PELUQUERÍA

TRASMALLO SEMANAL

Por fortuna, voy a cortarme el pelo cuatro o cinco veces al año; en caso de raparme -pasa a menudo- serán unas tres. Digo por fortuna pues muchos de mis amigos ya no van: se han quedado calvos y la labor de raparse o emparejar los fragmentos resulta más sencilla realizarla en casa. Otros se han puesto implantes, y sus resultados varían entre la inmensa dicha y el resignado descontento. Algunos calvos aborrecen los implantes, los creen una doble derrota: perder la batalla y aliarse al enemigo. Muchos, calvos e implantados, consideran indigno dejar que crezcan los parches de pelo para así ocultar el notorio rastro de piel. Desde hace unos años ir a la peluquería me complace, y lo disfruto tanto que, como muchas personas, trato de darle algún género de relevancia a cada cita: inicio, cierre, descanso, reintento. 

Siempre recurro al mismo peluquero: Luis; llevo años haciéndome el mismo corte, él sabe cómo hacerlo y yo, habitualmente, quedo satisfecho. No tengo el sin sabor constante, experimentado por muchas personas, que, tras haberse cortado el pelo, deben esperar algunas semanas para sentirse cómodas. Cortarse el pelo puede ser costoso, y más si existe alguna especialidad. El precio ofrecido por la peluquería en la que trabaja Luis es razonable, y bien recompensado. En cada visita, al llegar, se me pregunta por lo que deseo tomar y yo siempre pido el mismo té frío: lo sirven en un vaso grande y usan una de esas herramientas que bate, mezcla plenamente y genera espuma en la copa del vaso. Luego, Luis revisa la cabeza, mueve por acá y por allá, y solicita que se me lave el pelo… y eso, en gran parte, paga la visita: la persona encargada no sólo lo lava, también pregunta y calibra la temperatura deseada del agua y realiza un breve masaje capilar. Yo cierro los ojos y, por un minuto, me adormezco. Me despierta un: Ya puede regresar, y, lento —arrastrando el pensamiento—, vuelvo a la silla. Luis ejecuta su labor hábil, preciso, minucioso. 

Al iniciar, le hago las acostumbradas preguntas y él, frecuentemente, contesta de manera similar. Por supuesto ha habido excepciones: quizá me ha hablado de algún accidente casero, un viaje familiar, un percance laboral. Asimismo, con los años, he logrado advertir su desánimo a través del silencio: sé que cuando calla, algo pasa y vuelvo a preguntarle por lo que ha habido y él responde, esta vez, franco. A veces se desahoga y dispara pullas a algún compañero, al negocio, o algún cliente que, horas atrás, ha sido altanero. Entonces la tijera se mueve rápida y yo, preocupado, presiento que, en cualquier momento, un pedazo de oreja será tajado.

En un libro o en una película pasarían por la mente del personaje todas esas imágenes representativas de cambios pero yo, francamente, después del lavado de pelo, quedo atontado y no pienso en nada, en absolutamente nada. Sólo me despierta el calor de la máquina perfiladora, usada precisamente al final; sonrío, abro la boca y, un minuto después, ha acabado. 

Esta semana le escribí a Luis, ha mencionado una incapacidad; le deseé pronta mejoría. Bajé a la carrera once y entré a la peluquería donde hace unos meses me rapé por última vez. Le pregunté al primer hombre que vi si estaba disponible: me ofreció la silla, me senté y le pedí que me rapara: Con la dos, precisé. Cruzamos algunas preguntas con Jaír (hablamos del budismo, la adolescencia fallida, los audiolibros y la bicicleta). Meticuloso como Luis hizo lo requerido y el servicio habrá costado la mitad.

Raparse también es una opción; la recesión se acerca y estará bien no tener que pensar en el peso del pelo por unos meses.

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