PAGO Y CREO

TRASMALLO SEMANAL

¿Saben lo que haría Werner Herzog con los 8.800 euros que cuesta el taller que dictará en Las Islas Azores? Una película. Usaría ese dinero para hacer cine, no para recibir lecciones de cómo hacer cine. Si a él se le preguntara, seguro diría que es una experiencia única, pues será él —el mismísimo Werner Herzog, de quien Truffaut dijo alguna vez que era el cineasta vivo más importante—, el tutor del taller. Pero el propio Herzog no gastaría un peso en eso. Basta con leer sus memorias para darse cuenta de aquello, y si no tiene el libro ni el tiempo, basta con escuchar una entrevista, cualquiera, la que sea. 

Volvamos al dinero: si usted tiene esa cantidad, quiere hacer cine y cree que la mejor forma de invertirla es en un taller, probablemente usted no quiera hacer cine; usted, tal vez, quiera sentirse cerca del cine, quiera verse en un set, usted quiera escuchar los axiomas de Herzog y guardarlos en el fondo de su alma, para luego reproducirlos con el mayor de los gustos y la más fastidiosa de las vanidades frente a un público. Imagínese poder decir: «En voz propia se lo escuché yo a él…», absolutamente envidiable, pura y cochina envidia. Pero ¿8.800 euros? Es que usted, con ese dinero, puede pagar una carrera universitaria en Alemania; con ese dinero, usted podría realizar un modesto cortometraje en muchas partes del mundo, o podría fácilmente rodar un par de escenas de un largometraje de bajo presupuesto —estando, por ejemplo, en Colombia—; así lo hacía Lynch: iba rodando las escenas que podía con el presupuesto que tenía, hasta concluir el rodaje. 

Con esto no digo que el monto sea desproporcionado, pues primero, ¿cómo darle un precio a un encuentro con Herzog?; y, segundo, el hotel, la alimentación, la logística y demás, cuestan. Lo que cuestiono es el uso de esa cantidad de dinero cuando el anhelo personal —vital, creería yo— es el hacer cine. 

Pero el asunto de los laboratorios y los talleres no es cuestión exclusiva del cine, también es tema constante en otras artes; en la literatura, por ejemplo. Hace unos años participé en un taller de escritura creativa acá en Berlín. Pagué un mes. Quería conocer y relacionarme con personas que hablaran español y que estuvieran interesadas en la literatura, en el cine, en el arte. Era ese mi propósito al inscribirme. De esos cuatro miércoles, hubo un gran aprendizaje: hay gente que tiene ganas, buenas ideas e interés; sin embargo, las ganas son poca cosa si no hay trabajo. Muchos de los participantes pagaban la mensualidad pensando que el dinero se transformaría en palabras, en párrafos, en cuentos…, trataban de comprar su propio trabajo, su propio esfuerzo al depositar el dinero. Querían —creían— que, al sentarse y escuchar a la escritora, las palabras caerían sobre sus papeles mágicamente.

En una de las lecturas introductorias del taller, Ursula K. Le Guin hablaba de los típicos participantes de sus talleres: gentes que iban de un lado a otro, y de taller en taller, con el mismo cuento por años, mostrando increíbles frases iniciales, párrafos bellísimos, que, por desgracia, se habían quedado en eso: en un buen arranque, en las ganas, en el interés, pero no en tiempo ni en trabajo. Y esto pude evidenciarlo en el taller en el que participé. Había un interés genuino en la literatura, en los libros, en las historias, pero las personas no se sentaban a escribir porque no tenían tiempo, no sabían qué tono usar, ni de qué forma expresarse. Y claro: no por haber agarrado palos toda la vida se puede picar piedra. El que pica piedra aprendió a agarrar el mango, moldeó la madera y la mano. Pero esto cómo y por qué habría de dominarlo un médico o una bióloga que lo único que buscaban en ese espacio era pasar el rato, y usar la escritura para expresarse.

El problema, para mí —y retomando el taller de Herzog— es cuando personas que quieren dedicarse por completo al oficio de contar, precisan de una asesoría y de una validación constante para poder escribir, para poder narrar. El estímulo no puede venir del otro, del deseo de que otro lea y vea, o incluso del orgullo personal de verse expuesto, de saberse admirado. El único y real incentivo debe ser la ambición personal, el ansia por sacarse del cuerpo algo que se encuentra atorado y no permite respirar. ¿Necesita usted 8.800 euros y quince días con Herzog para crear? 

Hoy usted entra a cualquier red social y, si su algoritmo está entrenado en las artes, lo que usted hallará, en abundancia, además, serán cientos de artículos, comentados por miles, en los que se indica el paso a paso que se debe seguir para escribir. Las recomendaciones parecen la típica comedia del escritor que entra en un bloqueo y, estando en él, transitándolo, hace cualquier cantidad de estupideces para desatrancar las palabras: limpia su mesa, sale a pasear, se toma un whisky, escucha conversaciones de desconocidos, anda desnudo, etcétera. Eso es una caricatura. 

Se escribe cuando se tiene una imagen en la cabeza, y esa imagen es tan viva y vigorosa que domina el espíritu, y obsesiona, obliga a sentarse y a escribir, y solo cuando esa imagen ha salido, el autor o la autora pueden descansar. Y para esto no necesitan un lugar específico para escribir, ni una hora, ni soledad, ni cigarrillo, ni café. No se precisa de nada más que del propósito de sacarse de encima la imagen que se ha enquistado en su espíritu. Luego, los días siguientes, demandan de una mínima rutina y de rigurosa disciplina para esculpir esa imagen, esa escena, esa historia. 

Y si realmente uno quiere dedicarse a esto, el oficio y el espíritu demandarán todos los meses y todos los años de la vida. ¡Sin fama ni estructura institucional! ¡Sin reconocimiento, ni dinero! Sin nada más que el esfuerzo, la necesidad y la satisfacción personal. ¿Quiere hacer cine, literatura? Kurosawa lo dijo: solo se necesita papel y lápiz.

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