I. LOS PRIMEROS DÍAS

Ya perdí la cuenta de los días que llevo sin dormir. Te juro que no tengo idea… Además, ¿qué cuenta voy a llevar? Si solo el cautivo cuenta los días, y yo me siento liberado por el nacimiento de mi hijo.

La verdad es que en este primer mes no ha habido sueño, ni descanso, ni plata, pero ha llegado el sol a esta ciudad; se apareció la primavera y los diez grados de más se agradecen y se disfrutan —cada que podemos salir, claro—. Desde el nacimiento del niño, ha habido sol —y no es cursilería, ¿cómo te voy a meter esa línea tan melosa sabiendo lo que te fastidia a ti la miel?—; es la mera verdad: desde que nació Ismael, no ha pasado ni una sola nube por el cielo y el sol ha reventado cada mañana por el este. Todas, las noches y las madrugadas, las he visto. Todas.

A las siete de la noche inicia nuestro turno, el segundo del día —horario nocturno, horas extra—, y se trabaja entera la jornada. Cada dos horas el niño busca el seno de Cecilia, chupa y chupa hasta saciarse, y al momentico se retuerce de la incomodidad; ahí entro yo a sacarle los gases a punta de palmadas (en su lomo he repicado cada ritmo que se me ha atravesado) y luego le cambio el pañal, que casi siempre está orinado: le dura una siesta, o menos. Puede también que cague, y esa mierdita cítrica y amarillenta —que tanto se esfuerza en sacar— es bendita para él, pero mala para el oficio: el tanque se vacía y debe volver a llenarse. Cecilia no ha dormido un solo día con la teta llena. 

Satisfecho el paciente, empieza Cristo a padecer —ahí sí empieza la redención entera de todos los pecados que he cometido hasta hoy—, pues hay que dormirlo. Te digo que es la prueba más grande de paciencia que he tenido yo en mi vida; nunca antes había perdido tantas veces el juicio, Rafael. Te estoy hablando de un hoyo negro, de un laberinto matemático, de un guayabo a pleno rayo de sol sin agua, de una expedición en la selva sin cuchillo. Nadie te puede asegurar cuánto durará, ni cómo saldrás de ahí. Tú puedes tratar de todas las formas, usando todos los métodos habidos y por haber, pero no hay seguridad. Lo meces en los brazos, lo arrullas, lo cambias de posición, lo mueves, haces y deshaces, y cuando crees que la criatura finalmente se siente cómoda, cuando crees que ha cerrado los ojos después de media hora, después de una hora cantándole y susurrándole las palabras más tiernas al oído ¡Tac! ¡se despierta, y abre los ojos como recién parido! Y todo empieza de nuevo. Todo, todo…todo. Todo el proceso: desde la teta, desde el parto, desde el embarazo mismo. Hay noches que me preparo como si fuera a una guerra, Rafael: listo para sufrir, listo para perder.

Yo le hablo al niño, como tú me aconsejaste que lo hiciera, y le digo: hijo, por favor, abandona esta cruzada contra tu padre, contra tu santa madre que te parió por horas. ¿Qué te hicimos para que nos grites y nos patees de esta manera? Y él vuelve a gritar, más fuerte, hasta dar gritos ahogados; tan graves, y tan agudos, y tan roncos, y tan fuertes son sus berridos que yo preferiría, muchas noches, estar completamente sordo. Cecilia se ríe cuando yo me aprieto la frente tratando de exprimirla, y me dice que tenga cuidado con lo que le digo, porque él, nuestro hijo, todo lo entiende, él todo lo ve. Eso dice Cecilia: que los bebés ven más allá de este plano (sí, dice plano), y yo me río, y le digo que de dónde sacó esa teoría tan absurda; y ella le cubre los oídos al niño y me dice que me calle, que me fije en las miradas concentradas del niño a las paredes, a los techos, a los muebles. ¿Qué más va a ser eso, Augusto? 

Cecilia, que nunca ha creído en nada, ahora cree en todo. Quizá vio la luz sagrada en el parto. Ahí estuve yo, ¿te conté? ¡Ay!, no hay razón divina ni humana para que una mujer sufra así. Los gritos que le escuché a Cecilia esa noche no hacían parte de ella, sino de la naturaleza misma, era el propio instinto animal, la evolución sucediendo a través de su cuello uterino, la cólera de la madre tierra. Todavía hoy le cuento fragmentos sucedidos esa noche a Cecilia. Ella pregunta y pregunta por lo que hacía, por lo que decía, y yo le cuento lo que vi, pero hago la salvedad: eso observé yo, pero tú estabas más allá del bien y del mal, mi amor. 

La madre de ella vino hace poco a visitar al niño —a mí no—, y nos dijo que, por fortuna, había nacido en no sé qué año de la serpiente, en no sé qué mes del agua, que el niño estaba destinado a ser dócil y tranquilo. Tierna e ingenua la abuelita, o desmemoriada, porque Ismael no es un caso aislado, Rafael. Así son todos los peladitos, así fuimos tú y yo también. Que sí: esto es de lo más maravilloso que un ser humano puede vivir, porque la mirada del niño —cuando es calma— está llena de ternura y gracia, es frágil y vulnerable; cuando sus manos y sus brazos se prenden de ti con fuerza ante el miedo y el peligro, es inexplicable. Pero también es cosa jodida cuando has pasado seis o más horas tratando de dormirlo. Hay días que no quisiera hablarle sino gritarle: ¡Calla, Ismael!, ¡duérmete ya! 

Temo convertirme en esa versión de mi padre que juzgué con tanta severidad: el padre castigador. (Mi padre pero también el tuyo, amigo, lo sé). Un padre que quiere mantener el control y usa su autoridad para advertirle al hijo de un castigo si continúa el mal comportamiento Incluso, ha habido noches en las que me he excusado, teniendo esta conversación en mi cabeza —digo lo que mi padre me dijo anteriormente—: he tratado de todas las formas, pero tú no has entendido. Te cambié las ropas, te di de comer, te abracé, te canté y te moví, y tú no te detienes. ¡¿Qué pasa, hombre?! Uno falla, como fallaron nuestros padres, y fallarán nuestros hijos. Porque yo le puedo pedir que duerma, pero el niño, de un momento a otro, mientras llora, se caga —siento cómo truenan sus gases en mi antebrazo— y reconsidero entonces mi proceder: la falla es mía por creer saber, y no por analizar, por pensar. Solo uno sabe lo que lo atraviesa, lo que lo raja, lo que lo atormenta.

Y bien, seguro tú ya has escuchado esto antes, Rafael, pero como te lo digo yo, tu amigo próximo, más me creerás a mí y te prepararás si este camino quieres seguir. 

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II. MARCARSE

Quizá debamos empezar con una corrección —acaso, una incertidumbre personal—: no sé si seré un gran padre. Puede que siendo solo un padre, y de tanto en tanto uno admirable, me baste. La paternidad, como cualquier oficio, depende del ánimo diario, y ¿cómo, en este mundo, mantenerse inalterable?

Mi resistencia, como la de cualquier cristiano, varía. Así pues, hay días en que realizo todas las labores con el mayor de los cuidados, con perfección suprema, y hay otros en los que no: me puede el cansancio, me puede el achaque, me puede la frustración. Te digo una cosa más: hay días, con sus noches, que soy incluso un padre apenas aceptable: hay momentos en que no pongo mucho esfuerzo en las tareas que me corresponden (tampoco lo premedito: no planifico desde el día anterior mi pobre obrar), simplemente guardo por unas horas el azote y no me castigo por cerrar mal un pañal, por perder la paciencia con su largo llanto, por no querer consolarlo tras haber verificado dos o tres veces las posibles causas de su pesar. Así como lo oyes, así como lo ves. Por esto vuelvo a la línea inicial: no sé si seré un gran padre; la virtud podría convertirse en lastre. Y de igual manera con el niño: como si yo lo agarrara y le dijera, desde ya, con un par de meses de vida: tú, Ismael, serás un gran hijo, el mejor de los hijos. No puede ser que el niño apenas respire y tú ya quieras que se levante. No, no: no es justo con él, no es justo contigo. 

Acá una breve anécdota al respecto. Qué día vino Luis Ramírez, Luchito, el amigo santuarino de Cecilia… (El abogado que bajó convertido de la Sierra y ahora vive acá comerciando viche y ayahuasca. De él te he hablado ya). Bueno, vino de visita, a saludar a Cecilia y al niño. Se sentó, se llenó las muelas de mambe, y habló un buen rato sobre los pequeños seres que vienen al mundo para sanar heridas pasadas, sobre su sabiduría ancestral, sobre su reflejo en nuestros espíritus, y no sé qué más vainas. (Ajá, ajá. ¿Ya ves por dónde va la joda?). Yo dejé que me aleccionara: que me indicara él —el mismo que con treinta y pico, casi cuarenta, va en busca de veinteañeras berlinesas—, cómo ser un padre en nuestro siglo. Y párale bolas que, de repente, cierra los ojos, ve a Ismael y, como si el mismísimo Juan Bautista se le hubiera metido en el cuerpo, dice: él vino a traer paz a este mundo. Y yo me río, mamado de tanta carreta, y le pregunto si acaso cree que estamos en tiempos de Cristo, si una estrella lo ha encaminado a nuestro pesebre, si están por llegar los pastorcitos… Y Cecilia se cubre los ojos, se muerde el labio, y me tira una mirada de reproche, y yo me disculpo con el hombre, agarrando a Ismael en brazos, y le digo que no me tome a mal, pero qué paz ni qué nada: solo Ismael verá el destino que se labra. 

La confianza da asco. Así vamos por ese lado, y por los otros, seguimos pedaleando. 

De trabajo todavía nada: de plata todavía nada. Yo sigo y sigo raspando esa tarjeta colombiana, como si el cambio me beneficiara. Te digo que prefiero no mirar los extractos bancarios, ni el saldo, ni la deuda; cierro mis ojos en cada transacción y trato diariamente de gastar lo mínimo, lo mínimo, lo mínimo. Cada tercer día del mes, cuando Cecilia paga el arriendo, me dice entre chiste y lágrima, viendo a Ismael, que no debió haberme abierto las piernas ese día, que cómo vamos a hacer el año siguiente. Y yo tiro esas palabras al aire, sonrío y la tranquilizo —a ella pero también a mí—: si nuestras familias pudieron en Colombia, treinta y tantos años atrás, nosotros también podremos en Alemania. Así de simple. Tú sigue dando leche, que yo seguiré cocinando. No te preocupes que ya vendrá la plata. Eso le digo y voy a ocuparme, callo la angustia limpiando el baño, la cocina, barriendo el apartamento entero, y mientras lo hago, pienso verdaderamente en mi bendita madre y en la imagen que conservo de mi padre. ¿Cómo habrán hecho con tres? Qué tesón, Rafael. Por eso mi madre, con los años, se habrá vuelto una santa, y mi padre habrá perdido la cabeza tan pronto. Sí, pienso sobre todo en él, en el viejo, como ejemplo directo. Toco la puerta del recuerdo, me limpio los zapatos, lo saludo y le pregunto: ¿cómo hiciste esos primeros años? Y él, recostado en su silla reclinable, me responde sin mirarme: sin quejarme, amigo, todos los días de mi vida me levanté a las cinco de la mañana a producir. Ay, amigo, a esos pobres hombres de antaño ni el cielo podrá quitarles su látigo diario.

¿Novedades de Ismael? ¿te he contado de la conexión máxima que hemos establecido a la hora de cagar? Lo hacemos juntos, o él caga y yo lo aliento, más bien. Después de bañarlo —costumbre sagrada latinoamericana, que él goza y lo apacigua—, le pongo la pijama, me siento en la cama, pliego las piernas y lo acomodo en ellas. Entonces agarra mis pulgares con sus manos, sujeto sus brazos y nos miramos a los ojos, por minutos, concentrados. Ismael a veces ni pestañea, solo saca la lengua, la dobla, abre los ojos, puja y empieza a cagar con su cara enrojecida, y somos él y yo en este mundo, viéndonos; y yo lo felicito y lo empujo a que siga, y él empuja a su vez hasta sentirse satisfecho, hasta soltarme los dedos y darme entender que ha acabado, que se ha aliviado, que sus intestinos están libres y puede volver a comer.

Hemos aprendido a hacer bombones con mierda. 

Te dejo por hoy, el niño llora. 

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Berlín