CUERPO

TRASMALLO SEMANAL

Recurrir a la certeza en lo ordinario; habré visitado por primera vez a un médico en los controles rutinarios pediátricos. Luego, todo se empaña. Conservo alguna imagen del primer hueso roto pero algo más certero se aproxima… Sí, una vacuna en la infancia; se nos aplica un viernes en la tarde: visitamos el centro de salud, se advierte el pinchazo, el dolor, la incipiente gota de sangre detenida por el algodón; la médica comunica los posibles efectos secundarios. Mis hermanos están presentes la mañana del sábado; persiste la imagen del menor atravesando un estado febril, como el mío, mientras el sol calienta nuestros cuerpos en la cama matrimonial. La cabeza hierve y el cuerpo suda. Mi madre se ha ausentado brevemente y, al verla, lloramos.¿Por qué nos sentimos así, son estas las secuelas, es esto la fiebre? Toca nuestras frentes y arden, pasa su mano por nuestros pechos y nota la humedad. Nos baña, nos calma, nos acuesta. 

Ignoro el motivo de la siguiente visita, si fui acompañado por mi madre o mi padre, si hubo consecuencias, si las soporté. Las citas médicas fueron remplazadas, desde cierta edad, por las visitas familiares maternas: diversas especialidades médicas reunidas en una familia; pacientes y amorosos fueron aquellos exámenes corporales. En la adolescencia, por pudor, se habrán relevado: levantar el teléfono, solicitar la cita, presentarse y aplacar las preocupaciones naturales. Llegaría, después de dos o tres inspecciones, la abstención: si se siente el cuerpo pleno, vigoroso y saludable sobra el tedioso trámite. Sí, se atraviesan los habituales resfriados y los males gástricos pero no es mucho más. Ay, cómo se desconocía, en aquellos años, lo común y evidente; nada que tratar, curar o controlar. ¿Cuántas personas, como yo y de toda edad, han cursado este camino? Tuve esta conversación con José —uno de los celadores que trabajaba en el conjunto residencial de infancia—, hombre afable y carismático; en la charla se aludió al tema: José fumaba diariamente un paquete de cigarrillos y abandonar el vicio no estaba entre sus planes, su padre, veinte años mayor, seguía fumando y ahí estaba, en perfecto estado sin haber pisado un centro médico en su vida.  

El tiempo pasa y, progresivamente, surgen los primeros males, virus e infecciones que trascienden, afecciones maduradas: se presentan los verdugos que por años han anhelado condenar cada maltrato propinado al cuerpo, y sólo entonces se comprende el dolor. ¿Qué es este ardor, esta inflamación, esta ceguera parcial? Solicitaría, a mi tío, la explicación de uno de estos primeros achaques, y él, paciente, pragmático y paternal, respondería: Porque estás vivo. Es la naturaleza. Nuestro ecosistema colmado de parásitos y bacterias que requieren un ambiente y que, inesperadamente, ocupan nuestro organismo. Llega la enfermedad y los remedios caseros no surten efecto, el cuerpo no da espera, no podemos mirar adelante y olvidar, el mal lo impide. Debemos entonces, llamar, escribir, gestionar, esperar, o dirigirnos al centro de salud y empezar a controlar. El especialista sentencia: Sí, es una gastritis, una inflamación en los meniscos, un desequilibrio químico, una condición dérmica, gota, el azúcar, la sal, etcétera. Inician los controles mensuales, atrás han quedado los irregulares chequeos. ¿Es esto lo mío: el estómago, el colon, los pulmones, el cerebro? Quizá sí, y por fortuna es sólo —¿sólo?— eso. ¿’Lo bueno de esto es lo malo que se está poniendo’? El medicamento para el mal afecta, ahora, el estómago y el hígado, y se requieren nuevas pastillas para los órganos comprometidos; la bola de nieve se carga. Ay, las defensas, las nombradas defensas: nos mata su escasez.

¿Cuándo sanaré? Sanar, controlar, empeorar, emplear nuevos métodos; surgen curas alternativas: dietas, cambio de clima, hábitos. Persiste el mal. ¿Y ahora qué lo detonó? Es el estrés, el estrés producido y alimentado por el trabajo, pero sin trabajo no se puede pagar ni la salud, ni los medicamentos. ¿Debo renunciar? Pediré prestado, me endeudaré pero la salud primero. Se acentúa la enfermedad, es ahora crónica. Necesito un nuevo empleo, ya encontraré la rutina, la claridad mental, la terapia idónea. ‘Gracias a Dios hay trabajo’. Veinte, treinta, cuarenta años después narrar a un nuevo médico la historia clínica: ‘Eso es lo mío, doctor. ¿Me matará?’. Nadie lo sabe, tal vez moriremos como Mengano, hombre sano y atlético, que nunca sufrió de nada, evitó los vicios y ayudó a los desfavorecidos. Mengano pasea  —pues eso es lo que hacen las personas saludables— y recorre montañas, toma el sol —usando siempre su correspondiente protector solar—, hidrata su cuerpo y consume alimentos orgánicos. Ay, Mengano pasea por alguna montaña, un páramo o un río y, de golpe, a sus cuarenta y cinco años siente un dolor intenso en su brazo izquierdo, en su pecho, nauseas y mareos. ¿Y qué pasa? Resulta que un paro se ha llevado a Mengano, dice José mientras fuma la última calada de su cigarrillo Mustang rojo, lo tira al suelo, lo estripa y atiende la llamada del citófono: ‘¡A la casa, Seeerrrgio!’.

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