RESQUICIOS

—De cuando en cuando, y por su propio bien, un hombre tiene que dar un paso al frente y escupirle en la cara a la muerte. Tiene que sacarse filo a sí mismo, como si estuviera poniendo el hacha contra la piedra de afilar—dijo, en cuclillas ante la espiral de humo, con la concentración de quien participa en un rito pagano—. Si un hombre se enfrenta con la muerte de cuando en cuando, le dejará en paz hasta que le llegue su hora. Porque le gusta atrapar a la gente por la espalda. 


Sartoris

William Faulkner

La noche pasada habíamos disfrutado, una vez más, de una flamante discusión: apacible y franco mencionaba el tedio que me producían las clases y aludía a la recurrente y tentativa opción de una renuncia oportuna y honrada; la tía Beatriz, con frecuencia, objetaba la posición, ingenua y pueril -según ella-, con la continua e imperecedera advertencia: hallar, al día siguiente, trabajo en la ruralidad y amortizar la independencia, pues, ciertamente, no habría techo para mí; esto último lo concluía cerrando y estirando sus labios, sentada en el sofá y apuntando con sus brazos extendidos la puerta principal. Excitado con su provocación mas sereno -observándola con mi sonrisa juvenil-, respondía que no le temía al campo ni al trabajo, y añadía -vertiendo una pizca de gasolina-, que mi padre me había instruido en dichas labores. El diálogo adoptaba tonos ásperos y se ramificaba en preguntas y sentencias mezquinas: sus variaciones radicaban en la repentina desaparición de mi padre y su extensa ausencia, las pesquisas de su paradero y, con un falsa indignación -cubriendo su rostro y tensándolo con sus dedos-, en mi ingratitud con el esfuerzo de ella y mi madre por obtener algunos pesos para mantenerme; mi declive era mortífero y, controlado el ardor inicial por su sensiblería, las culpaba -con una enérgica imperturbabilidad- a ellas y su familia de ser las responsables de la deserción. Preguntaba, incisiva, entre violentas carcajadas, por el destino de mi padre y aseguraba que, de conocer súbitamente su ubicación, su primera, fundamental y única decisión, sería enviarme con él. Yo respondía a su risa con aplausos rítmicos y firmes, aproximándome a ella y agradeciendo al cielo su esterilidad: el mismo Dios sabía que un hijo suyo tendría una vida miserable y por esa misma conjetura Bernardo, su esposo, la había abandonado -y robado siete años atrás dejándola en la ruina-; escapaba de una vida infeliz. Daba dos aplausos breves clausurando la función y salía a la calle; volvía al anochecer y, conforme a la intensidad y furor de la discusión, encontraba la puerta atrancada -durmiendo hasta la mañana siguiente en el tapete de la entrada- o abierta -con restos de comida en una olla- y, mientras cenaba, le escribía una nota a la tía Beatriz disculpándome por lo dicho.

Lacerábamos las llagas y, cada afrenta, quedaba encasquillada en nuestras vísceras; sin embargo, florecía cierta costumbre: acarrear un cuerpo atestado de impactos siendo salvaguardado en cada nueva ofensiva por la ruina; dos abandonos vinculados en una devastación recíproca, atroz e indolente. Acaso interese y ayude la aclaración: la naturaleza de mi fastidio no obedecía al tradicional desprecio adolescente por la institución y el estudio sino al hastío y descontento por el ininterrumpido escarnio de estudiantes y profesores por mi deje, entonación y procedencia rural (personas que, en la adultez, volvería a encontrar quizá con un espíritu más deteriorado que el mío, y que, a través de breves disculpas, revelarían la vida miserable que llevaban y la inevitable conservación del rumbo-); era el resultado de un emplazamiento fallido: una criatura burda y provinciana privada, además, de las más ordinarias nociones proporcionadas por la ciudad. Ocultando la excitación del descubrimiento -el destello eufórico al dominar un conocimiento común- evitaba sus reiteradas expresiones degradantes: Calla maldito campechano, a revolcarte en tu porqueriza; la cólera provenía del forzado solapamiento de mis tiernas impresiones, sus apelativos me traían sin cuidado. Asimismo, consideraba deficientes algunas metodologías de enseñanza: pretendían enseñar la biología -por dar un ejemplo plástico- de animales campestres a través de libros de texto colmados de ilustraciones inexactas y, al presentar alguna imprecisión del texto o la lección, basándome en la experiencia implícita -habiendo descuartizado aves y roedores con la navaja de mi padre y habiéndolo asistido en el desmembramiento de chivos, cerdos y vacas-, era censurado con aversión por los alumnos y el maestro; generalmente la repugnancia se apropiaba de sus rostros, una repulsión inmediata, íntima: como si yo fuese el causante de su asco y no mis argumentos. En fin… Me veo obligado a continuar: esa mañana había decidido huir al destino que tantas veces mi tía propuso como sanción. 

Aparte de las llaves, agarré -¿robé? (quizá el verbo sea más preciso para aquel que exija absoluta franqueza en el testimonio)- un par de billetes: los que mis dedos de incipiente bandido pudieron retirar de su billetera con prisa nerviosa; organicé mi maleta, guardé algunos restos de comida y partí al terminal de transporte. Para ser un adolescente desacorde a los entornos habitados, podía recorrer la ciudad y el campo con clara orientación: la estación de partida, la ruta a tomar y el punto exacto en el que debía solicitar al conductor su detención. Hay espacios -también personas- que sin importar las alteraciones o accidentes que atraviesen -expuestos u ocultos- permanecen, en esencia, intactos; reconocía el terreno, recordaba la posición de diferentes señales tantas veces advertidas en los habituales recorridos junto a mis padres en el curso de construcción de la casa. Mi educación, en aquel tiempo, correspondía a los estudios elementales orientados a un aprendizaje integral: los saberes adquiridos en las clases de primaria, concedidos en la escuela de la vereda -donde, por cierto, se me había apodado El reinoso, refiriéndose por vez primera a mi origen-, eran implementados por mi padre en las tareas de edificación; explicaba la utilidad práctica de lo instruido: operaciones matemáticas, términos geográficos, premisas científicas y conceptos orgánicos. Mis padres eran, o habían sido citadinos -¿se puede suprimir aquella condición?- refugiados en el campo en busca de serenidad, quizá emancipación o acaso eso era lo que entendía de sus conversaciones veladas. No era estúpido: sabía lo que era un cine mas la primera función a la que asistí fue a mis trece años; conocía las avenidas y autopistas pero había transitado en ellas una o dos veces en lo que llevaba de vida. Sabía esto y tanto más por las explicaciones ilustradas de mis padres y profesores mas inmensa es la diferencia entre referirse a algo y conocerlo: palparlo, sentirlo, ser herido por él. Prescindiendo de la nostalgia del tiempo pasado, eran recuerdos gratos: me reconfortaban las imágenes, la rutina de los días apacibles.

El pastizal estaba a ras del suelo y vi algunas reces en frente de la casa; desatando el cordón que amarraba los cilindros metálicos que enmarcaban las puertas de madera del portón, evoqué una imagen, una escena que, en su momento, había carecido de interés pero ahora rememoraba con amarga conmoción: la orden de mi padre, habiendo terminado el embalaje de gran parte de las pertenencias, de seguirlo al terreno vecino para dar a conocer nuestra partida; ante la sugerencia de compañía de mi madre, mi padre la miró severo y ella calló perdiéndose en la oscuridad de la habitación. Ascendimos al camino adoquinado y andamos en dirección a la casa, al entrar al terreno contiguo y descender la pendiente, pidió que aguardara en el umbral: tomé asiento en un par de ladrillos apilados en uno de los costados y esperé vigilante; atendí curioso los murmullos que manaban de la cocina: la mención de nuestra huída inmediata, el divulgado rumor de su localización y una referencia iracunda sobre cierta información revelada por mi madre; la pareja procuraba serenarlo aludiendo al tránsito fugaz de aquella habladuría y la custodia del terreno en su ausencia. Disipada la rabia, recobró la cordura e indicó el objetivo central de la visita, en concreto llevar a cabo la propuesta insinuada: el cuidado de la propiedad, su ocupación, el uso de la tierra e impedir su invasión y dominio.

Al correr la cerradura y empujar la puerta principal, el espacio presente y su última imagen preservada por mí de él, se hallaron: un ensamble inmaculado; una vivienda apenas habitada, frívola. La recorrí observando minuciosamente sus paredes, puertas, grietas y perforaciones; abismado en hallar una escena tan precisa como la restaurada a la entrada, hallé, únicamente, memorias eclipsadas. Dejé mi equipaje en la habitación de mis padres y pasé a la cocina; abrí el registro de la pipeta de gas y prendí uno de los fogones, lavé un sartén, un plato y un cubierto con desgana y calenté la comida arrastrado por la involuntaria disposición de cumplir ágilmente la exigencia corporal. Tragué con ansia a pesar de la inapetencia: los bocados atravesaban mi garganta maltratándola: imitaban pastillas ásperas y tremendas que debían conservarse vírgenes al llegar a mi estómago. Qué sensación absurda alimentarse en la aflicción; el intenso deseo que había impulsado mi huída era aplastado, en aquel momento, por la soledad, el frío y la imposibilidad de confesar lo cavilado y sucedido al inicio de mi aventura: las ocurrencias, los percances ridículos, las casualidades y anhelos parecían fútiles y despreciables al permanecer en la intimidad. Actividad deshecha. Dejé el plato sobre la mesa y entré al cuarto de infancia -rozando el botón del interruptor y renunciando al destello propio de la pieza por cierto pavor infundado, me valí de la luz que desprendía el bombillo del comedor- en busca de las vastas y cálidas cobijas que usábamos antaño; abrí el raído armario con reserva y saqué dos del cúmulo que había en sus transparentes fundas plásticas. Cerré la puerta con plácida determinación -librado el enfrentamiento- y las dejé sobre la cama; coloqué mis zapatos en uno de los rincones de la habitación, me desvestí y arropé. Di incontables vueltas: retiré las cobijas, las organicé y volví a abrigarme. Pese al cansancio me atravesaba el remordimiento: alimaña tentacular -insoportable, intangible y omnipresente- que estruja y devora todo pensamiento con sus apéndices; en su vorágine, corrompe y maltrata incluso la más honrada de las reflexiones tragándola, rebajándola y escupiéndola putrefacta. En mi obrar, imprudente e ingrato, se gestaba la culpa y me acechaba el inminente castigo: lo aguardaba acobardado en mi trinchera doméstica, como si, repentinamente, fuera a presentarse en forma de relámpago despedazando el barro y el ladrillo, y sin siquiera reparar en el trueno, advertiría la ineludible incineración de mi cuerpo. Temía la sanción divina ignorando la arbitrariedad de la Providencia, desconociendo su proceder antojadizo: en ocasiones mortífero e impregnado de violencia, y, a veces, más letal y mordaz con su reserva: contemplando al penitente, postrado junto a su lecho -satisfecha e indiferente- tras la vigilia de su ansiado juicio, implorando piedad. 

Me desperté al alba, como años después lo haría periódicamente -tras extensas jornadas de inconsciencia- aún embriagado: afligido y turbado, desconociendo -en los segundos iniciales, incluso en la hora siguiente- el lugar donde me había hundido en el más irregular de los sueños; muchas lagunas y congojas debieron brotar y evaporarse para penetrar el fango sin estancarme. Me levanté y cuestioné mi conducta: pensé en regresar; recorrí la vivienda reconstruyendo lo sucedido las semanas previas a mi fuga y hallé en las discusiones la sobriedad de la decisión: el dolor me reconfortó. Busqué una escoba y barrí la casa, lavé la loza usada y tomé una ducha. Modifiqué la disposición del mobiliario, reparé lo imprescindible y boté lo dispensable; rastreaba aliento y coraje en la armonía y la austeridad. Degustaba la gravedad: el sabor agridulce de la primera soledad. Tras la limpieza básica, tomé asiento en una de las sillas del comedor y proyecté un plan de supervivencia. Calculé el dinero remanente de la travesía y lo fraccioné en dos partes: alimentación y aseo; establecí un presupuesto somero del costo de los granos, vegetales y proteínas, del jabón corporal, el doméstico y la esponja de la vajilla. La estimación arrojó el ajustado pero adecuado sustento por dos semanas. A pesar de no contar con un ingreso adicional dispuse de los muebles y los electrodomésticos prescindibles: realicé un inventario catalogando su condición -servible o deteriorado- y, según esto, les asigné un valor comercial; el material era escaso pero quizá mi cama de infancia o una licuadora y una olla en condiciones favorables podían interesar. (Consideraba que la chatarra en el campo y la ciudad se mercadeaba de manera similar; desconocía la particularidad diferencial de la vida útil de los objetos en las provincias, donde la chatarra es reducida y los elementos se reparan en innumerables ocasiones hasta, finalmente, asignarles una función distinta a la inicial: carcasas de televisores se desfiguran en materas, sofás ajados se desintegran en camas para perros, gatos y borrachos, retazos de metal componen puertas y cercas de corrales). Verificando los valores y sumando artículos domésticos que hallé en reiterados barridos panorámicos del espacio escuché rumores paulatinos en la periferia de la casa: crujidos pausados de hojas y ramas secas, silbidos agudos y prolongados semejantes al gorjeo de la mirla, saludos entrecortados -de una dicción árida y sofocada que se concretaba gradualmente- tras carraspeos maduros. Me oculté en la cocina y sus nudillos tímidos golpearon el metal; un nuevo carraspeo acompañó el saludo circundante. La palma del vecino cubrió el reflejo de su figura encorvada en la ventana lateral: llevaba un sombrero raído, una ruana ceñida a su cintura por una cabuya y un pantalón de paño sobado; su apariencia era exacta: diez años atrás había visto a Ismael junto a su esposa despidiendo el polvo de la carretera desde el umbral de su propiedad. Abrí la puerta y me saludó: examinó risueño mi cuerpo, estrechamos nuestros manos y palmeó mi brazo. Observó la serranía, me repasó y rio: Pero si es la misma cara. Le pedí que pasara mas rechazó la invitación aludiendo a una labor programada en un terreno aledaño. Venía a verme, a saludarme, y, habiéndolo hecho, se despedía. Me entregó una olla abollada y pesada -con la particular voluntad ambigua rayana entre la generosidad y la indiferencia-, llevó su mano al sombrero y partió. Le agradecí y su dorso lanzó la invitación de pasar por su casa cuando quisiera; le aseguré que lo haría mientras el monte se lo tragaba. 

Serví una ración de la sopa -verduras, papa y pizcas de carne- y salí a comerla al pastizal delantero de la casa. Acomodé el saco que llevaba sobre la hierba y me senté sobre él; comí y observé las rocas inmensas cobijadas por sabanas frondosas perforadas por lunares erosionados y amorfos color ámbar y mostaza, y adornadas con casas diminutas y ridículas que atrapaba entre mi pulgar y mi índice aplastándolas y soplando sus restos pulverizados. Impasible sorbía el caldo, envuelto por los rayos del sol, curtido por las ráfagas irregulares de viento pensando en la tía Beatriz, en mi madre y mi padre. Consideraba sus opiniones y reacciones ficticias, estudiaba sus gestos ilusorios, preparaba mi defensa; representaba discusiones íntegras: motivos, acusaciones, represalias, sanciones. El plato fue el refrigerio de una función pueril mas desgarradora, elemental pero cabal cuya armonía y cadencia regularon el ritmo de los bocados; el público celebró benigno y condescendiente con tres aplausos al concluirse el espectáculo. Regresé a la casa, dejé el plato y salí a dar un paseo. Caminé las laderas, los senderos empedrados y las calles pavimentadas; recordé y memoricé los espacios que serían de utilidad: la tienda más cercana -pregunté los precios de algunos productos y ofrecí un par de mis artículos: se me contestó con una risita socarrona y una hipócrita consideración de la oferta-; las fincas cercanas expendedoras de queso, papa, cebolla y huevos; la confluencia del arroyo con el camino; y, las cuestas de tránsito libre. A lo largo del recorrido fui dibujando en un cuaderno un mapa escueto con coordenadas y señales básicas; caminé por tres horas en una única dirección hasta toparme con el páramo, aquello fue la indicación de retorno. 

Los espacios acotados y las marcas fijadas en el plano eran de fácil recordación. Sin embargo, las líneas, indicaciones, flechas, los puntos oscuros que se expandían en la hoja en forma de cráteres como guías, acaso el trazo más ínfimo sobre el papel, eran mi única -y permanente- compañía. Hasta ese momento, la auténtica y exacta soledad no había sido más que una imagen, un sonido, una idea escuchada, vista o leída; su sabor había salpicado en mi boca gotas minúsculas y transitorias: un anciano que pasea absorto examinando sus pasos, contándolos, golpeando una piedra pequeña que desaparece de su vista entre otras tantas, de apariencias y formas tan similares como desemejantes, que configuran el camino; una mujer madura que reposa en una sofá alargado tomando una infusión de jengibre mientras pasa su mano por un pelo prematuramente encanecido escuchando el mar; una joven universitaria iluminada por la lámpara de su escritorio que fuma una calada de su cigarrillo al pasar la página de uno de los múltiples tomos que conforman el manual de anatomía humana; un hombre mayor con el pecho descubierto y curtido que pedalea una bicicleta clásica de ruta mientras automóviles y camiones lo sobrepasan. Esa era la representación de la condición: un estado que requería de una acción adicional para consumarse; la soledad en modo alguno manaba -y perduraba- desierta, precisaba continuamente de una figura que la secundara. De regreso atravesaba el abandono de manera análoga: andaba por las vías sumido en la proyección de las actividades que debía ejecutar al llegar a casa, al día siguiente, las semanas posteriores; estimaba tiempos de descanso y actividad, su duración e itinerario: alimentación, aseo, venta, compra, búsqueda y reposo. Una soledad inquieta y, ciertamente, por breves instantes, serena; disuelto en el prado, fundido por el sol y arrullado por el viento, divagaba: qué haría otro en mi lugar; otro como mengano, tan próximo al imbécil de fulano; debí contestar con tenacidad, sin temor a las consecuencias; si hubiera sabido que aquí llegaría; me he desvanecido, he desaparecido: podría gritar hasta rajar mi voz o agarrar ese garrote y destrozar los vidrios, los muebles; dejar que el gas se disemine por la casa y arrojar un fósforo: explotarla, observar las llamas; acercarme a la lumbre y calentar mi espalda.  

Había oscurecido; los últimos destellos del sol y mis tétricas cavilaciones se habían disipado: la fatiga se había ceñido a mi cuerpo y abrasaba los músculos de mis piernas. A la distancia percibí los focos recónditos del negocio donde se había desdeñado mi mercancía y, a unos metros de la vivienda, la luz intermitente de una farola que iluminaba la confluencia de los caminos. Di dos golpes secos a la puerta y la encargada, indolente y malhumorada, interpeló al infeliz solicitante que interrumpía su cierre; entreabrió la puerta y, al verme, camufló el enfado: A ver. Agotado y algo perplejo por su inspección severa, miré alrededor y me disculpé por la llegada extemporánea; ella pateó la excusa: qué se me ofrecía. Tres huevos y una bolsa de pan, contesté. Desapareció en la estantería y arrojó el precio desde el refugio, yo preparé el dinero y, al entregarme los productos, preguntó por mis padres. Conté nuevamente las monedas y las derramé en su mano: Murieron. La mujer juntó sus palmas en un aplauso seco, cubrió su nariz y su boca con sus dedos y empujó su pellejo grueso y tostado al terreno; se persignó y susurró una plegaria. Preguntó por las circunstancias de lo sucedido y luego dio un pésame tartamudo; llevó una de sus manos a su pecho y la escondió en su camisón. Yo miré la cordillera ennegrecida y musité, vacilante, una historia mutilada e irregular sobre un accidente automovilístico. Abrió su boca consternada, examinó mi semblante -como si observara a un pordiosero viejo y apaleado- y aludió a modestas formas de amparo; me valí de su bondad y le solicité algún tipo de oficio o forma alguna de obtener dinero para mantenerme las semanas venideras. Sonrió apenada y respondió que con eso no contaba pero (abrió la puerta y entró al negocio) podríamos generar un intercambio: quizá suministrarme el almuerzo diario a cambio de… -revisó un cuaderno escolar ubicado sobre la estantería principal, merodeó por el espacio, ingresó las manos en los bolsillos del saco escarlata que la cubría sacando, ojeando y volviendo a guardar unos papeles plegados- no sabía qué, pero mañana podía pasar por mi almuerzo: ella tendría la labor. 

Me despedí reconfortado pensando en el factible empleo y en la resolución -parcial- de uno de mis cometidos: la ración diaria de comida. Ciertamente, en el camino aledaño, fantaseé el asombro -y sigilosa tirria- de la tía Beatriz al saber lo logrado: al conocer lo alcanzado por cuenta propia. En casa, calenté la comida sobrante, lavé la digna olla del auxilio -aspiraba entregarla y contar a Ismael lo ocurrido- y, al sentarme, miré por la ventana: las luces vecinas se encontraban encendidas; un brillo diminuto iluminaba el marco de ladrillo y el humo que brotaba de la campana de la cocina era sepultado en la tiniebla. Comí con entusiasmo y, al finalizar, apunté nuevamente mi mirada a la casa vecina: la noche había absorbido el aceite del candil. Me acosté abatido: nadie atendió a mis sucesos y mis músculos padecían el ardor del camino; el insomnio vencía el arrullo ronco y enérgico de los vendavales combatiendo contra las ramas y los armazones de barro. Pensé en mi padre: en lo que él habría dicho o hecho para mitigar la pesadumbre, y no lo supe. Así que tomé su imagen y proyecté un escenario: un autobús transita por una vía árida, llana y sin pavimentar desprendiendo una corriente de polvo. A mi edad -acaso dos o tres años mayor- mi padre observa en silencio, con los brazos cruzados sobre el pecho, el paisaje: un panorama cálido. La ventana lateral -contigua a su asiento- va abierta y el viento agita su cabello lacio; lo que contempla -pues ciertamente observa con esmero- es una serie infinita de manzanos: uno tras otro transfigurándose en un único y vasto cuerpo frondoso. Abrocha uno de los botones de su camisa blanca de manga corta con delgadas líneas verticales áureas, extiende sus piernas y las entrecruza. Es él el único pasajero. Retira y peina con su mano una franja del pelo castaño que nubla la visión de uno de sus ojos acero -similares a los ojos de su madre-. La vida se aproxima con cada rama y no piensa en aquello: ignora el futuro; lo percibe como aquel que advierte el aroma del café sin ver la sustancia del pocillo: toma la bebida que le ofrecen y degusta su sabor. Se presenta, únicamente, al ser requerido. No he llegado a él, ni mi madre: jamás la ha visto; ha considerado nombres femeninos para sus descendientes -Margarita o Carmen, por ejemplo-, en absoluto masculinos. Desconoce la vida en pareja, en familia, su futuro lugar de residencia. Cierra sus ojos y disfruta del clima, de la temperatura idónea que lo mueve. Quiere tomar un trago y fumar un cigarrillo al descender: tiene el dinero suficiente para comprar un par de cervezas o un cuarto de litro de ron: ha visto, horas atrás al pagar el pasaje, un par de billetes; le restan cuatro cigarros en la cajetilla y advierte el encendedor en una de sus piernas. Agradece aquello: no ser más que un hombre que se traslada sereno y puede fumar y beber en un expendio cualquiera escuchando un vallenato de Emiliano Zuleta a la distancia. Suelta el humo, sorbido por los carros, y estira sus brazos tensando su torso; eso es la vida: un hombre que triunfa impasible sobre la muerte. 

Al despertar sentí cierto género de regocijo: envuelto en las cobijas descubrí la claridad del día deslizándose por el extremo de la persiana. Me levanté deprisa, tomé una ducha, me arreglé, comí un huevo escalfado con pan y salí a entregar la olla. Recorrí el trayecto boscoso hacia la casa vecina paralelo a la vía principal y, al acercarme, advertí movimientos en el pastizal: los ladridos airados de dos perros surgieron de la hierba. Me detuve e, inmóvil y cobarde, aguardé la salida de Ismael. Escuché la voz de una mujer que, desde la entrada, hucheó a los perros -callaron y rondaron el terreno- y, al sobresalir, cubrió sus ojos con su mano, me vio risueña y pidió que pasara; pregunté por los perros y me tranquilizó: Nada hacen, es más la bulla. Estaba sentada (enfrente de la casa sobre varios listones de madera soportados por los ladrillos apilados en los que años atrás había esperado a mi padre) con un cuchillo de hoja desgastada y aguda -por un aguzamiento permanente, quizá excesivo- pelando unas papas que iba dejando en una cacerola con agua terrosa. La saludé al acercarme, ella levantó su mirada, correspondió el saludo y continuó con la labor. Consideré inapropiada la visita, así que le agradecí brevemente por la comida y le enseñé la olla; ella extendió su mano, la agarró -untándola de tierra- y la dejó en el suelo. Palmeó la madera un par de veces, me senté y agarró el cuchillo de nuevo: ¿Se acuerda de mí?, preguntó mientras el filo separaba raudo y en una única tira la piel de la papa. Sumergió la esfera informe lavándola, la ojeó y agarró una nueva asintiendo: Dolores. Le aseguré que la recordaba -así hubiera olvidado su nombre- mas ignoró mi respuesta: Cuando lo conocí era así de grande. Levantó su mano fijando una altura -goteaba el líquido pardo por su mano y el cuchillo-, rastreó proporción y aterrizó. Una nueva cinta se extendía y caía al suelo. Miró el pastizal y me dijo que lo sentía: se había enterado en la mañana. Agarró una nueva papa y pasó sus dedos por la corteza retirando la tierra somera: Pero qué fue lo que pasó. Yo la miré, acongojado, respondiéndole con el silencio: suprimiendo su pregunta e insinuando el descarte del tema por pudor, mas Dolores insistió meciendo su cabeza y el movimiento de su mano demandaba una explicación, me examinaba enhebrándome. Su exigencia -acaso su duda- se me antojó ruda y recelosa así que desarrollé la historia explícita que la noche anterior le había relatado a la tendera: mi padre intenta sobrepasar un autobús, en línea recta y con la debida viabilidad, mas este le cierra el paso acelerando a su vez; un automóvil en sentido contrario se aproxima, ni uno ni otro pueden esquivarse: en uno de los costados está el autobús, en el otro el abismo. El impacto es violento; los tres pasajeros del segundo automóvil -una pareja joven con su hija de tres años- mueren al instante así como mi padre. Los cuerpos quedan despedazados, los rostros irreconocibles. Mi madre sobrevive mas son cuatro los órganos comprometidos -pulmones, hígado, riñones e intestinos- y múltiples las fracturas: muere en la ambulancia, camino al hospital, desangrada. Dolores soltó una lágrima, saqué ventaja de su dolor y agregué que la persona responsable de mi porvenir -la tía Marcela, el nombre brotó naturalmente- había sido despiadada y la convivencia insoportable; me había expulsado de su casa y por esa razón había llegado a este espacio. Dolores corrió las lágrimas con el reverso de su palma y aseguró, entre sollozos, que podía contar con Ismael y con ella para lo que necesitara. Le agradecí y mencioné el intercambio ofrecido por la tendera; ella asintió tres veces: Sí, la señora Maria Luisa fue quien me contó la desgracia; lo espera a las once y media. Dolores se recompuso, me miró de nuevo, esta vez de forma rápida y pesarosa, y sugirió, como si le hablara a un huérfano desgraciado, que cambiara mi ropa por una que pudiera ensuciar y estropear. Agradecí su consejo y me levanté. Ella también lo hizo y, al alzar mi mano desde la lejanía, vi su cabeza recostada sobre su hombro, abatida. 

Seguí su recomendación y regresé a cambiarme. Las prendas que había llevado las empleaba en mi cotidianidad, y su uso había sido moderado: ninguna que pudiera utilizar en labores agrestes. Busqué en los armarios y encontré, en la cómoda personal de mi padre, una camisa salpicada de costras de cemento y pintura, un pantalón raído, seis cigarrillos desperdigados y media botella de whisky. El margen de correcto ajuste a las ropas fue aproximado; de niño lo había meditado e imaginado -sin duda una circunstancia ordinaria-: el momento en que mi figura madurada se acoplara a sus dimensiones; quizá faltara un poco de volumen pero me sentí complacido. También usé sus botas, y estas, se ajustaron a mi pie. Caminé hacia la casa de la señora Maria Luisa y, en el trayecto, fui acomodándome las prendas. Toqué la puerta y su grito ronco me convocó desde el interior. Un universo heterogéneo de colores y tonalidades componía el decorado de la casa: paredes verdes, naranjas y azules cercaban una amplia gama de maderas marrones y ocres de las mesas, sillas y camas dispuestas en la sala, el comedor y los cuartos sobre un suelo lustroso de baldosa roja. Seguí el rumor metálico e intermitente de los trastos y me presenté en el umbral de la cocina. Al advertir mi presencia, la mujer giró su cabeza sobre el hombro, levantó sus cejas y señaló con su mirada las bancas y la mesa adecuadas en el muro opuesto. Me senté sigiloso, agradecí por la comida -escudriñando las palabras- y callé. Empiece… si me espera se le enfría. La tendera se sentó minutos después a mi lado. 

— He pasado la noche entera pensando -dijo la señora Maria Luisa hendiendo el cuchillo en la carne- en si encomendarle esta labor, y he decidido dársela porque creo que es un hombre de buen corazón. Verá, más de una vez, en las noches y madrugadas, cuando la helada desgarra el pellejo y la oscuridad se traga el cuerpo, los jornaleros han visto luces en la colina que está al lado del cultivo -se levantó tras llevarse un bocado de papa y arroz a la boca, tragó, vio por la ventana y la señaló-, esa de allá. Son luces de cabeza celeste y tronco pálido; las llamas se ven desde la distancia pero al acercarse desaparecen -tajó el aire con su brazo y se sentó-. Sospecho que es una guaca, y quiero que usted, cada noche, se dirija a ese sector y, donde aparezca la luz, excave. Esto es secreto -me señaló con el tenedor-: queda entre usted y yo; nadie más se puede enterar. Si usted al excavar llega a encontrar la guaca, se llevará un porcentaje -masticó una vez más y se limpió los labios con la servilleta-. Si no encuentra nada, no hay inconveniente: habremos salido del asunto y yo, a los jornaleros, los mandaré al infierno la próxima vez que mencionen aquello. Acepte o no, no puede mencionar a nadie lo que acabamos de hablar, o más bien lo que acabo de contar. La pala podrá encontrarla en la bodega: está casi nueva. ¿Sabe cómo se maneja? Bueno, ya aprenderá. 

La señora Maria Luisa se limpió la mano con el delantal y la extendió: 

— ¿Trato? — Estrechamos nuestras manos. — Quiero que empiece hoy. Si alguien le pregunta, usted dirá que está trabajando para mí en una pequeña construcción y que sólo puede a esa hora pues en el día estudia. Por supuesto no tiene que estudiar, pero eso será lo que dirá. ¿De acuerdo? -el cuchillo atravesó la papa reuniéndola con el arroz y un trozo de carne- Igual dudo que alguien le vaya a preguntar pero quedemos en eso. 

Asentí y terminamos de almorzar sin dirigirnos palabra. Pidió mi plato y lo llevó al lavaplatos dando una última instrucción: Llegue a las once, en punto. El agua cayó sobre los platos y volvió su mirada: Ahora vaya y descanse que necesitará estar atento en la noche. Me levanté de la mesa, me despedí y me dirigí a la casa. 

Al llegar organicé la ropa de trabajo y me acosté. Jamás me acostumbré a las siestas vespertinas: me tendía en la cama y, al cerrar los ojos, las cavilaciones manaban raudas; percibía el despertar de una fuerza -quizá una angustia- interna, una alerta incesante y obstinada exigiendo atención a la vida: actividad externa y acción del cuerpo. Esa energía estimulaba mi espíritu, me forzaba a levantarme y cerciorar mi bienestar: seguía vivo; el gas no se esparcía, el agua no caía, las puertas atrancadas, respiraba, veía. Daba vueltas en la cama pensando en la labor encomendada, temía equivocarme; las incertidumbres se propagaban por la cubierta de la habitación: el aspecto de las luces, el modo de rastrearlas, la profundidad de la excavación, los implementos requeridos. Tras una hora, decidí levantarme y vagar por el terreno; el ansia se adueñó de las horas transformándolas en un periodo lento e incómodo. En busca de claridad tomé una ducha y recubrí cada espacio de mi cuerpo con prendas encontradas en los armarios de mis padres: medias largas algodonadas, un saco grueso de lana, una ruana, un gorro y unos guantes; la zozobra apartó el apetito y, una hora antes, emprendí camino. Me senté a la orilla del sendero y observé la colina velada por la oscuridad: distinguía escasamente su silueta. Me levanté faltando diez minutos para las once y me dirigí a la casa de la señora Maria Luisa; toqué varias veces la puerta hasta escuchar su voz apagada y adormecida. Preguntó, fastidiada, quién era y qué quería. La saludé, avergonzado, se acercó a la puerta y la entreabrió: ¿Qué pasó, ya vio algo?. Disentí, le expliqué que no tenía la pala y me referí a las dudas. Enojada, entró a la tienda mencionando que debía haberla sacado a la hora del almuerzo. Me entregó la llave, saqué la pala turbado y con dificultad, y, al regresar, aludí a mis inquietudes. La señora Maria Luisa suspiró irritada y me dijo que, al verlas, ciertamente las distinguiría: No hay pierde. Tal vez llévese un cirio y déjelo allá; ande siempre con un encendedor y por supuesto una bolsa o una maleta para traer lo que encuentre. Me repasó, entró nuevamente y, enseguida, me entregó una bolsa con pan y un jugo en botella plástica. Cerrando la puerta precisó tensando su dedo índice: únicamente hablaríamos a la hora del almuerzo. Me despedí, la puerta se entreabrió nuevamente, brotó una fracción de su rostro y concluyó: Recuérdeme, al almuerzo, darle algo de comer para las noches.

Las primeras noches fueron similares: me ubicaba en una loma cercana y, en la primera hora de vigilancia, acoplaba mi figura al pastizal: acomodaba mi cuerpo y usaba dos bufandas que guarecían del frío y las corrientes de aire la piel desabrigada. No podría precisar en que pensaba mientras las horas restantes transcurrían -me deshice del tiempo, miré en contadas ocasiones el reloj-: examinaba el cielo, las constelaciones, los destellos intermitentes de las estrellas. Mi mano atravesaba el firmamento suprimiendo el paisaje apagado alterando la forma de las nubes y las serranías distantes. Arrancaba trozos de pasto, los lanzaba a lo alto y las hierbas amputadas caían sobre mi cuerpo acariciándolo; sentía su frescor, abría mis ojos y las soplaba observando su efímera navegación por el monte. Por momentos, formas amorfas y ruidos anómalos componían imágenes de recuerdos fugaces que se desvanecían con un parpadeo, un silbido o el tarareo de una melodía imaginaria. La vida era apacible, el sueño me vencía y tomaba una siesta reconfortante; una dicha solitaria y reveladora. Me levantaba al percibir el primer albor y descansaba en casa hasta la hora del almuerzo; la señora Maria Luisa preguntaba por los avances de mi labor y yo respondía siempre con la misma frase: Aún nada pero seguro, un día de estos, aparecerán. Me entregaba la merienda -gran parte de las veces restos del almuerzo-, reposaba en casa -logré conciliar el sueño: dormía tres o cuatro horas- y emprendía de nuevo la jornada. 

Tras nueve días, después de mi habitual siesta, salí de casa y encontré a un cachorro tumbado en el umbral de la casa: un perro dulce y manso de pelaje pardo homogéneo y figura alargada y compacta pese a su evidente delgadez; su hocico era particular: poseía rasgos similares al labrador pero sus orejas eran ovaladas, largas y colgantes; y las cuencas de sus ojos caramelo estaban rodeadas de legañas. Pensé que pertenecía a alguna finca cercana y se había extraviado -la luz del día lo orientaría-; le serví en un plato una porción de mi merienda y emprendí camino. Advertí su marcha pausada después de unos minutos; me acompañaba a la distancia: se detenía al yo detenerme y me escoltaba al continuar. Afianzó su paso e instantes después percibí su presencia. Al atravesar las fincas cercanas los ladridos de los perros emergieron de las tinieblas y, uno tras otro, se aproximaron gruñendo. Ciertamente, el origen de su cólera era la repentina aparición del cachorro, de modo que, en cada encuentro, lo abandonaba -escuchando sus párvulos lamentos- como carne de cañón: temía ser mordido en caso de auxiliarlo. Los gruñidos cesaban y el cachorro volvía a mí: el trayecto entero lo recorrió leal. Se acostó a mi lado en la loma atento a mis movimientos y calmo con mi quietud; acariciaba su cuerpo y, al detenerme, se quejaba empujándome con sus patas y su hocico. En medio de la noche sentí su hipo tenaz y lastimoso, lo abracé y dormimos hasta la madrugada. De regreso, nuevamente, los perros lo amedrentaron sometiéndolo entre varios, y él -a mi pesar cobarde e ingrato- respondía inclinando su cuerpo y su cabeza orinando un chorro minúsculo con el rabo entre las patas. Al llegar a casa decidí organizarle un lecho, empleando unas camisas de mi padre, enfrente de la puerta, y le serví lo que me había sobrado de la cena. Desperté evocando la imagen del cachorro, reflexioné sobre el suceso ocurrido la noche anterior -¿haría parte de una ensoñación?-, me levanté deprisa, abrí la puerta y el cachorro corrió desde la pradera.

La señora Maria Luisa aborrecía todo aquello que perturbara su absoluta serenidad; en nuestras brevísimas conversaciones -acaso sus monólogos rabiosos- escuchaba quejas recurrentes e interminables de los hombres que compraban al fiado, el hermano que solicitaba semanalmente favores, las exigencias de la mujer que alquilaba un terreno aledaño de su propiedad, el retraso semanal de la entrega de los suministros, las impertinentes revisiones de la policía y los malditos perros pedigüeños que llegaban a la hora del almuerzo a velar por alimentos. Traté -superficial e hipócritamente- de deshacerme del cachorro -me escondí, corrí, lo engañé- mas él me acompañó firme y noblemente hasta la casa de la tendera. Cruzamos la cerca y le ordené aguardar empleando el tradicional comando: Sit. La instrucción era recibida con perplejidad e indiferencia: el cachorro giraba su cabeza de un lado a otro; entonces agarraba su cuerpo pretendiendo sentarlo mas él se tendía en el suelo exponiendo su tronco anhelando caricias. Tras varios intentos, abrí la puerta, le cerré el paso con mis piernas -él trató de ingresar por los costados-, la entrecerré y, frustrado y entristecido, cruzó sus patas delanteras y se acostó aguardando mi regreso. Tomé asiento y empecé a comer con prisa: llevándome un bocado tras otro masticando apenas los alimentos. La tendera se sentó y preguntó por las novedades: le contesté, atragantado -reuniendo en la cuchara nuevos alimentos-, con la frase habitual. La señora Maria Luisa agarró el cubierto y lo soltó:  ¿Luego la comida de la noche no le está alcanzando?. Me detuve y levanté mi mirada engullendo: Es que le quedó bueno el almuerzo, señora Maria Luisa. Agarró nuevamente la cuchara, mascó y aludió a mi estado de vigilancia:

— Óigame… pero usted no se estará quedando dormido, ¿verdad?. Es que la gente de la ciudad no sabe de trabajo, y menos los jóvenes; no soportan la soledad. Duermen a todo rato porque están deprimidos. ¡Lo he visto! Le temen a la noche, al silencio, a dormir sin compañía. Prenden los televisores y las voces de las películas los arrullan, y así también se visten y se bañan. Yo lo necesito despierto porque la comida está cara y quiero resultados. Si no encuentra la guaca ligero no podremos seguir.

Me limpié la boca y respondí con firmeza que pasaba las horas despierto mas nada surgía y lo único que había encontrado -mencioné con indiferencia, tratando de desviar la posible conclusión de la labor- había sido un perro. Afirmó lo que intuía: seguro pertenecía a una finca cercana, pronto se iría. ¿Vino con usted?, preguntó. Afirmé y se acercó a la ventana para verlo: ¿Es el orejón? No lo había visto por acá… cachorrito. Deje que lo acompañe en las noches, así lo despierta -acentuó y me miró- si siente las luces de las guacas: los perros sienten más esas cosas. Asentí y le aseguré que así sería. Terminé de almorzar y me alejé con el cachorro -entusiasmado al verme regresar-. Camino a casa reflexioné: si la señora Maria Luisa había admitido al cachorro y consideraba beneficiosa su compañía, debía adoptarlo -siquiera temporalmente-. ¿Requisitos básicos?: lo nombré Miel, merecida denominación; corté y ajusté un cinturón viejo y delgado a su cuello y trencé una cabuya de un metro para sujetarlo; dispuse dos almohadas destartaladas en una lámina de cartón y, sobre estas, organicé las camisas de mi padre -instalé el armazón bajo el tejado-; seleccioné y marqué dos platos: uno para el agua y otro para la comida; y, recordando las asechanzas de los perros vecinos, decidí quebrar una rama larga y gruesa, pulirla y adecuar en ella una camiseta como empuñadura. Tras la siesta, descubrí complacido a Miel adormilado en su lecho. Lo animé con caricias y emprendimos una nueva noche de vigilancia. Fue útil el garrote: en los tres encuentros dejé que los perros gruñeran y se acercaran cierta distancia, agarré con fuerza la correa de Miel y, al advertir la primera arremetida, blandí el palo horizontalmente una y otra vez golpeando los cuerpos opacos de los perros escuchando enseguida sus llantos temerosos. En alguno de los combates -no logro precisar en cuál- la camiseta se desató y, al llegar a la colina, noté el resquebrajamiento de mi palma. Vengaba lo ocurrido la noche anterior y las llagas evidenciaban el compromiso con Miel. Cuánto me habría gustado que mis padres y la tía Beatriz observaran la gallardía con la que defendí al cachorro, y sus persistentes besos y cariños -ignoro si agradecidos- la noche entera. Pasaba mi mano por su lomo e imaginaba el futuro: nuestro crecimiento y aprendizaje, la evolución de nuestra relación, las marcas que se grabarían en nuestros cuerpos. Sumábamos la soledad de nuestros caminos colmándola de simpatía, a quién sino a Miel podía contarle lo que quisiera: transmitirle mis alegrías y mis penas; describirle el mundo que había vivido sin él, el aspecto de ciertas personas, las conversaciones y reflexiones, los proyectos, conocimientos e ideas. Vivíamos un único tiempo y, con los días, la emoción de estar -ser, sin más- aumentaba: dormíamos en la colina,  reposábamos y almorzábamos en la casa de la señora Maria Luisa (aun ella revelaba un género de progreso afectivo, ciertamente parco, dejándole a Miel algunos huesos con el remanente diario de las viandas). Sin embargo, era notorio el discreto desagrado de la tendera: diariamente atendía a sus lamentos -reproches oblicuos- por el aumento del precio de los víveres y el limitado lucro del expendio; sospechaba una única explicación a su continuo socorro: la moral cristiana, el auxilio al desamparado.

La luz llegó tras doce días. El día y la noche habían transcurrido con regularidad; acostado en la loma acariciaba el hocico de Miel en un sueño apacible: sus patas se agitaban irregularmente y sus orificios nasales se dilataban y contraían olfateando universos oníricos. Súbitamente, sus párpados se abrieron, percibí la paralización de su cuerpo y el aumento acelerado de la respiración; sus ojos se desviaron y su cuerpo se irguió con cautela. Su figura toda parecía petrificada y la mirada de Miel se dirigía a un único punto a la distancia; lo llamé, me levanté y pasé mi mano por su lomo frío mas él permaneció imperturbable y abstraído, aguardando la señal: el comando exacto. Entonces la vi; brotó como surge la llama del fósforo al ser encendido, pero esta, azul blanquecina, de flama ovalada y extremo puntiagudo, se extendió lenta y gradualmente. Extasiado por su forma insólita e inefable ignoré, en ese breve momento inicial, el cometido: la razón de su rastreo, el curso de la exploración, la excavación. Fue Miel quien dio el primer paso: escuché el sonido de su pata aplastando la hierba y advertí la inclinación de su cuerpo; se desplazaba temeroso y expectante, andaba instintivamente a un espacio vedado. Agarré la correa y fui tras él, leve yo también, solicitando la admisión: el consentimiento para dar cada uno de mis pasos. Al acercarnos -tres o cuatro metros- la llama se engrandeció y un ardor frío perforó mi piel abrasando mis huesos, oprimiéndolos, rayándolos; repentinamente, la flora se había helado semejando cristales frondosos: porcelanas amorfas colmadas de vértices aguzados. Me adelanté impulsado por cierta excitación inconsciente: anhelaba un roce minúsculo, la contemplación y el examen pleno del cuerpo, acercarme al abismo experimentando el vértigo, contemplando el precipicio y seducido por la idea perversa de probar el descenso. Extendí mi brazo sintiendo el profundo ardor y, a un palmo de tocarla, oí, distantes, los ladridos vehementes de Miel; el dedo índice de mi mano derecha se ennegrecía al sentir los colmillos de Miel penetrando mi piel. Cerré mi puño y mi cuerpo se desplomó; Miel me arrastraba por la hierba. Abrí los ojos hallando conciencia y oscuridad. Agarré la pala y excavé el contorno donde la luz se había presentado: perforaba la tierra enérgico; un vigor desmesurado dominaba mi cuerpo y mis brazos removían el terreno sin descanso. Miel bordaba el orificio ladrando y retirando él también la hierba en busca de su recompensa. Dos metros de profundidad había cavado cuando golpeé en seco. Prendí el cirio y lo hundí en la tierra. Clavé mi mano, palpé la pieza y extraje una vara extensa y recia cubierta de tierra; la limpié con la camisa y descubrí, con detenimiento, su innegable aspecto: un fémur intacto. Lo lancé al prado y continué: en cada hincada fui hallando uno y otro hueso: clavículas, cráneos, columnas, esternones… todos ellos los extraje. Clavé la pala una vez más y escuché un sonido desigual: el encuentro de los metales. Hundí mi mano en la tierra y agarré una pequeña figura de oro sobre un esternón; la pieza representaba una estructura humana desproporcionada: su gran cabeza coronada poseía un gesto tétrico -la boca abierta y espantada, los ojos aterrados- y su cuerpo menudo y tenue era adornado en cada extremidad por un brazalete y un vasto collar colgaba de su cuello. Hallé tres efigies humanas similares que guardé en la maleta y me detuve al ver el primer albor. Llevé los huesos que pude conmigo, cubrí el hueco deprisa y regresé a casa. En ella examiné lo encontrado: lavé en el lavaplatos las figuras, las sequé y escondí en tres cobijas diferentes del armario de infancia; limpié cada uno de los huesos con un trapo humedecido, los ubiqué en el suelo y configuré, parcialmente, dos esqueletos (estaturas medias: me acosté en el suelo y equiparé nuestras alturas) ajustando sus proporciones. Tumbado en la baldosa, cotejando un húmero y un radio ajenos con los propios, cerré los ojos agotado y el sueño me derribó.

Ignoro el momento de traslado; desperté en cama con mis ropas entierradas evocando la percusión ilusoria del metal enterrándose en la tierra. Experimenté, al entornar mis párpados, una fatiga extrema; el movimiento más insignificante de mis extremidades me torturaba cruelmente: mis músculos temblaban dilatándose y contrayéndose con impulsos involuntarios, las manos se me dormían irregularmente, mi espalda se había entumecido y, al tratar de levantarme, sentía el peso de una columna de hierro adherida a ella. Recordé lo ocurrido mas, aun hoy, desconozco cómo ejecuté la labor: el aliento, vigor, acaso la motivación y el empeño no me pertenecían. Mi accionar fue autómata e irreflexivo, como si, la espera, el encuentro y el acercamiento a la luz me hubieran impedido razonar: procedí y deshonré; suprimí todo discernimiento de pudor, temor o aversión. Me arrastré por el suelo y examiné los huesos estremecido: sentía pavor por la eventual sanción perpetua. Sentí el sabor a hierro en mi paladar, mi nariz empezó a sangrar y tuve que levantarme sofocado, ir al baño y taponar mi fosa nasal con un taco de papel. Caminé al cuarto de infancia y examiné nuevamente las figuras de oro: las palpé, abracé, sentí su dureza. Observé mi cuerpo atestado de hematomas y arañazos en los brazos, el pecho y las piernas. Tomé una ducha y serví la merienda conservada. Abrí la puerta de la casa y encontré a Miel tendido en el lecho, debilitado y abatido; sobé su lomo, gimió y sollozó. Lo lastimaba con mis caricias. Consternado, le serví agua y comida; apenas se movió. Acerqué el plato de agua a su hocico y tomó unos tragos. Me senté a su lado, tragué un bocado y perdí el apetito. Cargué a Miel en mis brazos y lo acosté en la cama, a mi lado.

Dormimos ese día y el siguiente. Me despertaba por momentos pero la debilidad me tendía súbitamente. Me levantaron sus besos restablecidos la mañana posterior y nos dirigimos a la casa de la señora Maria Luisa. Al llegar estaba enfadada; respondió a mi saludo con un silencio sombrío y una mirada fría. No había plato sobre la mesa. Me preguntó, lanzando el tenedor sobre el mesón metálico, dónde había estado el día anterior. Levanté mis brazos, busqué el inicio de mi disculpa mas ella continuó:

— ¿Usted cree que es jodiendo? ¡A mí me cuesta la comida que diariamente le sirvo y que le he dado las última semanas!—levanté nuevamente mi mano pero su brazo rajó el viento y arrojó el impulso al vació; surgieron los ladridos de Miel desde el exterior, se acercó a la ventana y gritó—¡A callar, perro maldito!—se limpió la saliva de su boca, volvió su mirada a mí y prosiguió— Me hace el favor y me escucha: esto es un irrespeto, conmigo y con sus padres, que en paz descansen —miró al cielo y se persignó; mi cuerpo ardía y la cólera fluía por mi sangre—, y le digo algo: eso es pecado. Su falta de compromiso es pecado, castigado por Dios padre, además usted es un aprovechado… Sí, un aprovechado, eso es lo que es usted. —se detuvo un momento retomando el aliento.

— Pero déjeme hablar, señora…— probé, su voz volvió vigorosa.

— ¡Se espera, se espera…!— sus ojos se abrieron como dos bandejas resplandecientes—Usted ya es un hombre y debe comportarse como tal: ser responsable con sus obligaciones. Quizá en la ciudad la palabra no valga un peso pero acá es otra cosa. Si se va a meter en algo, es para cum-plir-lo. Qué vergüenza con sus pobres padres… Sí…Sí, qué pesar— pasó sus dedos por la comisura de los labios.

—¿Puedo hablar ahora?— pregunté calmo; me dio la espalda e inicié con voz temblorosa, las manos y las piernas me temblaban, percibía la humedad en mi frente y una gota de sudor caía de mi axila.—Primero, discúlpeme. Debí venir ayer y contarle, al menos, lo que sucedió —la señora Maria Luisa revolvía la olla y probaba el alimento ignorándome; quise levantarme y regresar a la ciudad, dejar todo así y nunca más volver pero el gesto estúpido e inmediato de su mano rotando en el aire exigiendo respuestas, y la provocación que vino a continuación, me lo impidió.

—A ver, a ver … ¿Cuál es la vaina?—preguntó con una sonrisa en la jeta— Ay, no. No va a llorar. — río volviendo su mirada a la olla.

— Vi la luz. — sentencié cerrando mis puños, buscando su mirada, desafiándola.

—¿La vio? — torció su cuerpo, con su boca entreabierta y con los ojos centelleantes; asintió varias veces, apagó los fogones y se limpió las manos.— Dígame si la vio, responda. Dígame que excavó, por favor dígame que excavó. 

—Sí, la vi y excavé— afirmé. 

La señora Maria Luisa aplaudió, rió, volvió a persignarse y dirigió una mirada al cielo orando entre susurros: agradecía a Dios por lo que estaba pasándole. Se sentó y, una tras otra, llegaron las preguntas, la exigencia de un relato, la narración de lo sucedido. Se lo conté minuciosamente: la espera, la reacción de Miel, la forma de la luz, la sensación experimentada, todo cuanto me acordaba; al llegar al momento del encuentro de los huesos su rostro se congeló, las preguntas cesaron y me agarró del brazo: ¿Vio el oro?, preguntó apretándome, enterrando sus uñas en mi carne. Le dije que los primeros rayos de sol emergieron y, lo único que logré, fue llevar los huesos encontrados conmigo. Reprochó la acción: explicó que, al llevarlos, la luz deja de manifestarse; esa noche debía volver a enterrarlos y excavar en el punto en que la luz emergiera llevando conmigo únicamente el oro, los huesos poco o nada interesaban. Asentí abrumado, estupefacto ante sus palabras. Ella sonreía dichosa, aplaudía y se persignaba una y otra vez, juntaba sus manos y declaraba al cielo: Yo sabía que tú no me ibas a fallar, tú no me ibas a abandonar, gracias mi Dios, gracias Dios mío santo. Me miró y palmeó mi brazo: se refirió a su sobresalto ante mi ausencia, mencionó la disposición próxima del almuerzo -para mí y para el perro, puntualizó- e instantes después sirvió los platos. Comí con voracidad por la mera necesidad; al terminar me entregó la cena y me despidió sobándome la espalda, alegre: Ya sabe, devuelva los huesos esta misma noche, estamos cerca. Regresé a casa con Miel pensando en su oprobio: jamás le entregaría el oro después de haber raído la memoria de mis padres, de haber excoriado su apreciación póstuma contra mis llagas. Me iría con él y con Miel, excavaría por cinco días, luego regresaría a la ciudad.

Esa noche enterré los huesos y esperé, con Miel a mi lado, el surgimiento de la luz, y así fue: volvió a emerger. Agarré a Miel de su correa y lo mantuve a mi lado; percibía su ansioso deseo de proximidad, un nuevo e inquieto examen. La atracción de la luz era inefable, incluso por momentos yo también experimentaba la aspiración de arrimarme y abrasar mi cuerpo súbitamente, besar la oscuridad del precipicio y olvidar lo vivido; quizá volver a empezar, acaso morir sin más pero el deseo de traición me sobrepasaba, era superior, capital. La traición, y el amor por Miel: la necesidad de continuar a su lado, de construir un camino, mi propio sendero; eludir las rutas atravesadas viéndolas sonriente desde la lejanía. La luz flotó aquellos días en ubicaciones diferentes: aquel pedazo de sábana, en el Valle de los Alcázares, era un camposanto. La luz me orientaba, desaparecía y yo excavaba con vigor, abstraído y abismado, descubriendo en cada excavación nuevos huesos que desechaba, partía y hería, hasta encontrar el oro: nuevas representaciones animales y humanas que guardaba en mi maleta como única alternativa de redención. Sellaba el hueco con el primer albor, guardaba las efigies entre las cobijas y apenas dormía. Miel lo entendía, ciertamente sabía lo que hacíamos: me escoltaba y asistía con una disciplina férrea; comprendía cada movimiento, el tráfico de las acciones, la cautela, la ambición. Volvíamos a la casa de la señora Maria Luisa, almorzaba y afirmaba que, una vez más, había visto la luz hallando únicamente huesos. Su esperanza surgía al verme llegar y mutaba en rabia e ira al escucharme: maldecía, lanzaba la comida por los aires y gritaba por la casa iracunda, se arrodillaba, oraba y volvía a la mesa; me miraba un buen rato, acechante, inquisitiva -¿Se ha fijado bien, ha excavado lo suficiente, cuántos metros?- para despedirme después sonriente y optimista.

Percibí una actitud diferente la tarde siguiente al que fue mi último día de excavación: me recibió pasiva, desinteresada, impasible. Almorzamos en calma y, ante la acostumbrada respuesta, contestó sosegada: Ya llegarán, ya llegarán. Regresé con Miel -mi perro, mi espíritu, mi alma- tomé la habitual siesta y, al despertar y salir de la casa, no estaba; lo busqué por el terreno y la periferia, me dirigí a la colina, a la casa de la señora Maria Luisa, regresé a casa… la noche entera lo busqué, habré dormido una hora o algo más; ignoro si la luz habrá brotado esa noche. Me presenté en casa de la tendera a la mañana; se extrañó al verme, me sirvió una taza de café y preguntó por la luz, afirmé, una última vez, lo mencionado. Notó mi intranquilidad -miraba abstraído la taza- y preguntó por lo que pasaba: Miel desapareció. Rio y me dijo que pronto volvería: así eran los perros del campo. Se llevó una galleta a la boca y añadió: O no, tal vez no vuelva. -movía la galleta, aleccionando- Se pudo haber regresado a su casa, se pudo haber perdido, se lo pudieron haber robado. La gente de acá es mala, o no la de acá, la de todos lados… la gente es mierda. Más vale que se acostumbre. Asentí, indiferente, y mencioné que saldría en su busca, pasaría más tarde por el almuerzo. Sus fuertes carcajadas, expulsando trozos de galleta, surgieron: Pero no se ponga así, ya aparecerá ¿Sabe dónde puede estar? Vaya por el camino hacia el páramo, quizá lo encuentre allá. Anduve un largo tramo: pregunté por él a los campesinos y ninguno sabía de su paradero, algunos respondían con pistas imprecisas, alucinaciones. Entrada la noche decidí volver a casa, dirigirme directamente a ella.

Muy poco quedaba en pie, todo había sido destruido: las camas, mesas, sillas, incluso los instrumentos de cocina los habían molido a golpes y se encontraban desparramados por el suelo. La ropa la habían rajado y orinado. Había mierda en cada esquina de la casa y el trabajo realizado con las cobijas era magistral: las heces habían sido esparcidas como pintura en lienzo por cada una de las cobijas; rasgaron los colchones y los alambres estaban a la vista. Un hedor nauseabundo manaba de cada espacio; lancé al exterior todo objeto perjudicado y presencié una casa vacía; limpié un rincón y me tiré abrigado por lo que llevaba puesto. El tiempo que duró la noche -quizá la hora que tardé en quedarme dormido- pensé en Miel, en los planes que había creado para él y para mí. Nada tenía: ¿Cómo regresar, qué hacer los días siguientes? Si había llegado desafiando el futuro, me iría derrotado por el presente, arrastrándome como una sabandija a la casa de la tía Beatriz. El cansancio hizo su labor. Me despertaron las lágrimas: ignoro lo que habré soñado, sentía mis ojos y mis pómulos húmedos. Escuché los rumores, las hojas quebrarse, los silbidos; tres golpes en la puerta principal. Corrí hacia el cuarto de infancia y me escondí en él; los golpes regresaron enérgicos.

— Ábreme.— Dijo. —Soy yo… estoy con tu tía, el señor Ismael y Dolores. Sé que estás ahí. — Hubo un silencio, luego un murmullo; el viento golpeaba las ramas de los árboles, crujía el tejado— Elias, sé lo que pasó…— Dos nuevos golpes retumbaron. 

Me levanté, abrí la puerta y los vi.

—Se lo llevaron esos hijueputas— dije.

—Hace tiempo se lo llevaron, hijo— respondió.