DESPERDICIO
TRASMALLO SEMANAL
Con los años ha avanzado una postura —quizá una posición, una dirección— que se ha asentado no sólo en mi cotidianidad sino también en mis prácticas laborales. Esto —llamémoslo en adelante condición— se puede englobar en el uso completo de los objetos: asegurar el fin de su vida útil. Ama suele referirse a esto como la actitud permanente de un hijo de la guerra. En términos prácticos es la necesidad personal de acabar, vaciar, completar, llenar y cargar todo: utilizar todo alimento comprado; gastar por completo las baterías; ocupar cada gigabyte de los discos duros; aprovechar todas las páginas de los cuadernos; vaciar los encendedores. Infinitos son los ejemplos. Esencialmente trato de organizar, lo tangible e intangible, para llevar a cabo su fin; suprimir el desperdicio.
Esto, por supuesto, es contrario a la tacañería, dista de ella. Sirvámonos de un ejemplo: lo que resuelvo al agarrar una crema de dientes, en apariencia desocupada, es exprimirla; desenrosco la tapa y oprimo el tubo contra el lavamanos: intuyo, instintivamente —ignoro si ese es el término conductual preciso—, que la pasta saldrá y servirá para ese momento; y así continúo: si sigue saliendo, la sigo usando. Ciertamente, el proceso es gracioso para la compañía, aún más cuando es mi novia, mis hermanos o algún amigo cercano el que me ofrece una crema y yo la rechazo. Poco me importa: al botar la crema agotada y abrir una nueva la satisfacción es extraordinaria; cierro e inicio el ciclo de manera correcta.
Asimismo, se aleja de la acumulación: me molesta observar los objetos que pueden ser aprovechados y se hallan apilados u olvidados en un rincón. Tampoco responde al minimalismo, concepto sobado y rimbombante. Son muchos los objetos que me gusta comprar, coleccionar y transportar conmigo. Objetos, como los libros, que me han llenado, acompañado y complacido. Compro de a dos o tres, los leo —siempre hasta el final, así me aburran o me disgusten en algún momento— y, al concluirlos, compro los siguientes. Me incomoda tener libros sin leer: si los compro, los leo. El alarde sensiblero de apilar los libros como paisaje me pesa.
Esta condición me ha llevado a considerar, los últimos años, la reparación o la deconstrucción de los objetos antes que el fatal desecho. Claro, la tendencia ha sido benéfica pues son múltiples los ejemplos presentes que podemos encontrar del consumo responsable y la segunda vida de los objetos. Incluso son cada vez más usuales los procesos agrícolas que reciclan cada uno de los insumos necesarios para la elaboración de un producto.
Así como me irrita el desperdicio, procuro comprar objetos duraderos; evitar lo pasajero e innecesario. Los zapatos son uno de esos elementos primordiales —como lo es un buen colchón, una sartén y un abrigo— y, por suerte, me duran años. Cuando los compro, procedo de manera semejante a la compra de libros: busco un par nuevo cuando, alguno de los que tengo, se ha consumido. Los deteriorados, mas no descompuestos, los regalo, cedo, dono… siempre en buen estado, listos para usar.
Hace dos años compré unos tenis, unos Stan Smith negros. Me gusta la marca con las tres rayas, he comprado varias veces los Samba y los he tenido por años. En la tienda mencionaron, además, que habían sido elaborados con materiales reciclados y eso ayudó. A los meses empecé a notar un deterioro en su suela, un desgaste común, pensé. Ocho meses después —como el moretón que aparece en el cuerpo sin explicación aparente— descubrí que la plantilla se había roto por completo: podía ver a través del zapato. Los llevé a la tienda, se los mostré a la persona que me atendió y le pregunté si aquel deterioro correspondía a su tiempo de uso; los ojeó y disintió. Nada podía hacer: el tiempo de garantía había caducado; salí de la tienda decepcionado, había caído en la trampa.
Tenía que repararlos, y siempre que pasaba por una zapatería pensaba en ellos. Me molestaba verlos tirados a la entrada del apartamento y cada que podía los alistaba: ese día serían remendados; constantemente surgían los reparos… Hace dos semanas sentí la tentación, me atrapó la pereza y pensé: ‘Quizá sea más fácil comprar unos nuevos’. En ese momento lo supe: al otro día los llevaría a reparar. Me preparé para llevarlos un viernes, me desperté el sábado en la mañana, desayuné, salí en bicicleta y los dejé.
Siempre lo supe: la fiesta es la trampa.