TIRRIA

Te voy a decir lo que haré y lo que no haré. No serviré por más tiempo a aquello en lo que no creo, llámese mi hogar, patria o mi religión. Y trataré de expresarme de algún modo en vida y arte, tan libremente como me sea posible, tan plenamente como me sea posible, usando para mi defensa las solas armas que me permito usar: silencio, destierro y astucia.

Retrato del artista adolescente

James Joyce

Se me había ordenado un descanso provisional. El Padre Nicolás -anciano sacerdote encargado de una iglesia próxima al pueblo y padrino de bautizo- era la única visita constante que tenía: cada lunes y jueves veía su silueta alta, delgada y encorvada atravesar el sendero sinuoso bajo la lluvia incesante e irritante que caía; una llovizna perpetua y propia de la zona, como si aquella tediosa precipitación fuera el rostro del territorio y determinara cada sentido, rumbo o dirección (¿Qué sería del campo sin sus tétricas tormentas?). Tras la muerte de mis padres en hechos pintorescamente confusos -jamás conocí ejecución justa-, él se había presentado como acudiente y responsable directo de mi porvenir. Fue el augusto anciano quien llevó mi cuerpo convaleciente y agotado al deprimido galeno diagnosticando la grotesca afección; también él quien adecuó y limpió la pequeña casa en la que me encuentro -a las afueras del pueblo, propiedad de su familia y deshabitada hasta mi llegada-, tratando de hacer cómoda mi estancia.

Cada lunes y jueves, de doce a dos de la tarde, se daba una dinámica similar: el Padre Nicolás entraba -con su sotana siempre húmeda, siempre manchada-, verificaba mi estado con un saludo vigoroso y animado y dejaba los víveres en la cocina examinando las paredes, el suelo y las ventanas; enseguida su mirada recorría mi figura: detallaba y observaba con atención severa cada músculo, tono y gesto. Luego solicitaba mi presencia en la cocina y empezábamos la preparación del almuerzo; estaba en la capacidad de realizarlo: conocía y preparaba diferentes platos -por años había asistido a mis padres en la cocina- pero el sacerdote instruía cada labor considerando mi debilidad como idiotez. El desagrado por cada corrección -tamaño, forma y tipo de corte- en las labores culinarias era delatado por mis movimientos fisonómicos. Tamborileando su mandíbula derecha, sumiso y tolerante -exigencias particulares de su oficio marchito-, mencionaba: 

— La vida está en la muela — tenue chasqueo. 

Pensaba, él, que su amparo se optimizaba con la preparación de cantidades exorbitantes de comida: siempre servía nuestras porciones y congelaba lo sobrante en grandes recipientes de plástico acumulándolos en la nevera. Agradecía su presencia: sus juiciosos exámenes, sus hondas atenciones y el preciado tiempo; pero sus conversaciones -acaso sus preguntas y sentencias sosas acompañadas, posteriormente, por un silencio tísico- me aburrían. Para auxiliar la soledad consideró oportuno traer consigo, cada lunes, atravesando aquellos extensos caminos, varios libros que disponía en la mesa de noche, uno sobre otro, en un orden estricto. Era esa mi compañía: la amistad más fiel y humana de la historia según el lívido sacerdote. Durante el almuerzo solía preguntarle por los hechos relevantes ocurridos en el pueblo, y él, indolente y desconsiderado, respondía autómata por el capítulo o el fragmento de la historia que leía. Yo mencionaba con precisión y rapidez la situación de la historia tratando de hallar una recompensa en la pregunta que volvía a realizarle. 

— La historia se repite. Si se lee con atención, con el correcto y adecuado interés, sabrá no sólo lo que pasa en el pueblo sino también lo que ocurre y ocurrirá en las ciudades, en el país, en el continente. — contestaba.

Enseguida solía llevarse un pedazo de comida a la boca; un trozo pequeño, como todas las porciones que separaba: mesuradas, exactas, delicadas; una proporción precisa de los alimentos dispuestos en el plato. Masticaba con una pesada lentitud, robándome el tiempo, exigiendo mi permanencia en la mesa.

— ¿De qué me sirve conocerla si no hago parte de ella? — preguntaba con hastío.

Volvía a recoger los alimentos, partiéndolos, dividiéndolos, organizándolos en el plato y agrupándolos en su cubierto. 

—En este momento es la fracción correspondiente — el tenedor penetraba su boca. 

A sus repetidas y reiteradas respuestas, callaba. Al concluir el almuerzo lavábamos los platos y nos sentábamos a contemplar la muralla de abedules, alisos y eucaliptos que cercaba la propiedad. La condición indispensable de su compañía era un silencio caprichoso y de disposición unilateral. Quise comprender el objetivo de nuestro examen sosegado: del descanso inútil que hacía parte de mi cotidianidad. Insistía ante su insípida reserva; la réplica a mis obstinadas consultas era su frecuente seña: el dedo índice sobre su oído. Mi mirada recorría la periferia y, sin haber concluido el circuito, él concluía la lección asintiendo rítmicamente, golpeando una y otra vez el ladrillo con sus zapatos; cerraba sus ojos por segundos que parecían eternidades en su rostro y repetía un: Tac, tac, tac imperceptible; leía sus labios y me apetecía levantarme, golpearlo en la nuca y regresar a la casa. Entonces abría sus ojos, me miraba, sonreía, fumaba una calada de su cigarro y tomaba un trago de su vaso.

—Al salir de la iglesia, un hombre se ha acercado y se ha referido a un asunto que me ha inquietado: una teoría absurda e incoherente mas atractiva por la exactitud de su bruto universo. Al cruzar el umbral, ha tocado mi hombro y me ha pedido sentarnos en los peldaños exteriores, con una singular conducta vigilante. Me ha contado que su hermano mayor, desde noviembre, ha sufrido una serie de delirios provocados -aparentemente- por una enfermedad mental; una de sus fantasías se refería al suicidio, al origen de la condena cristiana. Yaciente, se negaba a recibir bocado; su negativa estaba condicionada por la necesidad de transmitirle cierto conocimiento -de vida o muerte- a su hermano menor, exclusivamente a él. Al acercarse a su hermano, el portavoz, ha escuchado lo siguiente: Se me ha revelado un suceso que ha de cambiar el porvenir de la humanidad para siempre, Rodrigo. He estado en tiempos remotos, momentos distantes que la historia ignora y, en ellos, he presenciado la escena más valerosa y heroica de nuestra raza; no hay ojo que haya visto lo que vi ni testimonio más preciso que el propio. He visto a hombres y mujeres -tras extenuantes y crueles jornadas- atravesar y despedazar con fuerza propia sus cráneos como respuesta a los despiadados y brutales ultrajes de sus amos. Una epidemia colosal colmada de honra y honorabilidad. La turbación e inquietud oficial por la irreprimible y arrolladora circunstancia -las calzadas se atestaban de monumentos piramidales de cuerpos putrefactos y los caudales de sangre circulaban por los ríos, las viviendas y las plazas- es tal que se realiza una asamblea extraordinaria en busca de una solución inmediata. Los sumos sacerdotes se manifiestan: exponen y extienden el ferviente testimonio del profeta Miqueas acontecido a las afueras de Sefela: en el suceso, un arcángel encubierto -su apariencia es la de un viejo andrajoso- se acerca al profeta y le advierte del diabólico destino para aquel que por voluntad propia se arrebate la vida: el estridente, febril y nauseabundo infierno. El temor divino instigado por la autoridad clerical provoca la detención progresiva de los suicidios y, ante la desobediencia, la violenta e implacable reacción del tirano. He decidido matarme, Rodrigo. Así concluyó el relato de su hermano moribundo. Me pidió un consejo, una oración certera para desmentir el relato pues él había quedado estupefacto con el detalle.

— ¿ Y qué le dijo usted?— pregunté.

— Le pedí unas semanas: un periodo de tiempo para darle una respuesta infalible.— sentenció fumando una nueva calada tras acariciarse el mentón.

 Al examinar el panorama amalgamado de copas frondosas y tallos frescos y robustos, le preguntaba por la esperada y meditada sentencia; el sacerdote, extraordinariamente respondía, sereno e impasible -como si la vida de aquel feligrés no le importase-, que aún no llegaba a ella. El interés y el empeño gradualmente se agotaron: liquidé todo intento de observar lo visto, escuchar lo oído y entender lo razonado del relato o el paisaje. Se me antojaba ridículo su arbitrario mutismo y sus oraciones de refinado discernimiento. Después del breve reposo regresábamos a la casa; el sacerdote organizaba el espacio: acomodaba el mobiliario, limpiaba con minucia la cocina, barría la totalidad de la superficie y recorría la vivienda detallando la labor realizada, asentía al acercarse a las superficies reconociendo y avalando su pulcritud. Entonces se despedía augurando la visita de inesperados invitados: en ocasiones ocurría, otras veces no. 

Compañeras y conocidos de la escuela cruzaban la vasta vereda a su lado; traspasaban la puerta principal y se dirigían a la habitación con una recelosa reserva: a tientas y en silencio bajo el morbo indómito por lo que descubrirían al otro lado del metal: la terrible atracción de lo anacrónico y malsano. El sacerdote se resguardaba en la cocina excusado por la preparación de los alimentos invitando al diálogo privado: eludiendo la intimidad de las oraciones, despreciando las palabras. Tras el saludo -disimulada radiografía-, surgían las preguntas sobre mi estado y lo recobrado, luego, una rauda y fascinante actualización de lo sucedido en el pueblo, en las ciudades; vestigios de sucesos globales. Emoción e impotencia se enterraban en mi vientre: percibía desde una distancia aterradoramente cómoda la vida, incapaz de participar -¿es acaso útil el interés?-. La conversación fluía y se extendía entre las visitas o se bifurcaba hacia anécdotas personales, y el silencio brotaba de la frustración: me resignaba a representar las imágenes, pensarme en esos espacios. El apartado anuncio del sacerdote me reincorporaba -el suave aviso del acompañante al persuasivo sueño: la declinación de los párpados- notificando la disposición del almuerzo; tomábamos asiento y, en el transcurso de la cena, el Padre preguntaba a los invitados por su estado, sus planes, la situación familiar, los estudios…; y, él y yo, escuchábamos sin compartir lo que pasábamos: él por reserva y yo por falta de recursos, por el escaso contenido. (Lunes, martes y miércoles sinónimos de jueves, viernes, sábado y domingo; incontables recorridos en círculo, un infinito circuito de percepciones fantasiosas: escuchar una y otra vez mi nombre en cualquier sonido: llamadas remotas en los trinos de los pájaros, exigencias intermitentes en la corriente fluctuante del pico de las botellas, enérgicas advertencias en el paulatino quebranto de la madera. Día y noche: luz, palabras, oraciones y párrafos configurados, comida y oscuridad). 

Las inesperadas visitas se prolongaron por unas semanas y con ellas brotó un halo de lóbrego fastidio: la irritación tras comentarios irrelevantes; la exasperación después de haber escuchado un suceso divertido acompañado por esa insignificante risa cómplice y afilada; la diplomática disculpa que sucedía a la plática sobre cierto asunto enfrente de un tercero desinformado, tratando enseguida de reparar la falta con el inicio de una explicación -abandonada segundos siguientes tras la excusa de la extensa trama y la posible incomprensión sin el contexto presencial- hundiendo y enardeciendo la llaga (Dime Santo Tomás si tú también vienes para morir a mi lado). Reprimía la aflicción por decoro al trayecto transitado y a la noble intención del visitante. Envidiaba su retorno: volver a la cotidianidad habiendo obrado con misericordia: restablecidos, vigorosos… mientras mi cuerpo permanecía condenado, paralizado y sujeto a su condición. El automático desasosiego acentuado por la oscilación de mi muñeca e intensificado por el movimiento de las suyas al despedirnos a la distancia. Tras una vehemente reflexión, informé al Padre Nicolás mi resolución.

— No traiga más visitas, por favor. Si preguntan, dígales que pronto los veré: seré yo quien vaya al pueblo— indiqué a su dorso esquelético ocupado; preparaba la confrontación, el posible debate sobre mi determinación así fuera enteramente sensiblera.

Noté el discreto asentimiento de sus vértebras cervicales luego de unos segundos. Provocaba su patética reserva: aguardaba el lanzamiento del anzuelo cebado de lecciones presumidas mas no lo hizo; calló y continuó con sus rítmicas incisiones a la tilapia. Concebía mi réplica -el tono, los gestos, los silencios- a su figurada respuesta: De nada me sirve su discurso alentador; sáneme: deme vida si su profundo anhelo es mi auxilio. 

La separación adquirió un aroma vicioso y tónico; la aprehensión del aislamiento mitigó las labores diarias y cubrió de tedio y asco la antigua cotidianidad. Las conversaciones se mostraban dispensables y la compañía innecesaria. Ciertamente pensaba en antiguos conocidos mas la disposición y conducta complacientes -el semblante benévolo, el ánimo obligatoriamente cortés y las apropiadas maneras- en sus encuentros, me hartaban. Resolví dedicar las semanas siguientes a mi absoluta restitución: mi empeño se concentró en los entrenamientos aeróbicos diarios y en el análisis cabal y consciente de las obras legadas por el Padre Nicolás en cada espacio libre de la jornada. Advertí un restablecimiento corporal considerable -progreso motriz y sensorial excepcional- tras cuarenta y cinco días de tenaz rutina, alimento equilibrado y descanso riguroso. El sacerdote se percataba de los avances -su mirada rastreaba los movimientos musculares y sus labios ajados se desplegaban destapando los raídos e irregulares dientes mostaza: la detestable impresión particular previa a posibles adulaciones o reconocimientos- y sus pretensiones eran súbitamente suprimidas por honra y pudor con una mención fortuita: ¿Así la cebolla?, le preguntaba. Un breve y efímero triunfo sumergido en la tiránica derrota: su supremo y déspota sigilo; el dominio inagotable de las palabras: el estricto empleo de lo fundamental. De modo que, sentados en la mesa, comíamos lo preparado y una idea aleatoria -acaso un recuerdo tortuoso, una duda periódica, la incertidumbre del impacto de una decisión- atravesaba mi juicio, se hinchaba sobre mi lengua y se expandía por mi boca deteniendo con violencia el movimiento continuo de mis muelas; tragaba de un tirón lo masticado, pasaba la servilleta por mis labios -ocultando la ilusoria arcada- y brotaba de mi tráquea una vasta corriente de reflexiones en busca de un terminal. Aguardaba un estímulo, una réplica y se me concedía un chasquido bucal, la rotación de unas palmas o el suave golpe de un cristal. Abusaba y lo hablado me resentía los días posteriores. 

— Quizá me convenga regresar— anuncié desde la cocina lavando el último plato. 

— De acuerdo—respondió el sacerdote desde la mesa del comedor. 

— Me iré la semana próxima— decidí secándome las manos. 

— Bien— concluyó. 

La semana transcurrió y la excitación se acentuó con ella. Me inquietaba regresar al pueblo corrupto y putrefacto de mi memoria, acaso también sentía alguna culpa hipócrita por volver a un territorio ofendido diariamente sin piedad, mas cuánta fuerza me brindaron aquellos insultos durante mis entrenamientos diurnos. (Exhiban al inocente y virtuoso que ha de juzgarme. La identidad de esta tierra perdura en el continuo desplazamiento del gentío: deshabitar, despotricar y volver atraídos por el desprecio; es ese su encanto: el brutal examen de su degradación). Los días preliminares organicé mis pertenencias, la habitación brindada y cada uno de los elementos dispuestos en la casa; procuré retornarla como se me había entregado: con la antojada adecuación del Padre Nicolás. Quise eliminar mi presencia, suprimir mi paso, marcharme como si aquel espacio no hubiera sido habitado por mí.

El día llegó y con él un tufo de nostalgia, aniquilado de un tajo al acercarse a mis razonamientos. Preparé el almuerzo y lavé cada utensilio usado; recibí al sacerdote, serví su plato y le ofrecí el asiento -Disfrute nuestra última cena, pensé-. Comió con su acostumbrada dilación, contemplando con un abatido afecto mi figura, advirtiendo cada movimiento. Recibí su plato con avidez, lo limpié y, tras el riguroso análisis del espacio, emprendimos la ida. El sacerdote se refirió a la casa de mis padres al inicio del trayecto: me pertenecía y podía pasar los días que quisiera allá, se había encargado del aseo y de un abastecimiento general.

— Sabe también que puede volver a la casa cuando lo desee— sugirió, regresando su mirada: observaba el pastizal.

— Le agradezco— respondí mirándolo de reojo sin suspender mi paso.—Espero no sea así — agregué para mis adentros.

Caminamos en silencio por dos horas.

Al develar sensaciones apresadas, identificar zonas y sectores, oír el ladrido de los perros y despedir saludos -en ocasiones desatendidos- una blanda complacencia transitó por mi cuerpo: la trivial satisfacción por notar aquello que alguna vez se consideró perdido; me entusiasmaba acaso el derecho legítimo de manosear y aproximarme a detallar objetos y estructuras tan tangibles como etéreas. (¿Aprecia usted que, en apariencia, el infortunio es un arancel de la dicha?; una aterciopelada mordaza sujeta la pregunta del anciano). Llegué a casa, introduje la llave -brindada por el cura con un gesto reverente: apretándola con su dedo pulgar e índice y acercándola solemnemente- y abrí la envejecida puerta de madera carmesí: rocé las paredes con mis uñas -repicando al instante mis dedos en ellas-; recorrí las habitaciones y me acosté -lancé- sobre las camas; circulé por la sala y la cocina contemplando sus sometidos accesorios, sus fotografías y cuadros resignados; reconocí la disposición intacta del hogar y un vértigo extraordinario -camuflado en la sonrisa acomodada desde una de las sillas de la sala, excusa del cansancio- me sacudió: se desprendía y distinguía de la evidente nostalgia una mixtura inefable, sombría, abrasadora. Incluso quise pedirle que se quedara; fue más fuerte la vanidad. 

—Si algo necesita, sabe dónde encontrarme— dijo desde la cocina.

Me levanté -frágil- y nos despedimos con un abrazo ya sin pugna, devoto. Con el mismo impulso altanero ubiqué mis pertenencias en la habitación de infancia. Registré la casa una vez más -arrastrando los escrúpulos- abriendo armarios y cajones, inspeccionando zonas veladas: asombro y turbación; risa y aullidos (¡Auuu, auuu, auuu!; clamaba la perra consciencia. He suprimido la advertencia y la sanción; miro alrededor y quién se atrevería a objetar mis movimientos. Es esto la plenitud). Salí de casa y anduve por el pueblo, visité tiendas y negocios saludando a propietarios y ayudantes, personas segregadas de mi sendero meses previos a mi mal. Hallé sorpresivo gozo y amargura: un genuino contento por el reencuentro de nuestras sendas escoltado invariablemente por la mirada compasiva luego de evocar rasgos, gestos y expresiones de mis padres. Advertí incipientes achaques y cabellos encanecidos; no hubo recuentos de sucesos fatales o eufóricos, pasada la fugaz conmoción se reanudaba el hastiado curso natural. ¿Qué me había perdido?. Tras una hora de análisis decidí volver: la luz se enterraba y la neblina descendía sobre el pueblo.

Me despertó la levedad: mi cuerpo y espíritu se irguieron renovados. Me había adormecido fraguando los días, las semanas, los meses siguientes; la temporalidad de cada periodo proyectado en la serie de niveles de una escalera espiroidal: la claraboya esférica en la cubierta derramaba la luz sobre mi figura situada en la primera planta y mi mirada dirigida a lo alto observaba las barandas resplandecientes y el revés de incontables escalones que debía conquistar: la reconstrucción de la estructura social. Me levanté, tomé una ducha, me vestí y desayuné. Ordené la casa, quería volver y encontrarla aseada; ignoraba la fecha de regreso: en la noche, el día siguiente, el domingo, acaso la semana próxima. Resolví vagar por el pueblo antes de visitar alguna amistad; recorrí la plaza central, la iglesia, el mercado: admiré la fuente de agua, las esculturas oficiales y estatuillas religiosas; estudié los transeúntes y sus conductas; degusté los sabores de las frutas y examiné sus colores, sus aspectos, su materia. Cada cuerpo adquiría una composición y textura diferente a la recordada, quizá nunca la advertí. Mis sentidos eran calados por decenas de agujas tórridas diseminadas por mis entrañas: un vivo ardor me perforaba. Experimentado el placer, me dirigí a la casa de una amiga de infancia.

Vi, a la distancia, las ventanas del segundo nivel abiertas de par en par; cruzó el espacio y silbé. Me apresuré a la entrada, timbré y grité su nombre alejándome de la puerta: llamé de nuevo. Su figura brotó perpleja y descendió apresurada -escuchaba el golpe progresivo de sus pasos-, corrió la cerradura y su abrazo me apresó; al desprenderse sujetó mis antebrazos conmovida -recorrió mi cuerpo- y su sonrisa se encogió: aludió -invitándome al portal, observando la calle y cerrando la puerta- a si nuestro encuentro obedecía a una especie de huida; la tranquilicé refiriéndome rápidamente a lo acontecido los últimos meses. Un nuevo abrazó me cubrió, sobó mi espalda y subí detrás suyo las escaleras. Entré y encontré la disposición idéntica del espacio: tomé asiento en la mesa del comedor. Oculta en la cocina, realizó reiteradamente preguntas similares sobre mi estado, a ellas respondía réplicas semejantes. Se sentó a mi lado con dos infusiones. Rompió la frigidez del reencuentro disparando preguntas íntimas y desagradables, me conocía; respondí sin vergüenza. Conversamos, discutimos y callamos por tres horas, quizá un poco más: departimos hasta que, ni ella ni yo, tuvimos nada que agregar; leímos con atención los recuerdos trazados en un libro deteriorado. Admitimos -sin decir palabra, dirigiéndonos una mirada- que la visita había concluido; ella debía partir. Levantó los pocillos y se retiró a la cocina; bajé las escaleras, abrí la puerta y salí. Al girarme la vi sosteniendo su cabeza en la palma, moviendo su mano libre. Mi cuerpo rotó, levanté mi brazo y moví mi muñeca: lancé el adiós al viento. 

— ¡Ha sido un gusto! — gritó a mi dorso; mi mirada continuó fija en la calle.

Una dinámica análoga se reprodujo en encuentros posteriores: mis repentinas apariciones causaban asombro y angustia; me presentaba en paseos matinales, reuniones y cenas y, en cada escenario, conocidos y amigos se excitaban en el diálogo prolongado de los sucesos ocurridos en nuestra vida conjunta liquidando su emoción, gradualmente, en nuestro encuentro final. Concluida la profusa revisión, el diálogo se bifurcaba a un trayecto cercado: programas individuales y colectivos que debía avistar desde una orilla remota y opuesta; la irrebatible privación. Contrario a lo esperado aquella situación no me entristecía, era comprensible: el largo camino de la historia es -en propiedad- selectivo.

Cinco días después decidí abandonar la casa; empaqué mis escasas posesiones y me despedí del hogar que había sido propio, y que, ahora, era parte de una historia finalizada. Caminé sin rumbo por horas; observé, aprehendí y retomé percepciones que desaparecían progresivamente -se resistían a la conservación- para volver a arder con vigor -vivas, sólidas, vitales- en una constante renovación. Un remanente resaltaba: un recuerdo impreciso y vano en un dédalo irresoluto. Descubrí entonces el camino a la vereda, a la pequeña morada que él en algún momento había dispuesto para mí. Transité por rutas anónimas, quizá nunca advertidas, como conversaciones que piden ser repetidas pues han sido removidas por la brisa en una tenue distracción. A lo lejos observé la pradera, la estructura compacta que reconocía como directriz de mi relato y, al acercarme, en un sumo aletargamiento, me senté en la entrada; entré tras unos minutos y descansé. Ignoro el tiempo que estuve allí inmóvil, contemplando los árboles, las ramas y las hojas sacudidas por la brisa.

Quise degradarme: deseé con una gana insondable perder la energía y olvidar lo experimentado, eliminar el recuerdo: morir para vivir. Una corriente violenta arreciaba los muros, las puertas, las ventanas; me acosté en el prado esperando disolverme, aguardando el crecimiento de la yerba, confiando en su cobijo y natural sabiduría: tragaría mi cuerpo siendo mineral para la tierra, comida para los perros, carroña para los buitres. La nada sobrevino mientras yacía invariable y el vendaval amedrentaba las nubes cenicientas permitiendo la entrada del sol y el canto de los pájaros que cruzaban raudos el firmamento. Permanecer y resistir así la cordura haya desaparecido; así el olvido, la distancia y el dolor; luchar contra la muerte, batallar contra los días; escribirme y eliminarme. Así sentí su presencia: su paso cansado, el olor de su cigarro y su cuerpo ligero. Cayó y se acomodó.

— He tomado una decisión — dijo cruzando los brazos sobre su pecho.

—¿Y?— pregunté.

— Dejaré que se mate.