SANTOS RECESOS I
TRASMALLO SEMANAL
Mire usted, me han hablado de un hombre cuyo amigo había sido encarcelado y que todas las noches se acostaba en el suelo de su habitación para no disfrutar de un confort del que no disponía aquel a quien quería. ¿Quién, querido amigo, quién se acostará en el suelo por nosotros? ¿Si yo mismo sería capaz? Escuche, quisiera serlo y lo seré. Sí, algún día todos seremos capaces de ello y será la salvación.
La caída, Albert Camus
PRIMERA PARTE
Quizá, la mejor forma de narrar las Semanas Santas de antaño sea fracturándolas en sus dos cronológicas, concentradas y distantes fracciones: de viernes —a partir de las 2:45 de la tarde, con el último timbrazo de la jornada escolar— a miércoles: momento de esparcimiento y estudio; y, de jueves a domingo: días santos, de entrega, culpa y redención cristiana: apiadarse del profundo padecimiento de Cristo. Como yo era un estudiante desinteresado y vago, que experimentaba una honda aversión por las instituciones, y aún más por la agustina, la primera parte de la semana me veía obligado a estudiar rigurosamente para salvar alguna de las materias perdidas en el primer bimestre del año escolar: como todos los años, consideraba, en esos primeros días, la opción de encaminar el desempeño académico —acaso también el disciplinario— adelantando algún trabajo que prontamente me desinteresaba… pero perseveraba, así me perdiera en el camino, sólo siete, sólo seis, sólo cinco años más para cumplir el objetivo final: no volver a pisar las inmundas baldosas del colegio. Sin embargo, las distracciones se adueñaban de mi juicio y debía representar el papel de estudiante reformado: mostraba cara de juicio, escribía y borraba sin parar con gesto preocupado alentando la esperanza de mis padres; no perdería tantísimas materias el segundo bimestre, ni el tercero, ni el cuarto. (Cuánto tiempo perdimos tratando de hallar la salida por caminos ordinarios, aguantando el desagrado por el orgullo familiar enterrado en nuestras nucas). Avanzaba lo que podía y, ante el tedio, inventaba alguna excusa para detener el sofocante engaño: mencionaba que, para poder continuar, debía verme con un compañero; de esta manera, aplazaba la labor y aprovechaba la mentira para disponer la ficticia reunión durante uno de los horarios de las ceremonias religiosas. Pocas veces creyeron aquellos cuentos: mi madre me dejaba en la casa de algún amigo, hablaba con su pariente y consultaba el tiempo que nos tomaría la labor concertada con mi compañero —era poco lo que avanzábamos, quizá no hiciéramos nada— y, al recogerme, me llevaba directo a la ceremonia; estaba castigado por las deficientes notas obtenidas: ‘Pídele a Dios que te ayude en tus estudios’, recomendaban mis padres.
Al mostrar los avances —aprobados por mi madre—, podía pasar tiempo con mis primos y mis hermanos, perpetuos escoltas del entretenimiento infantil. Los primeros catorce años de mi vida recuerdo departir, invariablemente, esas semanas con mi familia materna. Gran parte de ellos, mis primos, eran —como nosotros— alumnos ordinarios, había un par de estudiantes sobresalientes y sólo uno fue la cumbre del juicio colegial. Las conversaciones que teníamos eran las usuales de esa clase de estudiantes: la dificultad de las nuevas materias, los nuevos temas dictados en aquellas asignaturas, los singulares compañeros de curso —ya fueran de un nuevo colegio, del mismo nivel repetido o de los cambios aleatorios que se hacían en aquellas instituciones—, del fastidio que nos causaba nuestro modelo educativo, del tipo de colegio al que inscribiríamos a nuestros futuros hijos, de los viajes que haríamos en quince años… ay, hablábamos de un futuro distinto al presente: algún día compraríamos una gran casa donde pasaríamos todas las festividades. Esas conversaciones se daban en diversas locaciones: en el estudio de otro trío masculino, jugando videojuegos; en cualquier parque, tras jugar un partido de fútbol que perdíamos o ganábamos disputando cada minuto; durante y después de haber montado bicicleta por el barrio, ensayando trucos y rutas arriesgadas; tirados en cualquier andén: sentados, viéndonos, distinguiendo nuestras transformaciones. Pasábamos la tarde en alguno de esos programas hasta el inicio de las ceremonias religiosas —las intrascendentes: Jesús no había recibido aún los azotes—, y, después de ellas, llegaba el cine: gran amor de infancia. (La ejecución de algunos de estos planes, sobre todo los nocturnos en los días santos, obedecía al ánimo y la disposición adulta: ya llegaremos a ello). De esos espacios nocturnos guardo imágenes preciadas y fructíferas: fue en ese primer cine club —que empezó en la Semana Santa y evolucionó con los años— donde vi películas desgarradoras y entrañables: en esas noches me turbé observando Contra la pared, La naranja mecánica, Irreversible, varias versiones de El exorcista y muchas otras que hoy se me escapan; temor a Dios y a la humanidad.
En las mañanas de ese primer fragmento semanal, con mis hermanos, habitualmente, veíamos los programas de televisión de los canales nacionales: películas religiosas en su mayoría. (Esas mañanas nos regalaron los primerísimos y breves espacios de soledad fraterna e individual; al cerrarse la puerta y advertir la ausencia parental podíamos ensimismarnos en los intereses particulares o en actividades que, conjuntamente, planeábamos para la distracción: cocinábamos, por ejemplo, mezclas singulares usando diferentes ingredientes, cada uno podía seleccionar su favorito para el plato. Por un corto periodo de tiempo para tanto que anhelábamos, podíamos ser absolutamente. Esas imágenes se conservan intactas y llegarán en otro texto: son harina de otro costal). Recuerdo la figura animada de Jonás tragada por la ballena, la construcción de su vivienda temporal en las entrañas del animal y sus plegarias nocturnas iluminado por una diminuta fogata; las discusiones comunitarias de Noé, sus presagios y la reunión de todos los animales del mundo en su inmensa barca; la ira de Moisés al encontrar a su pueblo venerando dioses paganos tras haber subido al monte Sinaí para recibir del mismísimo Dios los diez mandamientos; y, por supuesto, las diferentes películas de la pasión de Cristo. Esta dinámica debió darse los primeros diez años, después llegaría el punto de quiebre al instalarse la televisión satelital, y con ella, la variedad de programas estadounidenses y japoneses que distribuían las incipientes empresas. Al acabarse alguno de los programas decidíamos —si mi madre no estaba— caminar o ir en bicicleta hasta la locación designada por la familia la noche anterior (esta selección provenía de la recomendación de alguna de mis tías: ‘¿Escucharon el sermón del padre mengano? Precioso. Deberíamos ir mañana a esa parroquia y el jueves sí vamos a la de Cedritos’, seguro, cada una, asentía agarrando el teléfono de la habitación). En la casa de cada familia siempre había algo que mostrar, una novedad extraordinaria: un juego en el computador, en alguna consola, un nivel alcanzado en un videojuego específico; así pasaban las horas. Estas distracciones estaban disponibles, únicamente, en la primera sección de la semana; en la segunda pieza todo juego era prohibido rotundamente: las ordenes provenían de la historia: ciertas acciones podían irrespetar al que había padecido por la humanidad dos mil años atrás.
Tras escuchar el sermón del jueves y sentir como propias las aflicciones de Jesús, los feligreses entraban en un estado de inconsolable duelo: sentían intensamente la traición de Judas, los latigazos, las burlas y los escupitajos concedidos al Salvador; así golpeaban sus pechos y descolgaban sus cabezas suplicando perdón por las acciones de sus antepasados, el arrepentimiento perpetuo por haber nacido. No bastaba la congoja actual —la realidad despiadada que les correspondía— y requerían las sentidas y hondas remembranzas de la iglesia: esos días debían consagrarse enteramente a Dios; cada acción respondía al sentimiento de tristeza, y la felicidad, la risa, el juego… la vida quedaba atrás. Se precisaba un esfuerzo máximo para sentirse tan desagraciado como el hijo del Padre, pues el gozo y el hallazgo espiritual disfrutado el resto del año correspondía a su venida. Debo sufrir como tu Hijo, querido Padre, de esa forma me salvaré. Serán diversas mis ofrendas: no saborearé la carne del siervo, que ha sido azotada cruelmente, comeré la carne blanda y pálida del pez multiplicada por tu Hijo; ¿cómo realizar labor alguna, el oficio diario, si he perdido mi fuerza y sólo las lágrimas refrescan mi boca? Que se levante el que lo requiera por necesidad: el celador que cuida nuestras moradas y las gentes que proveen nuestro alimento; sólo se escuchará el pérfido eco del martillo romano, ¿cómo tocar las puntillas que evocan los clavos santos hundidos en los brazos y las piernas del redentor?; maldito el que juegue sabiendo que los soldados apostaron la túnica de nuestro Señor.