TUMBAS
TRASMALLO SEMANAL
Exhibición militar en La plaza de la Constitución, CDMX - 22/09/21
Ciertamente habré escuchado por primera vez en mi infancia esa pregunta terrible de boca de mi madre. Quizá fuéramos en su Trooper rojo, y seguro, la conversación haya iniciado por la canción que sonaba en la radio: ‘Dime pajarito’. Sentado junto a mi hermano menor en el asiento trasero, viendo a través de la ventana, distraído y tarareando algunos versos —de haberlos escuchado tantas veces en la voz de mi padre, ignorando en absoluto su valor—, habrá brotado el interrogante: ‘¿Saben cómo lo mataron?’. Quizá entonces, los tres —mi hermano mayor invariablemente ocupaba el asiento copiloto—, hayamos prestado suma atención a la historia que llevaba ese verbo tan abominable como ordinario en la cultura latinoamericana. Disfrutando el silencio y viendo nuestros gestos expectantes en el espejo retrovisor, habrá continuado: ‘A Rafael Orozco lo mataron en una celebración familiar en Barranquilla, creo que el cumpleaños de una de sus hijas, puede que haya sido en sus quince. Lo mandaron a llamar a la puerta de su casa dos conocidos. Le armaron la conversación un rato y, momentos después, un sicario pasó y le lleno el cuerpo de balas… en su propia casa, con su familia adentro’ concluiría mi madre recalcando las últimas palabras. Acaso nuestras miradas se hayan cruzado y, con algo de pavor, se dispersaron admitiendo la cotidianidad del suceso. Lo habremos imaginado: los disparos, su cuerpo ensangrentado y agonizante en el suelo, su esposa, sus hijas, su familia. A partir de ese momento, la canción interpretada por Rafael Orozco (mas no compuesta: su autor fue Octavio Daza, también asesinado), no fue la misma: se teñiría para siempre de atroz violencia.
Dos años atrás volvería a escuchar esa pregunta en Ciudad de México de modo semejante (al parecer se agrega al manual de instrucciones de la región: un asunto común; más regular morir de un tiro que de un paro, de un cáncer gástrico o un accidente automovilístico. Se remite directamente al asesinato, constante razón de muerte). La historia nos la contaron Gustavo y Emiliano, dos mexicanos que habíamos conocido por medio de un amigo colombiano. Oíamos corridos en una cantina resueltamente maltrecha cuando escuché por primera vez ‘A mis enemigos’. Nuestros amigos mexicanos se pasaron los brazos por la nuca y cantaron entusiastas cada verso. Tras preguntar por el interprete —Valentin Elizalde—, volvería el fatal interrogante: ‘¿Saben cómo lo mataron?’. Gozarían el silencio, como mi madre, y empezarían, turnándose fragmentos de la narración: Emiliano: A Valentin Elizalde lo mataron en Reynosa después de un concierto; Gustavo: Le habían dicho que no podía cantar ‘A mis enemigos’, la letra estaba dirigida al líder del cartel de la zona; E: La cantó al empezar el concierto y volvió a cantarla al final; G: los sicarios lo esperaron a la salida y, momentos después, reventaron la camioneta a tiros; E: Sólo sobrevivió el primo, se ha dicho que fue él quien lo entregó. Días después, volveríamos a vernos con Gustavo y me referiría nuevamente al tema: quería que me diera información adicional —quizá confidencialmente mexicana— mas no encontré mucho más de lo que los días anteriores había leído sobre su muerte. Guardé sus canciones y, hace unos días, al escucharlo de nuevo y pensar en la muerte de Rafael Orozco, decidiría escribir este texto.
Valentin Elizalde fue asesinado a los 27 años (desafortunadamente no es incluido en el selecto grupo de músicos que murieron a esa misma edad —Cobain, Joplin, Hendrix, etcétera— quizá porque no lo acabó una sobredosis; acaso ha sido excluido porque a Elizalde lo asesinaron los encargados de mantener las sobredosis en el mundo) y Rafael Orozco a los 38 años. He destinado estos días a investigar sobre sus vidas, escuchar sus canciones y prestarle atención a las letras que interpretaban y componían, hallando, en este examen, constantes similitudes. Afinidades que no sólo aluden a ellos sino también a las coyunturas socioculturales de Colombia y México; tan próximos dos territorios tan distantes (‘Por eso nos entendemos tan bien’, concluimos con Gustavo). Ambos músicos nacieron en la zona norte de los países; tenían, ambos, tres hijas (me remito a los reportes oficiales); la nostalgia constante por sus amantes y sus pueblos está presente en cada álbum; la muerte era una firme compañera de viaje, se menta tanto como el amor; sus funerales fueron concurridos y solemnes; repartieron el dinero obtenido —¿de dónde?, no lo sabemos— en sus regiones originarias (‘…mas no saben que el dinero lo reparto a la pobreza’ menciona Valentin Elizalde en Quiero charlar con la muerte); y, ciertamente, fueron asesinados a edades tempranas. Sus muertes son modelos de los numerosos asesinatos (cuántos más podríamos exponer: Patricia Teherán, Luis Mendoza —más de cien disparos le empujaron a sus 23 años—, Julio Verdugo, Sergio Vega… la lista es incalculable) que ocurren en nuestros países y…
Después de varios días, aún no encuentro la frase precisa para concluir esta columna: ¿seguirán pasando, se olvidarán, se judicializará a los sicarios y a las mafias?. Acaso la más férrea de las conclusiones sea la muerte misma, y referirme, cursi, a la preservación eterna de sus canciones; o quizá mencione la anhelada acción que me atraviesa: cuando escucho a Valentín y a Rafael no quiero escribir, quiero cantar sus canciones tomándome un ron o un mezcal.