INERTES CICLOS

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No hay pronóstico alguno que advierta la detención repentina del viento en la vereda: las nubes se estancan y el sol revienta la tierra, cuartea la piel. Momento de retirar todo aquello que estorba; como el paso es continuo y obligatoriamente ininterrumpido, uno sigue sin saber qué se queda atrás o qué permanece. Al llegar, se descarga y rota la mirada.

La pieza ha sido sepultada y la tierra la recubre: se suma a ella. Los camiones, los carros, las motos, el paso -el peso- de cualquiera las va suprimiendo. Ahora no son sino hilos: pedazos minúsculos de algodón, poliéster, lana… capturados por el barro, y éste, atrapado en los surcos del caucho de las máquinas. Hay fibras que se elevan, se dispersan en el aire y caen al prado, donde un perro, una vaca, quizá un pájaro, escasos gatos -los matan los perros- se los llevan a la lengua y atraviesan su organismo siendo quemados por los líquidos gástricos, o no: tal vez terminan como mierda en el prado, mierda consumida por la tierra.

Otras hebras, las desafortunadas -o afortunadas: ¿quién puede decirlo?- se agrupan y se ahogan lentamente, son asfixiadas hasta extinguirse; pobres: imaginen su última bocanada, su fatal suspiro. Son éstas las que me sorprenden: se han añadido obstinadas al pavimento. Es probable que, lo que creíamos tierra, sea pura tela. Caminamos sobre camisas, sacos, pantalones, que alguna vez adoptaron una forma, y, en nuestros recorridos, vamos borrando infinitas características particulares. Desaparecemos gestos, hormas, rastros de café o vino: esas huellas que persistieron: una parte nuestra, ridícula y mínima, pero nuestra.

Constantemente nos enterramos y reímos porque pensamos: Qué bruto, se le ha caído la ruana, se la llevó el viento y no logró detenerse, o ni cuenta se habrá dado.

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