MISA
TRASMALLO SEMANAL
—Por mí es por quien no reza.
—Tú eres atea.
—¿Y a usted qué más le da? Usted rece que es lo suyo.
La flor de mi secreto, Pedro Almodovar.
La semana pasada mis hermanos cumplieron años: el 16 y 19 de enero. Días antes, mi madre me envió una invitación a dos misas ofrecidas a sus vidas; la imagen enviada, de hecho, era un recibo: fecha de la compra, dirección y número telefónico de la iglesia, nombre del cliente (recordé, en ese momento, las menciones pagas de políticos en algunas canciones de vallenato), intención, precio en números y letras, firma y sello. Un costo por ser rezado. ¿Cuánto se ha hablado de aquello? Habrá quien sugiera rápidamente: si se tiene el dinero, se roza el cielo. Sin duda puede ser gracioso, ridículo o absurdo. Y, si preguntáramos el motivo del costo a algún representante de la institución, probablemente nos conteste que es una excusa cándida: el dinero está destinado, habitualmente, a la beneficencia. Francamente, hace tiempo abandoné la extensa discusión de las transacciones religiosas; es su negocio: al que le gusta, le sabe.
Días después —los días en que se dieron las ceremonias—, reflexioné: ¿y si alguien reza por los mentados?, ¿será posible, por qué no? Rezar, orar, pensar, desear prosperidad y buena fortuna a un absoluto desconocido, ignorando si este es el más abyecto de los seres o el más bondadoso de los humanos. En el presente puede que esto sea incluso más insólito e inusual que el mismo pago. Imaginé a esa persona, seguro devota, piadosa, afable; una persona que, diariamente se presenta en la iglesia y dedica algunos minutos de su tiempo a orar por nombres y apellidos ajenos, suplicándole fervorosamente a Dios por su ventura. Quizá los imagina: recrea sus formas, rasgos, estaturas, edades; acaso se apoya en la figura de algún familiar: en Rodrigo, su sobrino, vicioso y holgazán, que ha abandonado un nuevo trabajo y ahora roba objetos de la casa y los vende en compraventas; en su hermano Felipe, el cirrótico ludópata, que, a pesar de la advertencia médica, bebe y apuesta diariamente; en Marina, su vecina, que, cada que puede, se desquita con sus perros apaleándolos.
Arrodillada, abrigando sus plegarias entre sus manos, implora a Dios por mis hermanos: los consagra a Él y a todos sus ángeles, que sean bendecidos; también por las personas fallecidas —tras repetir el ‘Y brille para ellas la luz perpetua’—, pide que descansen en su gloria, ruega fortaleza y ánimo para sus familias. A lo mejor surja algún recuerdo de su marido Pedro, mujeriego y violento, y rogará de igual modo a Dios por su destino final y por el rencor que emerge súbitamente: que la aliviane, que la llene de paz, que se acuerde de él, de Pedro, que lo abrace en el paraíso y, si su suerte ha sido el averno,… (Me veo obligado a detener la narración: ¿qué es lo que pasa si se está en el infierno?, ¿es irreversible el convenio? Quizá nuestro personaje tenga la respuesta a esta interrogante y yo, a pesar de mi vasta formación católica, sea un absoluto ignorante, y mi familia —mis tías, mis abuelos, mi madre— se sienta decepcionada, así como los curas del colegio, revolcándose en sus tumbas, golpeando el ataúd, la tierra, las sotanas, y se digan unos a otros en euskera: ’Vaya bruto, por Dios’…Digamos, entonces, que reza por su alma en el purgatorio: ella es remediable, estoy seguro, si se reza lo suficiente —no sé cuánto sea aquello—, cruzará la verja) y si su suerte ha sido el purgatorio, intercede por su alma, Dios mío.
En fin qué pasaría si eso se diera: si una persona rezara con rigor, juicio y concentración por el prójimo desconocido; si se llevara aquellas imágenes mentales y las atesorara incluyéndolas en sus oraciones vespertinas o matutinas hasta ser finalmente olvidadas, pues, difícilmente, nuestro personaje, podrá recordar todas las menciones: los vivos y los muertos, los sanos y los enfermos, los justos y los pecadores. Tal vez recuerde eternamente algún nombre, como esa canción de vallenato que se sabe y se canta con sus menciones; ojalá sea así y a mis hermanos los nombre hasta su muerte.