¿POR QUÉ VOLVER?
Nos preguntamos con Juliana Toro ¿Por qué volver?. Ella ilustró e hizo la magia risográfica. Yo escribí.
________________________________________________
Por si te da la gana de volver: ya leí tu carta; así que no comiences con tu embuste y tu vaina. Eso sí, una belleza; de entrada y de salida te felicito. Entera y con toda la atención la leí: de arriba a abajo, de derecha a izquierda, y viceversa; qué atención y qué detalle: para quién no hubo venias, y las menciones del loco Elías, las perras y las ratas, memorables. Sí, hombre, para todos y cada uno, menos para mí. Joda: en ninguna parte vi mi nombre, ni hallé la más mínima alusión a mi persona, ni una brevísima muestra de gratitud. Nada es nada. ¿Será que olvidaste repartir la segunda y más importante de las partes: esa en la que te despides de mí? Raro, hombre, porque cualquier estúpida desconfiada podría haber pensado que te suplantaron, pero es tu letra, acá la veo y la comparo con una de tus tantas notas, y las formas son idénticas. Por favor no me digas que te obligaron, si idiota no soy, hasta regla usaste y eso no lo hace un maleante; no hay titubeo o corrección en ninguna de las frases. Lo admito: en una primerísima y rápida lectura, lograste el embauque; luego, controlada la emoción, en un cuarto o quinto repaso, la cama y la almohada revivieron tus verdaderas convicciones; tranquilo viejo que yo callo: guardo tu secreto. Aunque si lejos te has querido ir, ¿por qué habría de mantener el silencio? Ya importa un carajo: ¿dónde está el hombre amplio al que protejo? Porque qué generoso fuiste dejándole a cada niñito del pueblo una joyita de tu reino, de tu casita de mierda, de tus pertenencias pendejas, ¿y a mí, qué me dejaste a mí? Nada. Exacto: nada. Consuelo que se joda, o ni siquiera: ¿cuál Consuelo? O menos: . Ni una interrogante. Y yo me habría conformado con poco, lo sabes; pero ni un billete, ni un lápiz, ni un tabaco me tiraste: no valí ni la bala, ni la tinta, ni el peso del papel. Pero es una gran carta, eso sí; todos los días, antes de acostarme, la leo: cada noche la despliego, le limpio la lágrima y la saliva pasada, me arrodillo y paso por sus líneas como si cuentas de rosario atravesará, colmándome de ira y no de calma entrada la madrugada, pues es larga la maldita carta: dos mil doscientas ochenta y cinco palabras. Que hubo tratos graves, sí, pero algún recuerdo dulce debió quedarte. Reconócelo, hombre: dame el mérito del desamparo. Cuando el hombre se larga, debe hacerlo en paz: dejando las puertas abiertas para el futuro, si es que lo hay. Allá tú si te querías marchar, y no volver: tuyo es ese culo chupado y arrugado, pero agradece, carajo; con un mísero gracias me habría contentado. Como si yo no te hubiera puesto techo y plato más de cien veces, más de trescientas veces ya hace cinco años; y quizá, para un hombre desapegado y desconsiderado como tú, eso sea poco, pero para mí sí fueron muchísimas horas de silencio y oído atento, horas en las que me ensimismaba tratando de hallar la más certera de las verdades; la más, sí señor. Yo no soltaba palabras necias; no, hombre, yo trataba de ser certera, concreta, política, como todo lo que
te gusta a ti, político. Muy diferente a las palabras resobadas de tus compadres que en las madrugadas te daban la razón para que los pusieras a escupir. Yo sí, y óyeme ese sí duro, yo sí impulsaba tus ganas de candela, ceniza y revancha quemándome las pestañas. ¿Quién sino yo estuvo sin otro interés que escuchar tu largo desahogo de penas y frustraciones? ¡Yo fui la que estuvo ahí! Hasta ganas me dan de prender esta carta pero es el último papel que me queda y las cosas te las quiero dejar claras en caso de que vuelvas. Porque contigo nunca se sabe, pero puedo imaginarte: ahí vas arrastrando los pies, con los tres harapos al hombro tocando la puerta sin gana. Y yo que pregunto quién, y tú con tu ábreme, y yo, por fin, muerta de la dicha, muerta de la ira, debatiéndome entre el abrazo y la cachetada, te tiro esta carta por el suelo y te grito ándate que no te quiero ver por aquí, ahí te dejo para que reflexiones, y bien imbécil me levanto, me limpio las rodillas, me escondo en la cortina, y te veo por la ventana mientras te agachas, guardas la hoja y te vas. Y yo que me meto en la cocina o me largo al patio, tapándome la boca para no gritarte, duro y con ansia, ruégame, pendejo a ver si te perdono; insiste, hombre: agarra la puerta a leñazo o a patadas, chilla a ver qué sacas. Pues ya estoy vieja para andar mendigando; yo me digo eso: Consuelo, estás vieja para andar como una muchachita detrás de un hombre sin aliento, un hombre fracasado, un hombre muerto. Ya tienes tus años, y el éxito se ha ido; tú me lo dijiste y lo has reconocido. Entonces: ¿a qué te querías ir, buscando qué además? Si acá nada te faltaba, todo lo tenías: tres golpes al día, cariño y compañía. Que te hastiaste, dices; hombre, pero si todo el mundo se cansa, incluso tus ídolos de monte y acción se han cansado, acá y en cualquier parte. También yo, así no te interese, me he hartado de esta ciénaga mugrienta. Quién no lo ha pensado y cuántos no han partido, pero dejando las vainas claras, en orden: escribiendo mensajes sentidos a todo el que quisieron. ¿Y sabes cómo los despiden? Con un carnaval de Dios Padre. En uno de esos jolgorios en los que incluso se olvida lo que se celebra, y el que se va, lo hace de madrugada, solo, en medio del sueño de la gente todavía borracha, todavía borracho, acompañado por un silencio del demonio, sin los cantos de los pájaros ni los ladridos de los perros; nada los acompaña sino ellos mismos, ellos, su decisión y su fuerte voluntad de hacer lo que tienen que hacer. Y cuando el gentío se despierta, sudado y hambriento, y recoge las botellas que se caen y ruedan por el suelo, sólo piensa que pronto a ellos también les llegará el momento, y se irán, de esa misma manera, con el espíritu satisfecho. Así carajo, así es que uno se tiene que ir, dando la cara, y no la espalda, bellaco. Quéjate todo lo que quieras y di lo que se te dé la gana de mí, anda; pero yo sí te voy a decir una cosa: yo, el día que te fuiste, te estaba esperando con la cena lista y la botella fría en la nevera, para servirte tu
trago aperitivo y los muchos digestivos. Así te estaba esperando yo, y nadie como tú sabía como estaba, y sigo, de jodida, ocupada y sin un peso. Y yo que te espero por horas, y tú que no apareces, y salgo angustiada por el pueblo a buscarte, pensando en qué te habrá pasado, y pregunto por ti en los estancos y nadie me dice nada de ti, pero sí de mí, mentándome la madre hasta sacarla de la tierra y volver a enterrarla, y me encuentro a Nicolasa, que brota del suelo como una culebra, y me muestra la carta, sonriente, preguntándome si te despediste largamente de mí, porque acá, y me refriega el papel, no dice nada de ti, eso dice, y yo le rapo las hojas y la amenazo con cortarle la lengua y descabezarla si abre la boca, y me devuelvo a la casa y compruebo lo que me ha dicho: que te vas y que ni media palabra me dedicaste en la carta que desparramaste por el pueblo. ¿Y sabes qué hago, sabes qué hago? Tiro tu plato, y el mío, con la comida que no tengo, y dejo que los perros se la coman, mientras abro la botella y me entrego a ella y a tus palabras: a las líneas que les ofreces a tus queridas, a tus amigos y a las gentes que tan bien te atendieron, y que con tanto cariño te abrieron las puertas de este infierno; y para mí, que a todos te los mostré y de todos te hablé, nada. Mierda, y cómo hablas del placer y del gozo, y de lo mucho que extrañarás y lo otro tanto que recordarás, usando palabras que en mi vida te escuché, y que habrás buscado en un diccionario porque qué va a saber un viejo maluco como tú de escribir, si en la vida has cogido un libro, y tu tercero de primaria no te dio ni para sumar y restar; porque era yo la que te llevaba las cuentas y fui yo también la que se hizo cargo de tus deudas, que no se te olvide. Entonces, terca y ciega, confío, esta vaina es una estafa, y espero a que vuelvas golpeado o amenazado, y no llegas, ni esa noche que paso en vilo, ni la siguiente, ni la semana entera. Y yo, comiendo apenas, respirando apenas, parada en las ganas de vivir, soplando vicio como una degenerada, vagabundeando, tirada en las plazas y en los parques, te busco, y es de nuevo Nicolasa la que se acerca y me pregunta si sé, si sé qué, y me dice que te encontraron por un caserío en Río Lindo; y me atraviesa un escalofrío por la espalda y por poco y me desmayo de la debilidad, de la angustia, del dolor. ¿Y sabes qué pensé, tú quieres que te diga qué pensé? Si estabas bien, si alguien te cuidaba, que no te hubieran robado o apedreado por andar donde no debías, por andar puteando con quien no debías, que no estuvieras solito. Solito, me decía, y rezaba: Dios, que no esté solito. Esas eran mis plegarias a Dios y a todos los santos, suplicándoles por ti, y no por mí. Por ti, que te fuiste sin decirme nada, sabiendo como nadie cómo sufro yo de los nervios, y del corazón, y de la cabeza, pensando en matarme, y diciéndome: Tú de esta no sales, Consuelo. Mejor cuélgate, ya llegarán los gallinazos, y tuerta o ciega nada verás del otro lado. Y ese era mi martirio día y noche, mientras tú te ibas pensando en lo sabroso y lo fácil, en cómo volverías a llegar a un pueblo donde se te recibiría con bulla y aplauso, conociendo hora y lugar de tus víctimas, de tus patrones, de tus líderes, pues tú siempre has sido un come mierda,
eso es lo que tú eres: un cacorro lambón come mierda, lo que pasa es que a la única a la que no le comiste la mierda fue a mí. ¿Pero qué creías? Le dieron muerte a tu cebo, a tu jueguito de seducción y a tus pendejadas de vivir la vida sin compromisos, porque no toda la gente es tan zalamera como la de aquí, y en esta región, y en este país, a mucha gente le ha tocado joderse día y noche para que llegue un viejo como tú, fresco y cómodo, a sentarse en su mesa y exigir una pieza y un plato de comida pagando con risa. Pero ojo, ojo te digo, porque puede que de esta salgas pero el gozo no es eterno, el carisma se acaba y la enfermedad llega; sí, señor. Y no te trata con cuidado, ni te vas dormido como el justo. No. Sufres y te pone a parir los hijos que nunca quisiste. ¿Y quién estará entonces para acompañarte: tus queridas, tus compadres? Nada de eso. Yo hubiera estado, yo podría estar pero ya no sé. Es que tú eres bruto, y animal, y a ti la cabeza sólo te sirve para llevarla y clavarla. Pero quién me manda; fui yo la que cayó en la trampa, por pendeja, y acá sigo: escribiéndote, previniéndote, aconsejándote. Y más de mil veces me lo dije: Consuelo, ese viejo te tiene para limpiar el piso, y acá la prueba; acá la tengo, acá la leo. Pero hasta aquí, ¿oíste? Y yo te voy a decir una cosa, te voy a advertir una vaina, óyelo bien desde donde estés: si tú no vuelves y me toca hablar, lo haré, y contaré todo lo que sé, a ver si en tu pueblo de camanduleros te miran de la misma manera, a ver si no salen a buscarte, a ver si no salen a azotarte. Así te lo pongo, tú verás. Te digo que me mamé de toda esta vaina, y si tú no vienes soy capaz de prenderme fuego y de paso le prendo fuego al pueblo entero, y no quedará en pie ni la iglesia, ni la escuela, ni el puteadero. Los quemo a todos, vivos, para que, si regresas, sepas por esta carta que toda la culpa la tienes tú, y no tengas nunca más a dónde volver, y ahí sí seas el huérfano que siempre has querido ser; pero no uno de padres, sino de tierra, de amigos, de amor y de Dios, porque ni a él hallarás cuando me vaya. ¿Sabes por qué? Porque así me toque quedarme en la tierra y pelearme con él, me encargaré de agarrarte el resto de la eternidad todas las noches los pies. Te lo digo por última vez: mejor que vuelvas pronto y te despidas bien, una carta enterita para mí, eso es lo que quiero, un cuento largo en el que le dices a todo el mundo que te vas pero te llevas a Consuelo. La Consuelo de nadie.