REZOS
Pareciera que Rezos fuera la historia de un embarazo, de lo que ocurre íntimamente en una familia al darse la noticia. Pero el embarazo, además de columna vertebral, también es la excusa que nos permite escuchar las plegarias de Carmen y Rubén, de la señora Macarena y de la señora Ruth, de Gabriela… y de los diversos personajes que surgen en esta novela.
A continuación los dos primeros capítulos.
Rezos
Cuando la tormenta se aproxime, cierra los ojos, agárrate fuerte las manos y pide alivio; luego junta tus brazos, pégalos al pecho y hazte un ovillo. Ya verás cómo se aplaca el ánimo, ya verás cómo la respiración se serena y la mente se apacigua. Atiende este consejo, pues en estas tierras abunda la infamia, en el mundo se esparce y crece en los prados como maleza, y —viva y pícara— esquiva el fuego.
I Carmen
Nos recibió a tu padre, a ti y a mí esperando un nuevo favor, y así abrió la puerta: desganada, preguntando lo que queríamos, echando una mirada a la cocina, pensando que vendríamos a arrebatarle el pan de la boca: su abundante pan, que se endurece y luego tira seco a los cuervos y a las palomas. Y tu padre, tranquilo y bueno como es, calma su angustia: hemos venido a saludar. Entonces ella, desconfiada y resignada, sonríe y nos permite seguir: pase a ver Rubén, pase niña; y se sienta en la cocina y nos dice, entre dientes, si queremos agua; les serviría café pero la señora Ruth ya lavó los platos. Y tu padre me mira, y yo niego con la mano; y la señora Macarena abre las manos y las cierra, como diciendo qué más quieren, ya estuvo el saludo. Y es tu padre, otra vez, tranquilo y paciente, el que saca pecho y da un paso al frente: madrina, estamos acá para contarle que Carmencita está esperando. Veníamos a compartir nuestra alegría con usted, que ha sido tan buena con nosotros. Y yo pienso, en ese y en este momento, que esa señora ha sido todo, menos buena con nosotros. Que si estamos ahí, es por tu padre: fue Rubén quien me pidió que lo acompañara, porque a ella, según él, le haría ilusión la noticia. Pero yo no quería ir, no; no quería verla después del desplante que le había hecho a tu padre, aplazando una y otra vez el encuentro con ese hombre del que tanto hablaba, que trataba como a un hermano y que podía sacarnos de la estrechez en la que estábamos. Pero nada hizo, porque yo me conozco su discurso y se lo dije a Rubén: ella es de las que dice que uno debe lucharse absolutamente todo en la vida, pues solo así se llega a alguna parte; pero eso dice y de otra manera actúa cuando las cosas le convienen.
Entonces se queda como pasmada, pensando en cómo responder, en cuál debe ser la correcta reacción cuando una noticia de estas se da, y cae en la cuenta de que estamos esperando una palabra, pero nada dice, y tu padre se acerca, me toca la panza y repite: madrina, ¿me escuchó? Carmen está embarazada, espera una hija mía, una niña. Tiene tres meses. Y solo ahí despabila y aplaude, estira la boca, se levanta y abraza a tu padre, y luego me abraza a mí, felicitándonos; y yo siento que, cuando lo hace, se limpia las manos con mi vestido, con el vínculo, con la incumbencia de la noticia. Entonces me mira a los ojos, me pasa la mano por el pelo, me aprieta los hombros y me agarra la panza. Sí, es una niña, dice. Y su falsa alegría desaparece y sé que sus deseos se transforman: no anhela nuestra fortuna sino vivir esa circunstancia con Gabriela, su hija. Y vuelve y se sienta, repite alguna cosa y me mira de arriba a abajo, y dice que claro, que cómo no lo había notado, ahí están esas tetas y esos tobillos hinchados. Diciendo por decir: despidiendo palabras frívolas para complementar su singular felicitación y mantener la parquedad típica en sus relaciones con el otro. Y luego, como queriendo sacarnos, le pregunta a la señora Ruth en cuánto está el almuerzo, y sin que ella alcance a contestar, se disculpa, hoy hizo poco, de lo contrario ustedes saben que les haría espacio en la mesa. Y yo la libro de toda obligación: tenemos comida en casa. Entonces, como suele hacer cada vez que nos encontramos, promete una invitación y nos despide, no sin antes preguntarle —reprocharle, sacarle en cara— a Rubén, cómo va el trabajo. Y tu padre vuelve a decirle, como cada vez que le ha preguntado, ahí, aguantando, y sonríe la infeliz: así toca, Rubencito. Tu padre es ingenuo y pregunta al salir si noté su alegría, se quedó sin palabras, dice, y yo nada respondo, ¿para qué?
Regresamos a casa caminando y por el camino pedimos fiado en el mercado. Cocinamos menudencias y pienso en su felicitación: la suya fue quizá la más apática, pero así han sido casi todas. Como si la gente, al conocer la noticia, no se alegrara sino más bien se cuestionara de repente: ¿cómo, cuándo, por qué, se me hizo tarde, estoy a tiempo? Tu padre trató de disimularlo, pero se le notó en la mirada y en las respuestas condescendientes, cuando le pregunté por la reacción de sus compañeros en la fábrica; tuve que arrancarle las palabras, construir las frases y darle sentido a los gestos y a las miradas. Así fue, hija. Pero calma, no todas han sido así: como hay frío acá, hay candidez allá: en la capital, en la casa de mamá. Imagina: la primera nieta, la primera sobrina. Ya no es tan fácil como antes, no solo parir sino concebir. Las parejas tratan y tratan por años sin conseguirlo; y cuánto no hacen, a cuánta gente no acuden: del médico al cura, del cura al tiempo, y del tiempo al brujo. Y, sin embargo, luego, muchas de ellas tienen al hijo como al trofeo: abandonado en casa mientras una de sus sirvientas lo asea. Mas quién soy yo para juzgar, me confieso contigo: hay días que trato de ponerte cara, y no hallo ni el más mínimo rasgo: no emerge ninguna boca, ninguna mano, ningún brazo; nada se me ocurre. Te quedas en la mera esencia; como si tú fueras una palabra y un cuerpo que crece en mi panza. Tu padre, por el contrario, sí fantasea y en su cabeza combina las formas de la nariz, el color de los ojos y del pelo, la grosura de los labios… hasta altura te ha puesto. Todo se lo imagina y lo mezcla. Es un hombre bueno, pero últimamente maquina más de lo debido, por eso a veces calla. Yo he optado por dejarlo vivir en sus proyectos íntimos las últimas semanas: cuando come y se queda mirando a la ventana, masticando una y otra vez, sé que está en otra parte; entonces espero, mientras vuelve, y cuando lo hace, le repito: afuera siempre llueve, en casa siempre escampa.
No sé si la gente ha olvidado lo mucho que hemos padecido, no solo nosotros, sino todos, para que ahora sean tan miserables y no nos regalen ni una sonrisa, así sea ficticia. No me importa que finjan: háganlo, tienen nuestro permiso. Ensayen en sus casas, pues ya todo el mundo sabe de ti y lo único que esperan es que nosotros mismos les demos la noticia. Nos merecemos el deseo y su realización. A veces siento que la gente prefiere dejar al otro en un único estado. A veces siento que Rubén solo finge: representa un papel para nivelar el ánimo; yo me preocupo y él juega su rol de hombre común —así no sea lo suyo—, y alude a los tiempos alegres con sus amigos, cuando yo misma lo he visto fumando y tomando esos guarapos infernales solo en el río. Lo he seguido —por curiosidad y no por desconfianza—, pues cada vez que le he preguntado por las personas con las que estuvo, él dice los mismos, y yo no sé quiénes puedan ser esos, si él, desde que lo conozco, fue apartado del rebaño. Y ahí lo veo: jugando con las rocas, agarrando balones inmensos de piedra que deja caer una y otra vez en el agua mientras las pequeñas olas deforman su rostro. Luego se sienta, abre la petaca que era de su padre, prende el cigarrillo y se castiga.
Sé que le preocupa su futura conducta: cuál será la forma adecuada de interactuar con una criatura que no entenderá las palabras, sino las formas paternas del cariño. Todos estos pobres hombres de Santuario, que no saben qué hacer o decir porque no recuerdan caricia alguna de sus padres. Estos hombres confinados en las cuatro paredes de su mente que se alejan, callan o trabajan con tal de no hablar de lo que deben. Estos pobres hombres, que se tragan la desdicha por ocho, diez o doce horas en las fábricas: cansan el dolor, lo anulan y lo exprimen hasta secarlo. Pero la preocupación, cada noche, se llena mientras ven las despensas vacías y las deudas de una casa que deben. Para estos pobres hombres darse o provocar su muerte no es una opción. Ellos siguen paso a paso lo que se les ha indicado y confían fielmente en el discurso del progreso; ni siquiera lo cuestionan. ¿Para qué hacerlo? ¿Hay algo más? Si se trabaja diariamente, algo llegará. No han aprendido otra cosa. Confían en la fortuna, en su sonrisa futura, en su aparición divina en forma de herencia. Entonces, ¿cómo la gente no se puede alegrar con una noticia como esta?
II Macarena
Habrase visto descaro semejante. Atrevida. ¿Que por qué no le dije nada más…? Como si me hubiera dado envidia. A mí no me da envidia, Padre. A Ti, que no hay quien pueda engañarte, te digo: me siento triste y frustrada, porque yo he sido mujer buena y solidaria, y, si así no lo hubiera sido, no habría criado a ese muchacho como a mi propio hijo. Si no hubiera sido por mí, Rubén habría terminado en la calle y hoy no estaría multiplicándose. ¿O quién se quitó el pan de la boca cuando a Moisés lo mataron y la propia mama —que en paz descanse— no tenía para darle de comer? Eso se les olvida, Padre. Que piensen lo que quieran de mí, pero Tú, ¡cómo no te acuerdas de tu vieja sierva!
Yo agradezco todos los dones y los regalos que me has dado, pero también me los he luchado. Eso sí. ¿O no ves acaso mis manos tostadas y cuarteadas, mis manos que eran lo más bonito que tenía? Todos los días de mi vida me levanté de madrugada a proveer, como debió haber hecho el sinvergüenza que me diste por marido, que luego desapareció como un canalla robándose mi plata. ¿Y cuándo me quejé? Nunca. Pegada a ti, Padre, trabajé como una mula. Toda mi fortuna y mis años de juventud los dejé en esos muchachos, y no conozco otro país sino este. Ya hasta olvidé la última vez que pisé la playa. Habrá sido ese noviembre que me cargué a Ruth, costeándole todo, todo. Todo. Ni un peso pagó. Porque esa es otra que me debe la dicha, me debe la sonrisa, Padre. Sí, señor; y mira no más cómo me trata, mira cómo me paga, Dios. Ay, pero pobre señora, más sola que la una, y era bonita y tenía con qué, pero ese carácter suyo, esa pereza y esa desidia no le permitieron ser alguien. Cada tanto toca apretarla para que haga. Fue mala influencia para Gabriela: pasó mucho tiempo con ella y se le pegaron sus mañas. Pero qué más hacía, ¿con quién más la dejaba?
Yo quiero a mi hija —¿cómo no?—, pero es la misma jeta y el mismo desdén de su taita. Dormida en la vida; debí soltarle más la cuerda. Pero no: pegada a mí a estas alturas. Buscándole marido, Padre, como en tiempos de independencia. Menos mal me ha relevado en el telar, de lo contrario estaría en la ruina. Igual le sigo metiendo el lomo, todavía a mi edad. A esta altura yo tendría que estar descansando en una playa del Caribe, tostada por el sol y con la barriga hinchada de tanto comer. Un año más le doy a esto, después vendo todo y que cada una vea qué hace. Merezco mi descanso, cada uno tiene que buscársela: ni pies ni manos les faltan. Vamos a ver si con este billete algo logran. Las cuentas son redondas: me da para mis años sabáticos y un pedazo para cada uno de mis zánganos. Para que después no digan que fui una vieja mierda.
Alguno se le arrimará a Gabriela; Ruth es una vieja hecha y deshecha: ella verá lo que hace; y alguna dádiva le daré a Rubén por lo de su niña. Pero Padre, ese muchacho quedó tocado de por vida y tenía el talento para ser alguien, pero uno lo ve y solo distingue esa jetica cansada, esa cara como de tristeza, ese semblante pálido, ese cuerpo chupado, yendo de un lugar a otro por tu mera voluntad, porque así lo has querido Tú, Señor, y no por decisión propia. Cualquiera pensaría que tiene su joda pero es vivo el desgraciado; cuando se le da la gana lo es. Menos mal llegó la niña esta, si no, ya se habría matado o se habría entregado a la bebida. A todas estas, nadie sabe cómo se conocieron, ni cómo la habrá conquistado, porque la niña podía conseguir algo mejor: un hombre con dinero, porte y estatus. Pero esa también tiene su temperamento, se le nota. Y Rubén es fácil de trato, siempre lo ha sido. Si de niño uno le podía pedir lo que quisiera, y todo lo hacía. Lástima. Seguro otro habría sido su destino si no hubiera nacido en esta tierra. Pero Tú lo trajiste a este pueblo de nadie, Señor mío.
Quizá con la llegada de la niña finalmente algo cuaje. Tú, intercede, porque yo he tratado por mi lado y poco o nada he logrado. Si el desgraciado ese no ha dado la cara para pagar las telas que se llevó a la capital, y nadie da razón de él. Pero ya se enterará cuando nos volvamos a cruzar, ya sabrá de mí. Robándole a una mujer de provincia; es pecado jugar con el pan del necesitado. Me gustaría saber si habría actuado de la misma manera con un hombre a mi lado. ¡Ja!, al instante habría salido de su ratonera, al momentico me habría contestado los mensajes. Pero ya veremos, Señor: el que me la hace miando, me la paga cagando.
Me tocó duro, Padre. ¿Que por qué mi personalidad tiesa? Me tocó forjarla, de lo contrario me la habrían jugado mil veces; y yo sola, dando de comer a tres bocas. Tuve la oportunidad, Tú más que nadie lo sabes, pero no iba a permitir que me pasaran por encima. Yo probé ese veneno, y casi me mata… Y si eso lo supiera la gente, ¿qué sería de la fábrica?, ¿qué sería de la única fortuna de Santuario? Dueña de lo que callo y esclava de lo que digo. Pero esa espina me la terminaré sacando, así hayan pasado treinta años.
¡Estoy rezando, señora Ruth!
***
Creí que le iba a sentar peor la noticia, Padre; incluso pensé en no contársela, pero de todas formas se iba a enterar. No es sagaz, pero tiene un buen corazón la niña; eso la compensa. Preguntó por Rubén y le tuve que contar lo que había pasado; eso sí: no le dije cómo ni cuándo me había visitado. Al principio creyó que era joda, luego vio mi cara seria y sonrió. Se alegró por él, y coincidimos en que una hija le haría bien. Sí, Padre. Aunque yo me conozco a mis zánganos: puede que haya sonreído —hasta una lágrima se le asomó de la emoción—, pero algo diferente debe estar pensando. Ella siempre se queda un buen rato conversando, contándome del día en el telar, y hoy no lo hizo. Se levantó de la cama, se arregló la cara en el espejo y me dijo que salía. ¿Adónde? No dio razón; ni a mí ni a la señora Ruth, que llegó a cansar después de que la niña se fuera.
Cada día coge más confianza la vieja esa: ahora le ha dado por sentarse en la cama a conversarme. No debí haberle pedido que me masajeara las piernas, pero me pesan, Padre. Me duele cada vez más levantarme. Por favor, que no sea nada grave, porque un dolor de estos dañaría mis planes. Yo sé que los tiempos han cambiado, pero tampoco me voy a sentar como igual con la secretaria de la casa. Además, si se aplasta a charlar es para sacarme información confidencial, pensamientos íntimos; y yo alguna cosa le digo para mantener la relación en buenos términos. Si no le hablo, se resiente y, cuando se le va a pedir un favor, comienza con sus males.
Le dije que me alegraba, y ella, como Gabriela, coincidió conmigo, y casi se pone a berrear, como si fuera la propia mama. Si no lloro yo, que soy la parienta, ¿por qué lo va a hacer ella? Entiendo que con los años se haya encariñado, pero un poco de pudor le exigí. Y el favor tuvo consecuencias: después no se le dio la gana de mirarme los pies. Debo confesar que el ajetreo del día me enervó y me fumé un par de cigarrillos con el digestivo. Necesitaba aplacar los nervios. Dame fuerzas para dejar ese maldito vicio, Padre. Yo tan vieja y en estas.
Eso no es de Dios, lo sé; eso no es de mujer cristiana, pero las preocupaciones me atacan. Me senté a pensar en Gabriela y en lo que estaría haciendo, en lo que estaría sintiendo y en cómo ayudarla cuando la cosa no es de plata. Si así fuera, todo lo vendería y se lo daría, así me tuviera que quedar en la cochina calle el resto de mis días; pero no es eso. Solo Tú puedes darnos una mano con esto. Mi pobre niña, Padre. Te pido por ella: guíala, tráele un hombre bueno, ojalá de afuera. Trae a esta familia un hombre honrado, con los pantalones bien puestos, que sepa lo que quiere en la vida y tenga su camino claro. Y si un hombre así no está disponible, trae lo mejor que tengas, algo bueno, de ser posible.