
I. LOS PRIMEROS DÍAS
Ya perdí la cuenta de los días que llevo sin dormir. Te juro que no tengo idea… Además, ¿qué cuenta voy a llevar? Si solo el cautivo cuenta los días, y yo me siento liberado por el nacimiento de mi hijo.
La verdad es que en este primer mes no ha habido sueño, ni descanso, ni plata, pero ha llegado el sol a esta ciudad; se apareció la primavera y los diez grados de más se agradecen y se disfrutan —cada que podemos salir, claro—. Desde el nacimiento del niño, ha habido sol —y no es cursilería, ¿cómo te voy a meter esa línea tan melosa sabiendo lo que te fastidia a ti la miel?—; es la mera verdad: desde que nació Ismael, no ha pasado ni una sola nube por el cielo y el sol ha reventado cada mañana por el este. Todas, las noches y las madrugadas, las he visto. Todas.
A las siete de la noche inicia nuestro turno, el segundo del día —horario nocturno, horas extra—, y se trabaja entera la jornada. Cada dos horas el niño busca el seno de Cecilia, chupa y chupa hasta saciarse, y al momentico se retuerce de la incomodidad; ahí entro yo a sacarle los gases a punta de palmadas (en su lomo he repicado cada ritmo que se me ha atravesado) y luego le cambio el pañal, que casi siempre está orinado: le dura una siesta, o menos. Puede también que cague, y esa mierdita cítrica y amarillenta —que tanto se esfuerza en sacar— es bendita para él, pero mala para el oficio: el tanque se vacía y debe volver a llenarse. Cecilia no ha dormido un solo día con la teta llena.
Satisfecho el paciente, empieza Cristo a padecer —ahí sí empieza la redención entera de todos los pecados que he cometido hasta hoy—, pues hay que dormirlo. Te digo que es la prueba más grande de paciencia que he tenido yo en mi vida; nunca antes había perdido tantas veces el juicio, Rafael. Te estoy hablando de un hoyo negro, de un laberinto matemático, de un guayabo a pleno rayo de sol sin agua, de una expedición en la selva sin cuchillo. Nadie te puede asegurar cuánto durará, ni cómo saldrás de ahí. Tú puedes tratar de todas las formas, usando todos los métodos habidos y por haber, pero no hay seguridad. Lo meces en los brazos, lo arrullas, lo cambias de posición, lo mueves, haces y deshaces, y cuando crees que la criatura finalmente se siente cómoda, cuando crees que ha cerrado los ojos después de media hora, después de una hora cantándole y susurrándole las palabras más tiernas al oído ¡Tac! ¡se despierta, y abre los ojos como recién parido! Y todo empieza de nuevo. Todo, todo…todo. Todo el proceso: desde la teta, desde el parto, desde el embarazo mismo. Hay noches que me preparo como si fuera a una guerra, Rafael: listo para sufrir, listo para perder.
Yo le hablo al niño, como tú me aconsejaste que lo hiciera, y le digo: hijo, por favor, abandona esta cruzada contra tu padre, contra tu santa madre que te parió por horas. ¿Qué te hicimos para que nos grites y nos patees de esta manera? Y él vuelve a gritar, más fuerte, hasta dar gritos ahogados; tan graves, y tan agudos, y tan roncos, y tan fuertes son sus berridos que yo preferiría, muchas noches, estar completamente sordo. Cecilia se ríe cuando yo me aprieto la frente tratando de exprimirla, y me dice que tenga cuidado con lo que le digo, porque él, nuestro hijo, todo lo entiende, él todo lo ve. Eso dice Cecilia: que los bebés ven más allá de este plano (sí, dice plano), y yo me río, y le digo que de dónde sacó esa teoría tan absurda; y ella le cubre los oídos al niño y me dice que me calle, que me fije en las miradas concentradas del niño a las paredes, a los techos, a los muebles. ¿Qué más va a ser eso, Augusto?
Cecilia, que nunca ha creído en nada, ahora cree en todo. Quizá vio la luz sagrada en el parto. Ahí estuve yo, ¿te conté? ¡Ay!, no hay razón divina ni humana para que una mujer sufra así. Los gritos que le escuché a Cecilia esa noche no hacían parte de ella, sino de la naturaleza misma, era el propio instinto animal, la evolución sucediendo a través de su cuello uterino, la cólera de la madre tierra. Todavía hoy le cuento fragmentos sucedidos esa noche a Cecilia. Ella pregunta y pregunta por lo que hacía, por lo que decía, y yo le cuento lo que vi, pero hago la salvedad: eso observé yo, pero tú estabas más allá del bien y del mal, mi amor.
La madre de ella vino hace poco a visitar al niño —a mí no—, y nos dijo que, por fortuna, había nacido en no sé qué año de la serpiente, en no sé qué mes del agua, que el niño estaba destinado a ser dócil y tranquilo. Tierna e ingenua la abuelita, o desmemoriada, porque Ismael no es un caso aislado, Rafael. Así son todos los peladitos, así fuimos tú y yo también. Que sí: esto es de lo más maravilloso que un ser humano puede vivir, porque la mirada del niño —cuando es calma— está llena de ternura y gracia, es frágil y vulnerable; cuando sus manos y sus brazos se prenden de ti con fuerza ante el miedo y el peligro, es inexplicable. Pero también es cosa jodida cuando has pasado seis o más horas tratando de dormirlo. Hay días que no quisiera hablarle sino gritarle: ¡Calla, Ismael!, ¡duérmete ya!
Temo convertirme en esa versión de mi padre que juzgué con tanta severidad: el padre castigador. (Mi padre pero también el tuyo, amigo, lo sé). Un padre que quiere mantener el control y usa su autoridad para advertirle al hijo de un castigo si continúa el mal comportamiento. Incluso, ha habido noches en las que me he excusado teniendo esta conversación en mi cabeza —digo lo que mi padre me dijo anteriormente—: he tratado de todas las formas, pero tú no has entendido. Te cambié las ropas, te di de comer, te abracé, te canté y te moví, y tú no te detienes. ¡¿Qué pasa, hombre?! Uno falla, como fallaron nuestros padres, y fallarán nuestros hijos. Porque yo le puedo pedir que duerma, pero el niño, de un momento a otro, mientras llora, se caga —siento cómo truenan sus gases en mi antebrazo— y reconsidero entonces mi proceder: la falla es mía por creer saber, y no por analizar, por pensar. Solo uno sabe lo que lo atraviesa, lo que lo raja, lo que lo atormenta.
Y bien, seguro tú ya has escuchado esto antes, Rafael, pero como te lo digo yo, tu amigo próximo, más me creerás a mí y te prepararás si este camino quieres seguir.
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II. MARCARSE
Quizá debamos empezar con una corrección —acaso, una incertidumbre personal—: no sé si seré un gran padre. Puede que siendo solo un padre, y de tanto en tanto uno admirable, me baste. La paternidad, como cualquier oficio, depende del ánimo diario, y ¿cómo, en este mundo, mantenerse inalterable?
Mi resistencia, como la de cualquier cristiano, varía. Así pues, hay días en que realizo todas las labores con el mayor de los cuidados, con perfección suprema, y hay otros en los que no: me puede el cansancio, me puede el achaque, me puede la frustración. Te digo una cosa más: hay días, con sus noches, que soy incluso un padre apenas aceptable: hay momentos en que no pongo mucho esfuerzo en las tareas que me corresponden (tampoco lo premedito: no planifico desde el día anterior mi pobre obrar), simplemente guardo por unas horas el azote y no me castigo por cerrar mal un pañal, por perder la paciencia con su largo llanto, por no querer consolarlo tras haber verificado dos o tres veces las posibles causas de su pesar. Así como lo oyes, así como lo ves. Por esto vuelvo a la línea inicial: no sé si seré un gran padre; la virtud podría convertirse en lastre. Y de igual manera con el niño: como si yo lo agarrara y le dijera, desde ya, con un par de meses de vida: tú, Ismael, serás un gran hijo, el mejor de los hijos. No puede ser que el niño apenas respire y tú ya quieras que se levante. No, no: no es justo con él, no es justo contigo.
Acá una breve anécdota al respecto. Qué día vino Luis Ramírez, Luchito, el amigo santuarino de Cecilia… (El abogado que bajó convertido de la Sierra y ahora vive acá comerciando viche y ayahuasca. De él te he hablado ya). Bueno, vino de visita, a saludar a Cecilia y al niño. Se sentó, se llenó las muelas de mambe, y habló un buen rato sobre los pequeños seres que vienen al mundo para sanar heridas pasadas, sobre su sabiduría ancestral, sobre su reflejo en nuestros espíritus, y no sé qué más vainas. (Ajá, ajá. ¿Ya ves por dónde va la joda?). Yo dejé que me aleccionara: que me indicara él —el mismo que con treinta y pico, casi cuarenta, va en busca de veinteañeras berlinesas—, cómo ser un padre en nuestro siglo. Y párale bolas que, de repente, cierra los ojos, ve a Ismael y, como si el mismísimo Juan Bautista se le hubiera metido en el cuerpo, dice: él vino a traer paz a este mundo. Y yo me río, mamado de tanta carreta, y le pregunto si acaso cree que estamos en tiempos de Cristo, si una estrella lo ha encaminado a nuestro pesebre, si están por llegar los pastorcitos… Y Cecilia se cubre los ojos, se muerde el labio, y me tira una mirada de reproche, y yo me disculpo con el hombre, agarrando a Ismael en brazos, y le digo que no me tome a mal, pero qué paz ni qué nada: solo Ismael verá el destino que se labra.
La confianza da asco. Así vamos por ese lado, y por los otros, seguimos pedaleando.
De trabajo todavía nada: de plata todavía nada. Yo sigo y sigo raspando esa tarjeta colombiana, como si el cambio me beneficiara. Te digo que prefiero no mirar los extractos bancarios, ni el saldo, ni la deuda; cierro mis ojos en cada transacción y trato diariamente de gastar lo mínimo, lo mínimo, lo mínimo. Cada tercer día del mes, cuando Cecilia paga el arriendo, me dice entre chiste y lágrima, viendo a Ismael, que no debió haberme abierto las piernas ese día, que cómo vamos a hacer el año siguiente. Y yo tiro esas palabras al aire, sonrío y la tranquilizo —a ella pero también a mí—: si nuestras familias pudieron en Colombia, treinta y tantos años atrás, nosotros también podremos en Alemania. Así de simple. Tú sigue dando leche, que yo seguiré cocinando. No te preocupes que ya vendrá la plata. Eso le digo y voy a ocuparme, callo la angustia limpiando el baño, la cocina, barriendo el apartamento entero, y mientras lo hago, pienso verdaderamente en mi bendita madre y en la imagen que conservo de mi padre. ¿Cómo habrán hecho con tres? Qué tesón, Rafael. Por eso mi madre, con los años, se habrá vuelto una santa, y mi padre habrá perdido la cabeza tan pronto. Sí, pienso sobre todo en él, en el viejo, como ejemplo directo. Toco la puerta del recuerdo, me limpio los zapatos, lo saludo y le pregunto: ¿cómo hiciste esos primeros años? Y él, recostado en su silla reclinable, me responde sin mirarme: sin quejarme, amigo, todos los días de mi vida me levanté a las cinco de la mañana a producir. Ay, amigo, a esos pobres hombres de antaño ni el cielo podrá quitarles su látigo diario.
¿Novedades de Ismael? ¿te he contado de la conexión máxima que hemos establecido a la hora de cagar? Lo hacemos juntos, o él caga y yo lo aliento, más bien. Después de bañarlo —costumbre sagrada latinoamericana, que él goza y lo apacigua—, le pongo la pijama, me siento en la cama, pliego las piernas y lo acomodo en ellas. Entonces agarra mis pulgares con sus manos, sujeto sus brazos y nos miramos a los ojos, por minutos, concentrados. Ismael a veces ni pestañea, solo saca la lengua, la dobla, abre los ojos, puja y empieza a cagar con su cara enrojecida, y somos él y yo en este mundo, viéndonos; y yo lo felicito y lo empujo a que siga, y él empuja a su vez hasta sentirse satisfecho, hasta soltarme los dedos y darme entender que ha acabado, que se ha aliviado, que sus intestinos están libres y puede volver a comer.
Hemos aprendido a hacer bombones con mierda.
Te dejo por hoy, el niño llora.
III. CAMANDULERO
La madre de Cecilia le ha traído de Colombia un pequeño San Pancracio. En uno de los alféizares de nuestro cuarto el santo tiene su altar. Lo acompañan dos velas, un billete de cinco euros —que el santo pisa con sus sandalias griegas— y dos torres de monedas: hay dólares, libras, pesetas, marcos y pesos. Cecilia dice que no importa si la moneda ha perdido su valor, si ha caducado, lo importante es que el santo sepa que se le requiere, que hay necesidad. Junto a la ventana, junto al alféizar, está la cómoda de Ismael. Cuando lo cambio, dejo —con una vaga intención— el pañal sucio al lado del altar. Cochino dinero.
Te lo dije antes, te lo repito ahora: Cecilia que nunca ha creído en nada, ahora cree en todo. Tan fuerte es su fe que, hace unos días se molestó conmigo por haber usado los cinco euros de San Pancracio. Yo por supuesto devolví la plata tras las compras, pero según Cecilia —conforme a las normas sacras e incuestionables de la caridad—, el dinero no se debe mover ni tocar, para que llegue. Es ese el agüero, la creencia, el credo: dejar el oro quieto para que caiga a las manos del bracero. Y yo hago caso, Rafael, ¿qué le vamos a hacer? Voy de aquí para allá con mi rabo de paja: a fuerza, he comenzado a arrodillarme en las noches. Nada pierdo con llamar insistentemente a Dios para ver si se acuerda de su ingrato siervo.
Y quizá me tiene en cuenta, pero a medias, poniendo a prueba mi integridad.
Hace poco volví a encontrarme dinero: ¡cuarenta y cinco euros! No te miento, cuarenta y cinco euros, constantes y sonantes, en un parqueadero: un billete de veinte, dos de diez y uno de cinco. Había salido con Ismael a comprar unos pañales y, de regreso, vi los billetes regados al pie de un buen Volkswagen. Recogí la plata, me la guardé en el bolsillo del pantalón y esperé, a unos metros de distancia, a que el posible propietario volviera. ¿Tenía dueño esa plata…? Quizá esta sí, y quería ver a mi infeliz beneficiario; confirmar, también —y sin saber cómo— que el dinero realmente le pertenecía a ese fulano. Y la Providencia me desafió, Rafael, porque Ismael, que estaba dormido, se despertó y empezó a llorar, y no quería calmarse, ni siquiera con el chupo que yo le ofrecía con ruegos, y él devolvía decidido.
Andamos en círculos: una vuelta y otra más, una vuelta y otra más.
El tipo finalmente volvió con una bolsa de pan de molde y una leche de caja, abrió la puerta y, efectivamente, comenzó a rebuscar dentro y fuera del mundo lo que yo tenía en mi derrier. No era plata de nadie. Como buen samaritano me le acerqué y le pregunté por lo que buscaba: quería observar su desdicha para luego acomodarle la alegría. Dinero, me contestó; ¿billetes o monedas?, volví a preguntar; billetes, respondió fastidiado; ¿cuántos, cuáles?, insistí; no sé, hombre: de viente, de diez dijo su brazo que me ahuyentaba. Saqué los billetes y se los puse en la mano. Me regaló diez encantado: für das Baby, dijo.
Le conté el suceso a Cecilia mientras le daba teta al niño. Asintió un par de veces, y luego disintió con empeño. «Tienes que dejar esa maña de estar mirando al piso para encontrarte plata. Mira adelante, Augusto». Yo le contesté lo que le he contestado siempre: «Imposible, mi amor. Es mi don». ¿Fuiste tú el que me contó de esa mujer quibdoseña que tenía como principio no recoger el dinero que se le caía? ¿Fuiste tú o fue Elvis? Da igual. Cada que me encuentro dinero, pienso en ella. Siempre la imagino en un apartamento atiborrado de muebles viejos, apenas con luz, apenas con agua, apenas con viento, recostada sobre una ventana recibiendo la pesada brisa pacífica mientras el polvo, como la riqueza, se apiña por el suelo. Un jurgo de monedas y de billetes regados como minas.
***
¡Ayer (domingo 20 de abril) me encontré a Manuel por la calle! Claro que me emocioné, Rafael. No sabía que estaba entre sus planes venir. La última vez que hablé con él, ponle que fue en noviembre, y desde ahí ni más. Nos saludamos con un gran abrazo, y cuando le pregunté que por qué no me había avisado de su visita, me contestó que justamente así quería encontrarme: buscándome por las calles de Berlín. Incluso a mí, Rafael, incluso a mí me pareció un abuso de azúcar: todos los dientes con caries. Pero qué más da, yo lo volví a abrazar con un regusto de placer. Él estaba tan emocionado como yo por el encuentro, y repetía cada nada —liando un nuevo cigarro sin haber terminado el anterior—, que así quería encontrarme: reconocía su gran mérito. ¿Cómo lo vi? Bien, tras el último intento, lo sentí mejor. Tiene una nueva película entre manos. La historia no voy a contártela, para que se la escuches a él, pero el título sí te lo regalo: Tuve un chasco con la muerte, no se me acerque.
Luego, muy luego, después de contarme dos o tres accidentes ocurridos en Cartagena y en París, se fijó en el coche de Ismael, corrió la capota de repente, metió la cabeza en la cabina y salió de ella con una sonrisa. «¿Sabes para qué son buenos estos manes? Para actuar, el llanto y la risa les sale natural». Me dijo que iba a escribir alguna historia para el niño, y con la financiación de esa mera idea, prometió un amplio pago para Cecilia. Tú lo conoces, ¿qué puedo decirte? Después de un rato, propuso seguir la conversación en un café pero yo ya tenía que irme, y solo al despedirnos, recordó que tenía una oferta de trabajo para mí, en un teatro, que no era mucho, en pesos, pero si hacía falta él me pagaba el resto. Quedamos en volver a vernos y en hablar. ¿Cuándo? Ni él ni tú ni nadie lo sabe.
Llegué a casa, le conté a Cecilia del encuentro y de inmediato fue a prenderle las velas a San Pancracio.
***
Ismael ha comenzado a sentir un gran gusto por la vegetación: por las hojas, por los tallos, por los árboles. Se siente atraído por sus formas —grandes o pequeñas— y todas quiere tocarlas. A diario recorremos un parque próximo, y su balbuceo y su mirada me indican lo que quiere detallar, lo que quiere palpar después de que yo lo haya hecho. Ya reconozco los momentos del día en que quiere salir y ver esta ciudad, a veces tan sucia, pero frondosa por donde se le mire. Así pasamos parte de la mañana y de la tarde: recorriendo parques hasta que el sueño lo vence, a veces en mis brazos, casi siempre en su coche.
A todo lado vamos con el coche. Mira si es un objeto tremendamente útil, para él y para nosotros. Pareciera que en él, en sus cuatro pequeñas ruedas, pudiéramos llevar todo nuestro mundo. A veces lo veo como uno de esos vagones mineros (lleno de carbón, de oro, de coltán) que dos obreros empujan despacio, muy despacio para que no se caiga ni una sola roca por los extensos rieles de la mina. Es nuestra herramienta de trabajo diaria, y le tengo gran cariño, casi el mismo que le puede tener el niño. Y no somos un caso aislado, Rafael. Fíjate tú, cuánta gente los convierte con los años en un apéndice familiar: en Colombia los transforman en tiendas ambulantes, y en Alemania los llenan hasta el tope de botellas reciclables.
¿Te conté que viene una prima segunda de Cecilia a visitarnos?
Contesta mis mensajes cuando puedas, hace mucho no sé de ti.
Posdata: Ismael ha dejado de cagar conmigo, ahora lo hace solo.
IV. IMPREVISTOS
Acabo de colgar una llamada con mi madre, pero con ella no hablé. Escuché —al principio sin quererlo, y luego con suma atención— lo que su amiga Teresa tenía por decirle. Pasó que, había salido a caminar con Ismael y trataba de dormirlo en su coche, mas él luchaba con todas sus fuerzas y sus modos contra mi propósito; a pesar del baño de sus manos, del llanto intermitente y del peso de los párpados, él no quería dormirse, y uno, Rafael, a eso se habitúa. ¡Es más! Cuando sospecho que será una tarde difícil, voy al supermercado y me compro una lata grande de anacardos; al instante la abro y me la voy comiendo a puñados, como galardones temporales tras los llantos, las etapas y los brotes. Pero eso no es relevante en este mensaje. Como te decía, no quería dormirse y parecía que hoy tomaría más tiempo del habitual. Así que, caminé unas buenas cuadras, lo arrullé, lo mimé, y mi muchacho, contra todo pronóstico (o como diría mi madre, por obra y gracia del Espíritu Santo), fue vencido por el sueño. Como eso no suele pasar, quise aprovechar el tiempo para realizar mi llamada semanal. A mi madre no le debía una, sino varias, así que disparé, contestó y escuché a la más joven de sus amigas de la iglesia.
Quizá esto ocurrió: la habré llamado por la línea del celular mientras ella hablaba por la línea fija, me habrá contestado por equivocación, y yo, que debí haber entendido el error, no colgué. No lo hice porque… tenía tiempo y sentí una terrible curiosidad tras escuchar un par de líneas de la conversación: «La verdad, Lucía, estos últimos tres años no han sido fáciles para mí ni para los niños. Debo quince millones en el colegio…». ¿Los últimos tres años? ¿Entiendes la extensión de esa racha, Rafael? Me lancé un pucho de anacardos a la boca y, con nerviosismo y preocupación, atendí lo que vino a continuación. «En el colegio han sido pacientes, pero cada semana, cuando recibo su llamada, ya no sé qué más decirles, me mata la vergüenza. Les cuento que estoy vendiendo la casa, les hablo del nuevo comprador, y yo y ellas nos ilusionamos, esperamos a que el negocio se concrete, y mientras tanto yo juego con la plata: sumo y resto, pago y devuelvo, compro y ahorro, hasta que… hasta que el trato se cae o el cliente desaparece, y en la siguiente llamada debo repetir lo que les he dicho los meses pasados, los años pasados: no hay plata, nadie en este país tiene un peso. ¿Y la empresa? La empresa tampoco se mueve, Lucía. La semana pasada acordé con un tipo la compra de cincuenta kilos. Hoy ya es jueves y nada, no ha aparecido.
»¿Jorge? Tampoco. ¡Menos! De Jorge nada, Lucía. La última fue que no me quiso firmar el permiso de salida de los niños. Mi mamá, que se fue para Estados Unidos, les compró unos pasajes en promoción para que fueran a visitarla y así sacarlos de la tristeza en la que andan, pero a Jorge no se le dio la gana de firmarlos. No se le dio la gana, Lucía. ¿Por qué? Según él, porque mi mamá se los quería quedar. Imagínate esa barbaridad. Que si firmaba esos papeles no los iba a volver a ver. ¡Pero acá ni los visita! Allá está metido con la moza. ¿No sabías? Pues por eso se largó, porque montó un nuevo hogar. De eso me enteré hace poco. Sí, con una niñita. Una niñita, Lucia: más de treinta años no tiene; y ya está embarazada. Sí, así como lo oyes. Ahí estamos con el divorcio, pero ahora le dio por alegar que no tiene para la manutención, que está desempleado, que como yo sí tengo empresa y casa, que yo me haga cargo, que qué puede ofrecer él, que él de dónde. Pero para meterse con la otra sí tuvo. Eso mismo pensé yo. Se aprovechó de mi posición y ahora soy yo la que paga los platos rotos. Estoy sola y sin un peso, Lucía. No solo debo los colegios, también la administración, la salud, las tarjetas… todo. Todo lo debo, hasta el aire. Los servicios los tengo de puro milagro, pero cada nada me los quitan. Familia no me queda. Mi hermana, que era la que me ayudaba cuando podía, también se fue a Estados Unidos. Por la situación, Lucía. Es que está muy difícil.
»¿Los niños? Los niños destruidos, Lucía… Del matoneo en el colegio ni hablemos. Esteban, el grande, no me está comiendo; y Victoria, la chiquita, trata de ayudarme en lo que puede, pero es un martirio. Cuando ve algo en el supermercado, lo primero que me pregunta es: ‘¿Pero si podemos comprarlo?’ Un mango, Lucía, y lo más triste es que yo no sé, amiga, no sé si podemos, tengo que pesarlo y mirar el precio antes de contestarle. Eso no es justo, Lucía. Yo no traje a estos niños a que pasen así sus días. ¿Qué vida es esa? Sí, Lucía, yo pegada a Dios, pero si no hemos vuelto a la iglesia es porque los domingos un amigo de la universidad pasa por nosotros y nos lleva a pasar el día con su familia, y siempre de regreso nos ayuda con un mercado. Estamos viviendo ya de la limos… Espérame un momento que creo que es de la casa. ¿Aló?… Sí, señor. Correcto: si son más de quince bultos, le podemos hacer un descuento del diez por ciento, o del quince para que cerremos… Bueno. Bueno, señor, estamos para servirle. Ya. ¿Viste? Comparando precios, pero todo está muy caro. Así está la vida, amiga. Cara y jodida. Ya no sé qué más hacer. Estoy que tiro la toalla, no me queda sino ponerme a llorar, y cuando a uno solo le queda eso, ¿qué? ¿Qué me espera a mí, qué le espera a mis hijos? ¿Me muero y los dejo con un montón de deudas? ¿Mi mamá? Pues lo que te digo, Lucía. Ella está en Miami limpiando, y cada que puede me manda unos dólares, pero con eso pago esto, lo otro, y vuelvo a endeudarme…».
El cierre podemos dejarlo a un lado, Rafael. Gradualmente se fueron acercando las sugerencias, los ofrecimientos y los pendientes tradicionales hasta dar el ánimo, el abrazo y los besos finales. Los anacardos se esfumaron en contados minutos y las boronas fueron amargas, porque ahora podemos mantener a Ismael a punta de leche, ¿pero después? Nada está pasando acá, presente ni futuro, o a veces pareciera que no nos pasara nada a nosotros, solo a nosotros, Rafael. Ni acá ni allá. ¿Y qué hacer? ¿Volver? ¿Qué nos vamos a hacer a Colombia, qué me voy a hacer a Colombia? Nada me une ni me ata a mi patria, pero acá tampoco me asocio con nada. Yo me aferro a Cecilia y a Ismael como si mi vida dependiera de las suyas, como si sus vidas dependieran de la mía; me agarro fuerte a cualquier raíz, a cualquier razón y a cualquier motivo de existencia para seguir en este país. Sí, en ninguna parte estoy completo, pero acá no tendré que preocuparme por los estudios de mi hijo, ni por su manutención, ni por su salud, ni por su ocio, ni por su seguridad. Que él crezca y sea feliz, hombre, yo ya miraré; yo ya comí y bebí, yo ya hice lo que quise, ¿pero él? A él le queda la dicha por delante, y su vida será más fácil acá. Eso no es secreto para nadie, Rafael.
Vale mierda si es el ocaso del imperio. El imperio cae, pero mientras mande seguirá sosteniendo a sus habitantes, y de esa teta tenemos que mamar; de esa teta gorda y potente, que nutre a sus hijos —bastardos y oficiales—, tenemos que mamar; de la teta que, por décadas, se ha robustecido de carne y sangre esclava, tenemos que mamar. Una teta gruesa y maciza, pero ya vieja y senil; la teta de la gran matriarca germana, tan consumida y tirana, reventando ¡todavía! a su comuna de sirvientas para mantener a su descendencia. Todavía les servimos, Rafael, no te engañes. O dime entonces cuántos miles de pesos son un maldito euro. (Como el que dice: yo nada tengo que ver con Jesucristo. ¡Solo el tiempo, amigo, solo la numeración del año!) ¿Y Colombia? Colombia es una madre enferma y apaleada que trabaja de sol a sol por un salario mísero; eso es: la sirviente explotada; primera en llegar, última en irse; el pago diario corresponde a una hora oficial. Sí, Rafael. Y ahí no acaba: después del jornal, regresa a casa, y son dos los bellacos que le exprimen el seno, le rompen el pezón y le dejan menos de una onza para sus seis hermanos; y esos peladitos se agarran a plomo por esa minucia: un par de ellos sobrevivirá, y los otros cinco se morirán de hambre porque quién más los va a mantener. Lo que tiene que hacer la sirvienta es cortarle la garganta a su patrona.
Ya no sé ni lo que digo, ya no sé ni lo que escribo. Quisiera terminar esta carta ya. Tiro dardos y escupo al viento porque no entiendo por qué no podemos vivir en Colombia con la misma comodidad con la que vivimos acá, y eso te lo he dicho ya.
Hasta la próxima.