CAER

TRASMALLO SEMANAL

Nos humillamos al caer. La forma de los hierros se graba en la piel: rastro en las costillas, en el antebrazo izquierdo, en la muñeca, en ambas manos, en el muslo derecho, en el pie izquierdo; y el vestigio del accidente es la patada postrera en el ego. Eso es: sentirse estúpido y avergonzado. Suponemos que lo ordinario es no caer pero tropezamos diariamente (al olvidar, al nombrar, al dejar, al salir o entrar). Observan la caída: se cubren la boca —el lamento horrorizado—, se soban los ojos, miran compasivos, rastrean las heridas: ‘Qué golpazo se ha dado’. Y, al levantarnos, repetimos una y otra vez aplacando sus nervios: ‘Estoy bien, estoy bien’, sin saber si realmente lo estamos, insistimos por instinto: podemos desfallecer súbitamente pero en ese momento vemos, oímos, comprendemos, caminamos. Conservan sus gestos mientras recogemos nuestros objetos dispersos por el pavimento; el movimiento es útil para identificar nuevas excoriaciones, el manantial de sangre. Caminamos apenados y frustrados. Todos los ojos se posan sobre nuestra figura reducida, adolorida, sucia; limpiamos la mugre de los brazos, las piernas y la cara; el polvo de la torpeza persiste. Vemos nuestro reflejo y lo rechazamos, avergüenza. La bicicleta también ha sufrido las consecuencias del error: se ha descompuesto, también esto da tristeza: ‘Cómo la volví, cómo me volví, ¿podré montarme de nuevo? No, no anda; avanza hacia el costado’. Preguntan si podemos corregir el manubrio: quizá, pero la derrota nos opaca. Se apiadan: ‘Hemos caído… ese amargo sabor a sudor y sangre’. 

Nos montamos de nuevo, pedaleamos y ruedan ineficazmente nuestras piernas. Claro, no nos hemos fijado: está suelta la cadena; la enganchamos acompañando las heridas con la grasa negra y duradera. Rememoramos la caída. ¿Qué pasó? La acción se repite: nos azota la ridícula falla; pudo haber sido un descuido fatal (imaginar el epitafio: ‘Se cayó de la bicicleta, nunca más se levantó’). Las miradas nos persiguen: pasa la bicicleta y los pedales nos entierran; las gafas de sol, acompasadas por pasos armoniosos, ocultan inspecciones trágicas; la ventana del conductor desciende y su vistazo nos reduce. Se escuchan ruidos en los rines, los frenos, los pedales. No es la misma bicicleta que horas atrás andaba sin falla, se ha estropeado. Nos bajamos y la empujamos hasta llegar al destino. Saludamos rápidamente y nos dirigimos al baño contiguo de la entrada: nos lavamos los brazos, las manos; la manteca vergonzante permanece como el oscuro aceite. Quizá en el baño echemos una ojeada a otras partes del cuerpo: levantamos la camiseta y detectamos un nuevo golpe, dos, tres, cuatro: irritación, dolor, hinchazón: ‘Mejor no seguir, luego, en casa, nos fijaremos bien’. Mientras pasa el día rastros de sangre quedan en alguna mesa; caer, limpiar, excusar. Nos sentamos, nos paramos, nos giramos y experimentamos un nuevo dolor, y otro más, y otro más. Así pasa el día: entre la vergüenza y el dolor. Proseguimos: eso hemos aprendido, así nos ha configurado y moldeado la naturaleza misma; el animal debe caer y levantarse, sin pensar siquiera en la vergüenza —aquellos territorios pertenecen al pudor—, es, indudablemente, una circunstancia inherente de la vida. Dolor, tiempo, descanso, bienestar; ese es nuestro cuerpo: un sistema que se repara certero, sin presión alguna. Se debe confiar en su dirección: nos dirá lo que duele y mostrará la evolución en el arcoíris de dolores que gradualmente exhibe el hematoma. 

Llegar a casa, harto del dolor. Desvestirse y redescubrir el cuero: los incipientes colores, las protuberancias, las raspaduras. Seguirán saliendo, como picadas que en otro espacio eran imperceptibles. Hemos llegado, y eso trae la llegada, caer: tumbarse en la cama. Buscar el modo de acostarse, evitar el apoyo en las heridas. La labor es ardua: localizar los fragmentos inmunes.  Las sábanas rozan la piel y arde, se debe reajustar la postura, acomodar el cuerpo magullado. Cuesta dormir: la noche entera el cuerpo cambió de posiciones en busca de confortabilidad, alejar el dolor: ‘Ahí también duele; cuidado, el brazo; cuidado, la pierna’.  Llega la mañana. El baño hará bien; arde el jabón en su tránsito por las heridas, la más leve de las fricciones irrita. Descubrimos un nuevo dolor: más golpes, y las manchas violáceas, los puntos, las marcas, los mapas. Dejar ir el dolor. Por fortuna, caminamos, nos movemos. ‘Pudo ser peor’. Hemos visto los violentos accidentes de los ciclistas profesionales: continúan con sus trusas destrozadas, la sangre se riega por sus caras untándola toda y dejando una costra de hierro y sudor después de veinte, treinta, cuarenta kilómetros. 

Al sentarnos, recordamos las caras de las adolescentes que nos miraban compasivas; al hombre que se fijó en nuestras heridas; al otro, el que andaba en la bicicleta del distrito: decidido preguntó y reparó el manubrio. Recordar, gratificar y repetirle al viento: ‘Estoy bien, estoy bien’. La semana pasará y la inflamación descenderá, y del violeta, al verde, al amarillo, al color natural. La bicicleta también recibirá su mantenimiento y la volveremos a montar. Y después, después volveremos a caer. Quizá la próxima vez con más gracia, acaso no nos levantemos de repente: vamos a saborear el suelo, y el dolor. La próxima vez disfrutaremos la caída.

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