes vecinos donde se daban las celebraciones; para aquel entonces Villas de Oro era un pueblo más: un espacio reducido donde todos se conocían, un lugar lleno de trago y brío. El festejo se alargó y la señora Emilia llegó al amanecer; al entrar a casa, su papá después de darle una paliza la sentó en una silla y le cortó el pelo con unas tijeras de cocina, se lo dejó lo más cortico que pudo. Me contó que pasó tres meses sin salir de casa. Usaba un sombrerito para ir al colegio y regresaba tan pronto se acababa la jornada escolar; lloraba en su cuarto hasta dormir. Me decía que su papá era un tipo verraco, un hombre, que cumplía su palabra y sabía enseñar así fuera severo. 

La señora Emilia fue profesora; no sé cómo habrá sido su método de enseñanza: si manejó su profesión como se daba en aquellos tiempos de reglazos, gritos, pellizcos y golpes. Su violencia no era física; percibía su grosería como una coraza, como una forma de imponer su autoridad, de hacerse notar, incluso de hacerse querer. Notaba en su parquedad algo de cobardía por el plano físico. De su único hijo vivo escuché que siendo pequeños los mordía en los brazos como forma de castigo; en el llano no se tiene la certeza de qué es cierto y que no: todo se mezcla en la broma. Los llaneros encuentran en la risa y la burla la forma de sacarse las agonías acumuladas en el pecho, y fluyen con unos aguardientes en la cabeza. Escuché que su marido, que había muerto unos años antes de yo conocerla, no fue recibido de buena forma en su casa por no tener la prestancia suficiente. La familia de la señora Emilia era distinguida, el otro era un llanero de campo, de finca; otro verraco, un verraco que no se dejaba de nadie, de esos que andaban con la escopeta solucionando interferencias, me decía la abuela. El papá de la señora Emilia era militar. A veces creo que la señora Emilia se fue con Don Martín para salir de la casa: no importa quién da la mano mientras se cae al abismo. 

Imagino, por lo que escuché en su voz, que abandonó el infierno mudándose al purgatorio: el yugo de su marido. Imposible pensar en libertad plena en esos momentos: La mujer debe atender a los invitados y servirle la comida a su marido; el marido trabaja y la mujer prepara, decía la abuela. Mientras permanecí en su casa, por más que quise, nunca moví un dedo: le pedía a sus nietas que hicieran todo por mí, que me trajeran el café, la comida; Cualquier atención debe ser dada por las mujeres pues los hombres trabajan, no fueron criados para las labores del hogar, concluía la señora Emilia dirigiéndose a sus nietas. Don Martín tenía un temperamento fuerte, irreversible: una única opinión que termina por ser un grillete, pues lo dicho, dicho está: no hay vuelta atrás. Seguro la señora Emilia se sentía fortalecida con este comportamiento, no era más que un segundo padre al que debía obedecer. Es por eso que dudo las risas, seguro sí mordía a sus hijos; o tal vez no, a lo mejor guardó el cólera de su padre y de su marido y los transformó en amor. Detrás de esa coraza, de ese caparazón, creo con fidelidad que era un ser lleno de esperanza. Al conocerla recuerdo pensar en eso: que la esperanza se forja con vara de hierro, la esperanza o las ganas de vivir se generan a golpes, a base de dolor y sufrimiento. 

Por la relación que tenía con su hijo pude verificar todo aquello que yo intuía de su matrimonio. Si bien la señora Emilia se mostraba fuerte y recia, vivía bajo la sombra de su hijo, bajo las órdenes de Don Ignacio. En su casa se hacía lo que él dijera; no se consultaba nada con la abuela. La señora Emilia vivía con una anciana que hacía llamar su secretaria y había permanecido los últimos veinticuatro años a su lado. La señora Otilia era tan dueña de aquella casa como la señora Emilia, incluso había momentos en que tenían enfrentamientos por las decisiones tomadas por su secretaria sin su consentimiento. Ese era el poder que la señora Emilia tenía en su casa: el dominio de su secretaria. Tampoco era mucho lo que podía hacer: estar pendiente de sus nietos, llamarlos día a día para saber de su vida en Bogotá -la mayoría de ellos vivía en esa ciudad. Si bien la abuela era un filtro, el colador verdadero era Don Ignacio. Llegaba y la señora Emilia llamaba a Otilia para que trajera el café para su hijo y las personas que lo acompañaran. La abuela escuchaba bien, pero también sabía preguntar: estaba informada de absolutamente todo lo que sucedía con su hijo, sus nietos y el círculo que los acompañara. Asimismo, y como suele pasar con la senilidad, es poca la importancia que se le da a la rutina propia y entonces el interés real permanece en la vida del prójimo: en el primo que está por morirse, en la separación de tal conocido, en los problemas que tiene esta otra familia. Esa era la fascinación de la señora Emilia.

Gran parte de las veces que visité a la Señora Emilia presencié y viví la misma rutina. Esperábamos que Don Ignacio llegara y, mientras eso sucedía, me sentaba en la sala de su casa a tomarme un café y ella hablaba sin cesar. Sus nietos aprendieron también esa magia, la magia de vivir a través de la vida ajena. Entonces todo cuento era común, ninguna historia era extraña. Recuerdo algunos de esos temas -había unos recurrentes-: cómo seguía la salud de su hermano, si ya se iba a morir o no; después pasaban a hablar de sus primas -las hijas de este hermano moribundo-: que una estaba muy vieja para casarse, que la otra se peleaba con su hermana por dinero, que el esposo de esa última era un vago; luego, -si la esposa de Don Ignacio no se encontraba- hablaban de ella: de la cantidad de ganado que tenía, del aumento de esa cantidad desde el matrimonio; y, después de un rato, hablaban del nuevo novio que tenía esta nieta, o de los motivos por los que este otro había terminado su relación. Al parecer esa era la magia: no preguntar directamente, sino insinuar, rebuscar, crear verdades a partir de alusiones.

El centro de reunión era la casa de la señora Emilia. Cuando llegaba Don Ignacio se hablaba, nuevamente, de alguno de esos temas, su predilecto: la suerte de su tío, la plata que sus hijas heredarían y lo que se haría con ella. Después de haberse tomado el café que la señora Otilia le servía, a Don Ignacio le entraba el afán y todos -sin importar el grupo que fuera, ni quién estuviera presente- tenían que subir las maletas a la camioneta y dirigirse a la finca: un portentoso terreno llanero. En ese espacio, los días y las tardes pasaban entre la vigilancia de los trabajos y las comidas; el resto del tiempo -si nos quedábamos allá- tomábamos cualquier licor -por lo general aguardiente- y nos acostábamos a dormir. Hubo noches en que, después de asegurarse que estaba acostada en su cama, los nietos de la señora Emilia armaban unos calillos y conversaban largamente de mil recuerdos que tenían de la finca en la que estaban o de otra donde habían pasado su infancia. Sin importar la hora, la señora Emilia se levantaba a revisar que todos estuvieran en sus camas, y si alguno de sus nietas o nietos llevaba pareja, revisaba con una linterna que aquella persona estuviera acostada en el lugar correspondiente. Don Ignacio, generalmente, dormía en el cuarto principal con su esposa; a mí siempre me pareció simpática, era formal, atenta y me parecía mucho más astuta e inteligente de lo que parecía. A veces percibía un cierto dejo por parte de la señora Emilia; uno de los hijos de Don Ignacio me decía que la abuela extrañaba a su antigua nuera. 

Sin duda fue cuestión de suerte. Don Ignacio fue el único de los tres que sobrevivió. A los otros dos hijos de la señora Emilia los mataron en episodios relacionados con las guerrillas y los paramilitares, los dos fueron asesinatos crueles. Tenían fama de violentos, mujeriegos y aguardienteros. Cuando conocí a su hijo sobreviviente, la señora Emilia fue insistente y me dijo varias veces que debía siempre llamarlo Don Ignacio, nunca de otra forma; además debía obedecerlo y estar atento a todo aquello que necesitara. Conocí de él dos facetas opuestas. Don Ignacio sobrevivió por tener el brío de su papá y el corazón de su mamá. Un tipo rudo, de proceder terco, de decisiones y órdenes precisas; pero también un hombre de una enorme sensibilidad. Un hombre que lloraba cada vez que veía a sus sobrinos lamentarse entre lágrimas por sus padres muertos. Bebían entonces entre largas madrugadas donde se abría una botella tras otra; como los criollos: llorando por mujeres y muerte llegando a la ebriedad. Tomé unas cinco veces con él, nunca lo vi borracho; pero con los tragos su semblante cambiaba: era dócil, amable y la sonrisa se prolongaba y resistía. Un hombre capturado por sus emociones, por lo que era y no podía negar.

Todos los caudales fluían para llegar a un mismo cauce: Don Ignacio. Él era el gran río que llevaba todas las vertientes; era la principal presencia masculina y la única paternal de la familia -al enviudar, las esposas de sus hermanos no volvieron a comprometerse-. Para sus hijos y sus sobrinos era el faro y el puerto donde debían llegar; en él recaían todas las precipitaciones. Estaba dispuesto a conocer y a escuchar los sucesos positivos y adversos de sus hijos y sobrinos, pero si lo buscaban a él, y pedían su consejo, debían seguir éste como una orden. Por esto, cada uno de ellos primero hablaba con la señora Emilia, a ella llegaban a preguntarle si aquello requería una conversación con Don Ignacio o al contrario: mejor callar y olvidar. Era contradictorio: sabían lo que Don Ignacio respondería pero sentían la fuerte necesidad de consultarlo, la absurda necesidad de que él lo supiera. No era un consejo, era un mandato que acataban. Don Ignacio estaba convencido de todo aquello que creía sobre la política, las relaciones, el dinero, el trabajo. Estas convicciones, tan parecidas a las de su padre, llevaban las mismas cadenas de incoherencias. Actuaba de cierta manera pero aconsejaba de una distinta: haz lo que digo, no lo que hago.

En esas conversaciones la abuela indicaba a sus nietos cómo debían hablar y en qué momento: los diálogos estaban supeditados a su ánimo y la abuela era la única que conocía el momento preciso. La señora Emilia siempre estaba presente en aquellas ocasiones, no se le ocultaba nada -ni siquiera los temas más sensibles- mas no por eso podía intervenir: se resignaba a asentir o disentir mas nunca contradecía a su hijo. Fuera el tema que fuera siempre llegaban a la misma conclusión: Ustedes saben como es él. 

Tuve un par de conversaciones con Don Ignacio, él como una ampliación de la señora Emilia y Don Martín. En ellas sólo estábamos los dos. Tengo esos recuerdos intactos. Recuerdo que en la primera me pidió que lo acompañara a una de sus fincas; yo me senté en el asiento copiloto y él condujo. A mis pies iba una escopeta con sus correspondientes proyectiles en un estuche negro. Estaba alterado: le decía a los hombres de la finca que hicieran esto y lo otro; que iban tarde con este proceso, que por qué no se había hecho esto otro con el ganado. Colgó una de las llamadas y me miró, me vio mientras yo veía el paisaje llanero y sabía que me miraba. Trabajo por mis hijos, trabajo para que no les falte nada, dijo mientras me miraba y giraba su cabeza de nuevo a la carretera. Continuó: Nunca me quedo quieto, me muevo y trabajo, no hay que ser flojo; a veces siento que los he malcriado: les he dado todo, nada les ha faltado: carro, casa, viajes. Tengo cinco y con todos he sido igual, a todos los quiero por igual - mencionó los apodos de cada uno abriendo su mano derecha y levantando cada dedo-. Don Ignacio calló y retomó la conversación después de un tiempo -a veces sentía que necesitaba desahogarse y no sabía muy bien con quién hacerlo-: A mi me duele ser duro con ellos y me duele más cuando son groseros porque se rompe el cariño, me rompen el alma cuando me tratan así, concluyó. Yo no le dije nada, él tampoco esperaba respuesta. 

Tuve una segunda conversación, en esta los dos tomábamos whisky en un evento desarrollado por una de sus hijas. No recuerdo cómo empezó la conversación, creo que Don Ignacio preguntó por mi trabajo, iniciaba el diálogo para poder desahogarse, para extender la charla que semanas atrás habíamos tenido: Uno tiene que ser siempre el mejor en lo que hace. Yo les digo a ellos -refiriéndose a sus hijos- si vamos a jugar, vamos a hacerlo para ganar. Tomó un sorbo del whisky y continuó: Si me propongo algo, lo cumplo. Si digo que para fin de año debo tener tantas cabezas de ganado es porque sin falta las tendré, y eso es lo que quiero que mis hijos vean en mí, que todas las promesas que les hago, las cumplo a cabalidad. No importa qué tenga que hacer o en qué me tenga que meter para cumplir lo que digo. Me fijaba en sus gestos y me quedaba con algunas líneas: No importa qué tenga que hacer o en qué me tenga que meter.

La última vez que la vi supe que sería la última. Eran los últimos días de diciembre. Ese año pasé navidad con ellos, le di un regalo a Don Ignacio y a la señora Emilia; sin saberlo decía adiós. Hay días que pienso que pude dilatar mi permanencia en la familia, otros -la mayoría de las veces- sé que estuve lo suficiente. Hace poco vi una fotografía de uno de sus nietos postulándose a la alcaldía de Villas de Oro. En la noticia mencionan que el candidato conoce como nadie esa tierra, que fue criado por sus abuelos que vivieron y permanecieron en épocas de paz y guerra. Tal vez sea así, quizá la única que conoce el llano de siempre ha sido ella: la señora Emilia. 

Era un día soleado, la señora Emilia llevaba su blusa de flores azules, naranjas y rojas, un pantalón blanco de algodón y unas baletas doradas; al despedirme me acerqué a darle un abrazo, ella me palmeó la espalda y me dijo que las puertas de su casa y del llano siempre estarían abiertas para mí.