LAS CADENAS
TRASMALLO SEMANAL
Mi padre, como muchos otros, tuvo un carro que fue una gran ruina: embrujo u obstinación, nunca pudo deshacerse de él, y el bendito carro lo acompañó hasta el último de sus días cuerdo. Su máquina era una Range Rover modelo 92, plateada, de cuatro puertas, automática y asientos de cuero. Yo nunca he sabido de carros, y poco me han interesado, pero este era uno especial: sus características las tenía grabadas, y veinte años después todavía las recuerdo. La Rench —como la llamábamos en casa— fue adquirida por mi padre en un remate, el último eslabón de su ecosistema laboral. Rematar: áspero, violento y afilado término procesal.
El asunto iba —e intuyo, sigue— de la siguiente manera: el banco le prestaba un dinero a cierto fulano para la compra de un carro; el fulano pagaba mensualmente las cuotas, hasta que no; entonces entraba en mora: las cuotas se acumulaban y los intereses engordaban; la deuda en algún punto se agravaba transformándose en un proceso legal; el banco delegaba el litigio a un abogado —mi padre— y el vehículo era embargado; si la deuda no se saldaba, el carro debía ser capturado por un sujeto apodado El Cazador; tras su captura, el banco lo remataba —lo vendía, lo subastaba— para así recuperar el dinero prestado y una tajada de más se llevaba del pobre cristiano que algún día, con esperanza y necesidad, se endeudó. El rol de mi padre era odioso, y muy pocas veces benévolo, pues el que adeuda no lo hace por placer y los salvavidas que mi padre lanzaba eran, muchas veces, inútiles.
Así pues, pasaron numerosos carros por sus manos: algunos se quedaron por semanas, otros por años, y solo La Rench permaneció, como he dicho ya, hasta su tumba cerebral. Por supuesto, su llegada llamó nuestra atención: en la vida habíamos escuchado o visto el nombre de la marca, pero lo inglés —así como lo alemán, lo suizo, lo europeo en general— representaba para mi padre, para nosotros y para la familia próxima, una altísima calidad. Un orgullo particular había en mi padre al hablar de su máquina: su satisfacción era la del hombre que ha hallado lo buscado por años, la gema refundida, la perla del mar. No había rubor alguno al escuchar los cumplidos: todos los recibía como si la máquina hubiera sido un premio que el mismísimo Dios le hubiese dado.
El elogio fue unánime: no hubo persona amiga que se subiera y manifestara opinión desfavorable de La Rench. ¿Quién se atrevería, además…? Mi padre dominaba los argumentos, los mínimos defectos, la transformación de los modelos, todo lo sabía de su máquina. Incluso, alguna vez, vimos junto a mis hermanos un programa de televisión internacional en el que demostraban, a través de rigurosas pruebas, que la Range Rover era la mejor camioneta jamás inventada. «¡Atravesó el Darién!», aclamaba la voz en off del programa, «¡El Darién!», le decíamos a mi padre, y él asentía asegurando su intuición. El Darién, pienso ahora: otra selva despedazada por la dinamita de los ingleses… Así son las cosas a veces, inciertas y dobles.
A mí me parecía, y me sigue pareciendo, una máquina realmente extraordinaria; sin embargo, mi juicio es imparcial, pues los recuerdos en ella son los de la infancia: el continuo olor a aventura y carretera; la sensación de huida y casualidad; los viajes en los que mi padre abría el techo corredizo y podíamos sacar la cara por unos segundos para llenarnos la boca de aire; la impresión lisa y suave del cuero al acomodarme junto a mi hermano menor en la cabina trasera; la sonrisa genuina de mi padre al enseñarnos el modo crucero; la mezcla de negros, blancos y marrones al interior; la alianza masculina entre él y nosotros, sus hijos… Las imágenes suceden sin interrupción al encender el mecanismo, y todas ellas parecen agradables, todas ellas parecen memorias íntimas e incorruptibles; y quizá lo sean. Quizá, cada vez que podíamos subirnos en la camioneta de mi padre, tratábamos de disfrutar nuestro tiempo en ella, pues no sabíamos cuándo la volveríamos a ver.
Las fechas son imprecisas, pero podemos redondear: habrá funcionado plenamente los dos primeros años; luego, se presentaron y se agravaron gradualmente las molestias. ¡Qué injusto para él y para nosotros! Estábamos convencidos de que La Rench era la camioneta más poderosa del mundo, y en un primer periodo sus largas ausencias fueron justificadas por los exclusivos repuestos: venían directamente desde la fábrica y los convenios entre las tiendas eran muy precarios. «Estos carros se pueden contar con los dedos de la mano, y este, encima, es un modelo especial», repetía el mecánico, repetía mi padre, repetíamos nosotros. En efecto, la máquina en algún momento volvía, siempre lavada, aspirada y preparada para un nuevo viaje, para una nueva salida. Mi padre nos recogía, nos acomodábamos y, de golpe, un testigo se prendía, un botón se fundía, algo se soltaba, y el ánimo de mi padre se degradaba: apagaba el radio de mala gana y escuchaba el lamento de su máquina. Ese mismo día o el siguiente, la llevaba al taller, como el hombre enfermo vuelve al hospital.
Después de dos o tres años, fue imposible defender lo indefendible, dejamos de preguntar por La Rench, y la terquedad distanció a mi padre de la sensatez. A veces la veíamos estacionada en el parqueadero de su casa, triste, sucia e inmóvil; otras, advertíamos el vacío y esto explicaba el ánimo opaco al pasar por allí. El gran carro de mi padre terminó por convertirse en una broma, una de mal gusto así él la recibiera con agrado. «¿Qué hubo de la camioneta?», le preguntaba algún familiar, y él sonreía, algo hiriente devolvía y así le restaba importancia a una circunstancia irritante que lo llenaba de pesar. Sospecho que también mi madre sentía una especie de tirria hacia la máquina: la aborrecía por arrastrar por el piso al que alguna vez fue su marido. «El tiesto ese —decía ella—, un canasto es más útil».
La camioneta tenía su mal, un mal enraizado en su estructura, como una plaga imperceptible que destroza lentamente los sistemas. Pero ese no fue el mal que se llevó a mi padre, sino otro más lento y cruel, que le impidió conservar o vender por cuenta propia su amada Range Rover. No obstante, si he pateado toda esta tierra, no es para ventilar una vez más su mal, sino para hablar de una Monstera que tuve que matar.
La planta llegó a mi casa antes del nacimiento de mi hijo: una querida pareja amiga nos la regaló hace casi un año, y, desde su llegada, la ubiqué a mi lado, justo al lado de mi escritorio. La Monstera floreció por meses; una vez a la semana la regaba y, para mayo, ya contaba con tres nudos y numerosas hojas. Era una Monstera común, pero era la primera que tenía, mi primera planta en Berlín, y eso le daba una belleza excepcional; y cuánto no la comparaba con las otras, cuánto no decía de ella… Luego, llegó el verano y un par de hojas se amarillearon. Yo, que nunca he sabido de plantas, ignoré la situación y continué con su riego habitual. Semanas después, fue Ama quien se percató de la plaga que la había atacado: unos insectos diminutos y molestos llamados vagamente trips. La planta estaba infestada y por más tratamientos que Ama le realizó, sus hojas paulatinamente se pudrieron. Yo, en un arranque de tristeza, se las arranqué todas y, obstinado como mi padre, trasplanté la raíz.
Cualquiera hubiera pensado que la planta no volvería a florecer, pero lo hizo. Tras varias semanas, sus raíces se extendieron y tres pequeñas hojas volvieron a germinar. El proceso entero lo registré, y cuánta alegría hubo, cuánto orgullo por una planta que creía superior, cuánta arrogancia por una planta que creía enviada por el mismísimo Dios. Pero, como ya lo hemos dicho, a veces, las cosas son inciertas y dobles, y con su crecimiento llegó la reproducción masiva de una nueva plaga: la tediosa mosca del sustrato. La casa estaba llena de ellas, y por más trampas que puse alrededor de los tallos, no dejaban de aparecer. Harto, tuve que sacarla al balcón, y hoy, tras varios días viéndola sufrir, bajé con ella a las basuras, la agarré de su tallo y la tiré en el fondo de una de ellas para así dejarla ir. La mató mi orgullo, le dije a Ama mientras lavaba la matera.