ANÓNIMA
TRASMALLO SEMANAL
Ya no recorro, como antes, el sendero peatonal de la carrera Séptima. En la universidad era un camino obligado; no había semana que no pasara por una de sus calles con dos o tres amigos investigando algún asunto para una clase cualquiera o yendo a comprar un trago por la Plaza de las Nieves. Atrás quedó ese tiempo; ahora sólo camino por ahí cuando voy al centro a dejar o recoger rollos a don Efraín en Poder Fotográfico. Esa fracción de ciudad es alucinante: la saturación de historias y personajes es brusca y potente; resulta imposible atravesar el espacio sin sentirse atraído por alguna de sus propiedades. ¿Cuántas de estas imágenes enriquecerían una película de ficción o un documental: la multitud de individuos —protagonistas y antagonistas a su vez—; la competencia del ruido; los colores quemados y sudados que se han incorporado a las grisáceas baldosas y el mugriento ladrillo; la amalgama de olores dulces, rancios y podridos; las diversas texturas arquitectónicas amarradas mediante la contaminación? Ese segmento congrega, resume, define a Bogotá. Un universo extraordinariamente heterogéneo que precisa de atención para advertir sus atributos y percatar el cosquilleo; así es: en medio del tumulto, insospechadamente, la mano se cola leve en los bolsillos.
Al salir de Poder, camino, habitualmente, hasta el Museo Nacional: ahí tomo el bus. La última vez surgió algo inusual: mientras caminaba a la altura del Planetario, una mujer de unos cuarenta años, con ropa deportiva de montaña, se dirigió a mí: ‘Oye, disculpa’. Retiré uno de los audífonos mientas me mostraba una imagen en su celular: ‘¿A ti te parece que ella es una actriz famosa?’, preguntó agrandando el retrato de una mujer joven y rubia en la pantalla; sonreí, encogí los hombros, la miré y concluyó: ‘¿Cierto que no?’. Entonces rió, acomodó, como yo, el audífono a la oreja y se alejó. Caminé hasta el paradero pensando en la insólita pregunta; no sabría ni por dónde empezar para hablar de lo absurdo de la situación. Reflexioné, mientras iba en el bus, sobre las veces que se ha acercado una persona a contarme, preguntarme, sugerirme, temas extravagantes, quizá distantes, excepcionales, desconcertantes; esta, en el catálogo, es de mis favoritas. Cuán fácil fue recordar sus líneas una hora después: el breve diálogo estaba inmaculado; sin embargo, con las horas, su cara se fue deformando, o quizá nunca adquirió una forma, acaso su singularidad permaneció contados segundos después del suceso. ¿Cuántas circunstancias extraordinarias recordamos sin tener claridad alguna de la atmósfera completa de la situación? Conservamos algunas de las palabras, nuestro recuerdo las moldea y las acomoda como cree conveniente y el rostro se nubla. Así como esta mujer, hay incontables personas e historias que nos atraviesan diariamente dejando únicamente su aroma, un lejano picor, la ceniza humeante.
Son incontables los individuos: las personas que se han sentado a nuestro lado en un cine, un bus, un teatro, un avión y han dicho y hecho lo suyo; los comensales que nos han acompañado en las mesas contiguas de un restaurante y han brindado a nuestra salud; el caminante que sudó a nuestro lado y nos ofreció de su agua; los ciclistas que impulsaron nuestras pequeñas bicicletas animándonos: ‘Ya casi, mijo. Pedalee que le falta poquito’; la persona que cedió su turno en un banco, un supermercado… De aquellos gestos hondos conservamos únicamente parte de sus líneas. ¿En qué momento empezamos a reconocer su rostro y lo guardamos en nuestra memoria?, ¿será en el segundo encuentro, cuando nos concentramos en sus rasgos y sus maneras e individualizamos su rostro? Algún estudio habrá, yo lo ignoro. Ciertamente mencionarán la relevancia del acontecimiento, pero nada asegura esto: hemos olvidado el rostro del sujeto que prometió clavar su cuchillo en nuestra espalda, en nuestro pecho, en nuestro cuello si no se entregaba lo pedido. Recordamos con claridad la amenaza de él, de alguno de sus compañeros que podrían sentarse hoy a nuestro lado y no podríamos distinguir. Olvidamos, asimismo, los rostros de personas que advirtieron un gran peligro, que nos han detenido antes de dar un paso en falso. Tantos rostros hemos olvidado y sólo uno o dos hemos guardado.
Hace poco un hombre se sentó en la silla contraria de la mesa del restaurante donde almorzaba. Repentinamente inició la conversación, yo me dediqué a asentir y disentir. Me miró a la cara y preguntó, mientras yo llevaba la cuchara llena de frijoles a la boca, si estaba alentado. Asentí. No parece, amigo. No parece. ¿Una gripe? Está enfermo pero alentado. ¿Correcto? Eso, qué bien. Amigo, cómase todo el plato. Eso le da energía. Usted que es un hombre joven debe ser enérgico. Afrontar la vida con vigor, darle la cara. Responder a los golpes del destino con valentía. Para eso es la comida, para nada más. Usted estaba indispuesto pero tan pronto se tome el último sorbo de jugo será una persona nueva. Ya lo verá. Vaya a su casa y se recuesta, sólo hoy, y mañana se sentirá mejor. Dígase eso hoy mientras descansa: ‘Mañana estaré bien’, y lo estará. Si dice que mañana estará mal, dudo que se levante dispuesto. Cómprese un postre, sólo hoy. Mate al cuerpo con el azúcar y así también matará la enfermedad. ¿Se da cuenta? Todos ganan. Disculpe, amigo. Pero no se ve muy bien. ¿Puedo hacer algo por usted?, ¿se atoró? Eso pasa. Permítame, yo lo invitaré a este almuerzo. Ya tiene usted suficiente. Está bien, usted me invitará al próximo. Imagine, así de sencilla es la vida. Nos conocemos, yo converso con usted y lo invito a almorzar. A cambio de nada, amigo. La vida da y quita. No lo olvide: hoy recibe, mañana puede pagar, y se paga de muchas formas. Adiós, amigo.
El sendero peatonal de la carrera Séptima debe ser similar al camino de la muerte: un interminable recorrido donde se advierten todos los rostros, las escenas, los colores y olores que parecen ajenos pero son las imágenes que nos han acompañado toda la vida, las caras que hemos olvidado.