JOB

TRASMALLO SEMANAL

La vida del hombre sobre la tierra es como un servicio militar, y sus días, como los de un jornalero; como esclavo suspira la sombra, como jornalero, espera su salario.

Job 7:1-2

Tomaba el último trago del café frente a la portería del edificio cuando escuché el grito próximo: ‘¡Me robaron. Auxilio. Cójanlo!’. La moto, pausada, bajó el andén. El motociclista llevaba en su mano el celular y el cordón del aparato oscilaba cuando pasó enfrente de mí.  La mujer —distinguible funcionaria del distrito por su impermeable rojo y amarillo— corrió detrás suyo y continuó con la llamada de auxilio: ‘¡Ladrón, ladrón. Ayuda!’. La moto aceleró por la carrera; numerosas voces de transeúntes y celadores se unieron al coro acusador, alguno prendió su máquina y encajó el casco, se activaron las alarmas de los edificios. El ladrón giró por la primera calle dirigiéndose a la carrera Séptima, perdiéndose en ella. La inútil esperanza volvió maltrecha: ‘¡Le cogí las placas, le cogí las placas!’. El celador del edificio conversó con uno de los testigos: ’¿Iba en moto? Ah, no. Ya debe estar en su casa’. 

Los últimos días ha llegado a mí esa máxima curiosa e infundada que aplaca y explica el repentino e inesperado cambio de planes: Todo pasa por algo. ¿Qué es lo que nos espera al otro lado de la puerta, al cerrarse uno de los caminos y abrirse otro en el laberinto de la existencia, al esperar en sus pasadizos, al sentarnos y aguardar? Podrá ser lo bueno o lo malo mas todo resultado estará enraizado fielmente en la bondad de la Providencia. Puede que llegue la desgracia y en ella se verá el porvenir; puede que llegue la fortuna y ella será la recompensa del nefasto periodo pasado. Quizá ocurran trece sucesos amargos —¿o cuántos más se requieren?— y, cada uno de ellos, llenará la diminuta copa de calma que beberá y disfrutará a sorbos el afligido al finalmente traficarla. Pensamos: pronto llegará la recompensa, he abrazado suficiente la culpa y el sacrificio: ni el cuerpo ni el alma toleran tanto mal. Consideramos lastimeramente: ¿el curso de la vida, invariablemente, será así: un saco de padecimientos que pueden lanzarse al precipicio —¡breve instante preciado!—, únicamente, cuando a la Providencia le viene en gana y de forma semejante vuelve a cargarlo arbitrariamente? Ay, cuánto podrían refutar esos desarrolladores de la consciencia presente y la alegría de vivir. Me refiero a los múltiples ejemplos concretos globales, a la cotidianidad del caminante y no al estudio académico, a la respuesta del emprendedor, el entrenador de espíritus, el gurú. Ay, cómo berrean. Hay vidas miserables amparadas en el rezo diario; salgan a caminar y lo verán. 

La empleada del distrito se despertó temprano —debe hacerlo, el tráfico y las distancias de la ciudad lo exigen: dos horas en la mañana y dos en la tarde para ir y regresar a su hogar— y, tras haber tenido una discusión familiar con su madre, su tío y su hermana consecuencia de una adversidad financiera, salió rápidamente de casa. El tiempo, diariamente contabilizado, lo ocupó el conflicto y tuvo que desayunar un pan y un café por la calle; caminó, equilibrada, mientras el líquido quemaba, se regaba y ensuciaba. Botó el vaso de plástico y le escribió a su compañero de trabajo: estaba cerca de la oficina, a unas contadas cuadras, a dos. Surge el robo: el teléfono no es del todo propio, un porcentaje pertenece, por unos meses más, al banco. ¿Y ahora qué? Llegar tarde, sin el equipo necesario, la ropa manchada, la frente y la espalda sudadas (corrí lo que pude, pero cómo competir. ¿Por qué saqué el teléfono? Culpa mía. No, no es culpa mía. Es esta maldita ciudad. A dos cuadras había un CAI; exacto: quince minutos después se percataron) sin poder hablar con nadie y, de paso, recibir la amonestación. Y quién sabe si el robo, la deuda, los días amargos pasen por algo. Pasar el resto del día pensando en las consecuencias del acto, en todo lo que pudo haber realizado diferente: evitar el desastre con un simple giro del cuerpo, si hubiera agarrado el teléfono con fuerza, si el cordón estuviera en su cuello, si hubiera corrido por otro sendero, si lo hubieran atrapado: una patada, una pedrada, un disparo. En casa hay piedad y abrazos entrañables. Las ficciones vuelven los días siguientes al recorrer el mismo sendero, por fortuna algún día desaparecen.

¿Es Dios? ¿A eso aluden las religiones al dar explicación a las catástrofes naturales, las guerras y las crisis de toda índole? ¿Por qué has matado a mi familia, a mis animales, a mis empleados, demacrando además mi cuerpo? Pregunta Job a Dios, que ha apostado la fortuna y la fe de su siervo con el diablo. ¿Por qué se ha escogido a aquel hombre entre tantas personas en el mundo: cuál es su prueba, hasta dónde será llevado? ¿Cuánto debe soportar un país para recibir su prometida recompensa, cuánto un continente, cuánto el mundo? Quizá por la incertidumbre —y porque sólo Dios sabe cómo hace sus cosas; no se mueve un grano de arena en el mundo sin su permiso— haya surgido el refugio y socorro pagano: No llorar sobre la leche derramada. Admitir la circunstancia, sin remilgo, quizá abandonando la razón de lo sucedido o cuestionándola mientras se limpia el pedazo de baldosa, el tablero de la cocina, los fogones; se reconoce y aprueba la circunstancia, el ambiente, el futuro y las dinámicas concertadas. Sé que, si tomo leche, existe la posibilidad de que la desgracia llegue; sé que, si vivo, podré morir: lo admito, es el movimiento de la vida misma, y no hay otra explicación que esa, nada que esclarecer. Es este el refugio de los seres olvidados, aquellos que rezan por el cese de las injusticias, y advirtiendo su continuidad, debieron acercarse a la aceptación del desdeñoso y corrupto mundo. Actuaré, con lo que tengo, sin esperar que algo pase. Es probable que nada nos espere al otro lado de la puerta, en la espera, en el laberinto. Es posible que nada pase por algo. 

Y si todo pasa por algo, la Providencia me ha regalado la imagen inicial y a la funcionaria del distrito le ha arrebatado su teléfono. Ojalá pronto, a ella, le llegue su presente.

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