GUERRA

TRASMALLO SEMANAL

En la carrera Once con calle 103 se levanta un edificio de siete plantas en un establecimiento educativo. En este edificio —principal, sin duda—, se encuentra, en dirección vertical, el nombre de la institución: Escuela Superior de Guerra. Las letras plateadas empotradas al lienzo de concreto ocupan la totalidad de la fachada. Cada vez que paso por ahí, caminando o en bicicleta, me fijo en él. Hacia el occidente veo el Liceo Patria y hacia el oriente el nombrado centro. Escuela-de-guerra: eso indica su nombre —¿cuán superior es, cuál es la inferior, superando a…?—; es esa su especialidad, así como en la escuela de matemática, karate, baile, canto, se enseñan dichas disciplinas. No es una academia de defensa, estrategia, instrucción, resolución, qué sé yo. Guerra. Curioso nombre, y su singular historia no se queda atrás (su fundador, Rafael Reyes, tuvo coqueteos dictatoriales durante su mandato presidencial; su primer director, un tal Pedro Charpin, fue ministro de Guerra en la dictadura chilena de Carlos Ibáñez; y así podemos continuar…), pero no nos quedemos en eso; es la asociación de sus palabras: enseñar el rompimiento de la paz. Usted también puede hacer el ejercicio: agarre un diccionario, busque las palabras y arme el crucigrama, descifre el acertijo. 

Cuando paso y miro el imponente rótulo me siento en un espacio anacrónico, en otro siglo; incluso puedo llegar a situarme en otra ciudad, en otro país. Me atraviesa un escalofrío y observo el cielo: espero el bombardeo: ¿pasarán pronto los aviones aliados, o aún peor, los rivales?, ¿vamos ganando la guerra? (Dios santo, ¿seré reclutado? Por fortuna ya pasé los treinta, pero, ¿si me llaman?, y tengo que presentarme de nuevo en el cuartel militar, a que me soben los testículos rodeado, ahora, de decenas de desconocidos y no de los compañeros del colegio; esperar ese trámite infinito, sin saber si un día cualquiera me detendrán, revisarán mis documentos y tendré que ampararme en algún estudio o en un trabajo —aunque pueden considerar la independencia laboral como vagancia— antes de que me echen al camión; ¿será que me salvo por las gafas, podré escapar a través del examen sicológico?; y si me reclutan y me veo obligado a recibir el entrenamiento militar, a mí que tan mal me van las órdenes y los gritos; responder sus preguntas estúpidas: ‘¿Para qué es usted bueno, recluta?’, pensar rápido, prudente, responder: ‘Para la cocina, señor’, recibir un nuevo grito:’¡Hable duro, güevón, que no se le entiende!’, responder nuevamente:’¡Para la cocina, señor!’, e imaginar cómo le queda esa sopa llena de mierda y miaos a mi hijueputa sargento; insubordinación; juicio; cárcel; Dios santo, ¿cuándo acabará esto?).

Regreso a la imagen presente, pedaleo y pienso en esa predisposición tan horrible, y las frases de mi abuelo (el mismo de Cabañuelas, él, que me ha contado tantas historias de su familia, de sus conocidos, de desconocidos, que se encuentran diseminadas en tantos cuentos, sobre todo en Amor y Mortaja), retumban: ‘Son poquitos los ricos, esos son los que manejan el país; no muestre nunca una herida, se la infectan; la política es una porquería; cuando nos sacaron de Guaduas(…) qué frío hacía en Monte Carlo; nunca le regale un arma a un amigo, pierde la amistad para siempre’. Esa, esa era la frase que estaba buscando. Momento mágico aquel: no recuerdo lo que estaría haciendo pero él estaba serio, abstraído, entonces me vio a los ojos, sentenció y volvió a lo suyo. Cuántas veces se ha repetido esa máxima en mi cabeza… ¿Por qué habría de regalar un arma, a quién, además? ¿Llegará ese momento? Ese instante en que se me atraviese un sable y lo piense dos veces antes de comprarlo para regalo. (‘Envuélvalo, por favor’, le diría a la persona encargada; llegar a la fiesta de cumpleaños y manifestar, orgulloso, al ver al festejado: ‘Vi esto y pensé en ti. Qué bonito se verá’). Quizá piense rápidamente en mi abuelo tras pasar por aquella institución porque lo imagino a él en ese escenario, viendo un letrero similar setenta años atrás, observando a los hombres (‘…pobres, mijo, esos son los que van a la guerra. A la guerra no van los ricos…’) que reclutan y cargan en camiones, listos para la batalla. Observa adolescentes llorando y se acerca a preguntarles si puede hacer algo por ellos: ‘Nada, señor. Usted no puede hacer nada. Me van a matar y yo no me quiero morir’. Entonces, se le empañan los ojos y me dice: ‘Mijo, yo no nací con el corazón para ver al hombre sufrir’.

Mi abuelo cumplirá en marzo cien años. Eso quiere decir, en términos prácticos e históricos, lo siguiente: atravesó las guerras mundiales, las pandemias, la guerra en Colombia —desde la ruralidad, pues mi abuelo es campesino—, catástrofes naturales, achaques propios del cuerpo, muerte y más muerte, pues no le queda ni un amigo vivo, sólo los hijos de sus amigos. Ay, mi abuelo cumplirá cien años y tiene los recuerdos de antaño intactos, y sigue contando historias, historias que yo manoseo y escribo. Ya no se amarga por la política; come y descansa tranquilo. Y, a pesar de haber pasado por incontables desgracias, hoy sólo se entristece cuando no le han dado su pastilla de la felicidad y llora desconsolado por mi abuela, o cuando tiene que recordar tantas historias tristes de hombres y mujeres desplazados, sin tierra, hombres y mujeres que perdieron a sus hijos, hombres y mujeres que concibieron un futuro y no lo tuvieron. Mi abuelo habrá perdido amistades por regalar un arma, y aunque él no lo sepa, hoy hay armas más letales que un revólver; tan letal como unas palabras escritas en un edificio enorme que rebotan en mi cabeza y avergüenzan.

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